PAÍS NUEVO
por Roberto Cabrera
Un día me hablaron de un montón de sueños que en un suburbio submarino habitaba, que era condenadamente dulce y atractivo ese suelo crepuscular de bakelita y trajes de hippismo y cachemira.
Era escuchar a Hendrix y no olvidarlo a través de un receptor de audio callejero, pero había otro frío o los abrigos de entonces eran puro anorak ruso, al observar en la oscuridad nocturna los pasos inquietos del panadero, que sube y baja como un duende los anónimos edificios. Atrás la ciudad es un apetecible bocado para amantes y taciturnos pescadores alongados a sus marquesinas de fosforescencias y plata lejana en un arrullo. Dulce se encoge sobre la cama y bajo una lamparilla portátil escribe. Su palabra es premonición, nihilismo envuelto en un directo lenguaje, como en López Torres, al que nunca recordamos lo suficiente, con sus apoyaturas en el surrealismo, sin abuso, con un verso libre bien resuelto generalmente, con sus imprevistos, sus sentencias y versículos. Anticipando una cierta narratividad pero asimismo valiéndose del contrapunto imaginista, cuando no pulsando un neorromanticismo exaltador del yo, con marcados elementos que se adhieren al tema fundamental del amor, la muerte y el trágico destino.
—Nuestra gente visualizó el ovni a la altura de la Divina Pastora, virgen santa, las luces huían hacia los Campitos, donde a veces se encendían fogatas y gentes de distintos barrios confluían como al retomar un territorio reserva.
—Solían ser descampados donde ir a celebrar el fin de año pero al modo subcultural de las Montañas Rocosas, pongamos por caso.
El líder estaba ahíto de alcohol y Baby Doll traficaba con los sentimientos de su amante. Permeable a los efluvios del saxo, el lutier de esta historia reparaba concienzudamente los rotos.
Hay sin duda leyendas de vencidos representadas en aquellos ídolos bocabajo de los «ramblos laureles».
—Y ya me había parecido a mí que no era tan fácil habérselas con la obra poética y truncada de Dulce Díaz Marrero, la poeta que más nos ha sorprendido a todos los que a pesar de conocer su oficio, nunca reparamos en aquel sorpresivo discurso que nos deparó su publicación, al menos en unos pliegos legibles para sus amigos.
—Porque el libro tardó veinte años en publicarse. Los poemas de aquella etapa han resistido el curso del tiempo y comparten hoy un lugar con lo nuevo.
Flaquean los análisis, pero la fragmentación no impide globalizar su poesía. No deseo verme en tesituras mayores si se tratase de hacerle escrupulosamente un hueco, creo que Dulce Díaz Marrero lo hubiese detestado.
Por ello los que siguen arriesgando por su poesía, es posible que apuesten por una digresión muy oportuna en cuanto a la somnolencia de una ciudadanía y a otras formas de hipocresía que siguen tan vivitas y coleando como sus poemas en la antípoda del eje vertical de la cultura y que valiéndose de un sentido muy enraizado, adopta para explicar los estereotipos, una cohorte de imágenes de la subcultura popular de importación. Y tiene calidad precisamente por hacernos el mundo más patético de lo que parece, con un sórdido humor, notas y mensajes de teléfono dejados sobre un contestador o una cómoda encimera; así sus poemas escritos anteayer noche; almacenados en la cocina de la roulotte antes de que la próxima aventura la conduzca por la gran autopista hacia el desierto de Sonora a una laxante vida rodeada de exótica y guerrera fauna. La supervivencia del día a día frente al asco social, el malestar de la cultura. Fuera del ajetreo de Las Vegas y hartos del circuito de Los Ángeles, nos vemos las caras en el viejo autobús interurbano para custodiar la ropa usada comprada en un rastro cercano, mientras unos amantes se entrelazan anónimos y charlan de secretos y alcabalas.
—Murió Don José Hierro, otros también nos han dejado, y dicen que ya no son dioses los poetas, ni que buscan la esencia, que esa es una patraña idealista.
La única esencia metafísica operante es una lágrima, y no podría decir que fuera de Pierrot, sino un impresionismo de sexo, drogas y rock and roll.
—Ese cinemascope lo entiende todo el mundo.
Ahora la tumba y los altares fisgoneo en el texto. Hay unos pocos poemas como frases de apenas un verso o dos y que encajan con el nuevo poema que escribió durante un concierto hacia finales de los 70. Hubo otros conciertos seguidos por Dulce Díaz Marrero, así hasta un postrer recital de Grupo Salvaje en Guía de Isora; la noche acoge a todos en un lugar mistérico donde escucharse en ragas y otras improvisaciones, a la luz de las fogatas. Los enrales constituían algo muy similar a las descargas cubanas. De modo que aquella necesidad vanguardista iba tomando forma hasta tropezar con el rechazo endocultural de venideras generaciones de individuos diferentes, que naturalmente han sido neutralizados convenientemente por el poder. Esos profetas, niños de dios que alojados en casas de colegas, luego los delataron a la poli por asuntos políticos clandestinos, habían localizado las reuniones prohibidas y controlado a través de sabuesos de paisano, las reuniones en el bar La Alegría, en Los Paragüitas del Príncipe y en un bodegón del viejo Bufadero. En un Jaguar Typha recorrían ahora aquellos tránsitos, confiados en que la categoría del carro confundiera a la madame, como Al Capone.
—Verrones no había sólo uno cuando quedó ondeando la bandera republicana en la autopista, sino que colocarla ahora es algo tan testimonial como inquietante. Como una chapa y un piercing de CNT.
—Qué había sido Santa Cruz de Tenerife sino un faro libertario tornado en una atmósfera cívico-militar aberrante.
Existía el calificativo «peligroso social» y un pasado de estraperlo y liberalismo británico, saqueado por el nacional catolicismo.
—Eso me han dicho de una ciudad llamada Lápida.
Y porque muchos días hacían de uno siluetas de pubes y sótanos, donde el aliento de playas y nomadismo urbano te llevan del labio de canciones y blues interminables. «Oliendo su voz de rockman», dobla su cuello y sonríe escuchando la música. La ciudad se desconoce y se pierde en paisajes rollingstonianos, «Love in vain», un tranvía que se proyecta en la lejanía, un túnel diciendo adiós con sus ojos intermitentes. Desencanto de aquel poema: «hemos perdido las ganas de amar / saber poseerlo todo sin tener nada / por eso te lo puedo decir hoy/ no me recuerdes mañana».
En efecto, estamos muy cerca de una imagen, la imagen de la generación beat, y su desarrollo presente en la música popular americana, en el cine europeo y en el talento insular de creaciones en auge como la poesía canaria que llegaba exultante a encarnarse en la joven población, que fue arrojada al malditismo fruto de su rebeldía y su desobediencia dispuesta a no perder el coraje cívico. Burlar la ley hacia un mundo ácrata, armónico, pacifista y marginal, era tan seductor como luchar contra la usura, la ley seca, implantada por este conservadurismo que rehúsa el ananga ranga de la diversidad.
La historia entonces es entrevista como un árbol; de las ramas y los hijos penden hojas que nos cubrirán como túnicas. Libro inductor de sueños a la deriva nunca, con un enfoque directo y distinto.
La «marcha» fue la filosofía popular de una época que no quería abocarse al desencanto, pero la subcultura usada como argamasa tenía sus límites. Y el colonialismo y la dependencia se admitían como muy visibles, lo que generaría un sentido nuevo, pero asimismo continuador del tiempo meramente «romántico» del rock and roll augural e ingenuo.
La posmodernidad que encauzó todos estos fragmentos comportamentales en un nihilismo finisecular, desembocará en una cultura cibernética que también está siendo estudiada por la antropología de la internáutica. Su texto «Sin título», quién sabe si no será una alegoría de cómo el ciudadano que ella atisba está siendo devorado por los virus de una pasión enajenante. Cultura de nichos e individualismo de privacidad y música y comida precocinada al gusto del bricolaje cultural.
Esa noche premiaba con aguacates y cangrejos rusos. La infusión nunca faltaba. El olor del té y el sonido de una guitarra de doce cuerdas mientras los empleados duermen a pierna suelta. En un universo estudiantil, de gente concientizada y anhelante de cambios políticos. Los Niños de Dios merodean por las comunas, también alertaban a poderes policiales suministrando grandes dosis de información. La vida clandestina no se agotaba en el bar La Alegría, donde se charla de política y se puede estar media tarde con un duro, frente a un vaso incoloro. Con un pie en el rock y otro en la política. Toda aquella santa noche probando unos acordes en casas de muchachas que viven solas, en plena efervescencia de la liberación sexual, cuando las formas se salen del objeto y se vuelven a sumergir en la noche urbana y su luz artificial. Quedan tascas de poca luz y también el Quo Vadis que tenía un barrilito de cerveza roja sobre la barra.
El olor a moqueta impregna aquellos interiores con grupos de gentes que dejaban guirnaldas de su música en oídos expectantes.
Fue más o menos la época en que estalló un artefacto en el Restaurante Don Juan, y la ciudad quedó conmocionada. Paseamos largamente por el espigón solitario y por la Avenida Marítima, hasta más arriba donde la guarida salvaje cercada a menudo por la bombona de la policía, y algunos coches celulares de agentes de paisano. Había un retrete colonial de sólidos, la boca del pozo negro por donde desaparecían juegos de comedor enteros y se veían desaparecer y quedar sólo a la vista las perillas de respaldares de las sillas de cocina.
No siempre fueron mejores otros tiempos, de cañizos en lugar de cruceros de ojivas, poesía de entreactos de vida militar a la que eran llamados uno tras otros los jóvenes mientras la opresión continua desde los escaños de parlamentos nacionales que hablan con claridad extrema, y el tránsito democrático se apunta como proyección de un tiempo de vida al cobijo de las sombras y opiniones sólo vertidas en graffitis y octavillas.
Era la gran era al despuntar como gran desencanto, con domingueros adquiriendo los diarios de izquierda legalizados y una nueva vida ya conocida, con toda una suerte de excepciones a la regla libertaria soñada.
Sonaba el silbato de la nueva producción y el viejo consumo, los restos de la travesía quedaron esparcidos, como tablas emergentes en el mar, que no permitían un reposo prolongado de náufrago. De un lado a otro, soñando nuevos versos, sobre la tumba de una dictadura; gritando más amor y menos colonialismo. Y otras composturas quedaron como máscaras que regresan de un carnaval concluido. Y en esas estaba cuando la muerte sin que fuera llamada apareció y se llevó a muchos, quienes aún repasan estos días como si jamás hubieran transcurrido. Y quedó Dulce, en su alcoba, escribiendo los últimos poemas, analizando la derrota y sus expectativas, cuando al siguiente día, su canción había volado y prefigurado el porvenir. No quedaban lejos aquellas rutas entre la ciudad y las salas donde Dulce hacía acto de presencia y escuchaba. Música pasión no tan secreta en toda su vida. Desde las barandillas de un club escribe canciones para un mundo nuevo, y se pregunta quién inventó la guerra.
Debajo de sus gruesas lentes de cuello de botella, sus ojos bellos como mirada hechizo, se extasían en un río sumergido de emociones que rara vez deja traslucir. Mucho más tarde se mostraba alegre y con determinación. Pero tampoco encontró familias de amigos para sus sueños. Cemento de la emancipación, dictadura y rock, se resquebrajan. Y murieron muchos Hendrixes, Joplines, y otros de su propia generación, quienes sepultados, fueron faraones callejeros en sus mastabas de idolatría.
Qué decir ahora con el llamado cambio de Era, qué decir del pasado multinacional y la globalización. Qué queda de aquellas ideas de burlar la ley hacia un universo ácrata, armónico y pacifista, un mundo de lucha contra la usura. Mundo de ley seca, como un parque de posturas, que rehuyen el amor salvaje, que hace saltar hacia el otro lado, para estar más cerca de los desnudos, los desquiciados, las caras desconocidas que se suceden. Pero si analizamos este nuevo país observaremos que a pesar de la reiteración de la idea de la muerte, es un canto a la vida.
Hace ya algo más de veinte años que sentimos el peso de la muerte, de gente muy valiosa de nuestra hornada, la llamada generación del silencio, aquella que despuntaría a finales de los setenta y con una nueva canción en los labios. Hoy aparece tan atónita como lejana, esa música que fue un vendaval y que todo el mundo canta aún sin saberlo.
En mitad de aquella convulsa etapa, la pintura, la música, la edición, pero sobre todo la poesía, fue el vehículo de la práctica totalidad de aquellas reivindicaciones. Luego y de inmediato sería el llevar a cabo una real fijación de aquellos sueños para plasmarlos en la realidad con conciertos, exposiciones, editoriales, trabajos filosóficos, rescate de autores, páginas periodísticas, etc.
Son muchísimos los nombres, pero de todos ellos es el que nos ocupa el de Dulce Díaz Marrero, cuya obra y funcionalidad dentro de nuestra cultura nos interrogan. Qué préstamos culturales y poéticos asumió y por qué. Qué significa su nombre dentro de una antología como ésta. Dejemos de lado el empeño pasado de convertir en ídolos geniales a nuestros poetas jóvenes muertos, que son muestras vivas de un recurrente maleficio que llevó a la tumba a otros como Antonio Reyes, Domingo López Torres, Julio Antonio de la Rosa, Heráclito Tabares, Fernanda Siliuto Briganty o José Antonio Rojas, Félix Francisco Casanova o Diego Estévanez. Todos cercanos a la veintena de años.
A ello se refiere Eliseo Izquierdo:
«He dicho más de una vez, y lo repito ahora de nuevo que esta es una isla maldita, una isla que devora a sus hombres mejores, a sus espíritus más limpios, en la nómina escalofriante de poetas que la muerte se ha llevado en plena juventud y en plena esperanza (…) Yo, que sólo la conocí la tarde en que entró en el periódico con su sonrisa entre azorada y alegre y desenfadada a recoger su premio de poesía, siento ahora la misma rabia que sentía el día en que me dijeron que su voz y sus ojos se habían apagado para siempre. Tanta rabia, que entonces no pude escribir».
Ellos simbolizan el exponente más claro de una nueva apertura estética y emocional, que retoma el intimismo, las temáticas que en la etapa social aparecían amortiguadas por aquella necesidad de inflamar la poesía y moverla por la calle hacia un estado social y político nuevos.
Lecturas y discos negros circulando a toda velocidad, junto al cosmopolitismo de siempre y la ampliación de recursos que producían las nuevas ediciones de la Beat Generation, Yeats, Blake, ecos del Mayo Francés, música progresiva, jazz coltraniano y té verde. Se crearon lugares nuevos de encuentro, casas de alquiler convertidas en comunas, lugares de ensayo, montajes plástico-poéticos y conciertos de rock y blues que fueron como el rosario de nuestra aurora. Así, tanto Félix Francisco como Dulce Díaz se marcharon en tiempos que ahora parecen cercanos (1975-1978) pero según se mire, hay eternidades que duran poco e instantes que son eternos. Y en ese intervalo de pocos años se desencadenarían precisamente acontecimientos paralelos que como consecuencia traen otros atroces hechos a las islas. La muerte a manos de la Policía Nacional y de la Guardia Civil de otros tres jóvenes, en el uso de la violencia policial que con armas de fuego segaron la vida de Antonio González Ramos, Bartolomé Díaz Lorenzo y Javier Quesada.
Félix Casanova de Ayala, habitual contertuliano de su hijo y otros amigos poetas, describiría con indignación y estupor la trágica coyuntura del cambio de década. La nueva cultura fue reprimida con fuerzas redobladas, se sucedieron las redadas y detenciones aun rebasada ampliamente la dictadura. Se persiguieron y desmembraron grupos, y bandas, criminalizando a muchos por mor de la contundente respuesta popular ante aquellos crímenes.
Ya consolidada aquella traumática transición, desaparece Dulce en medio de un ingrávido desencanto que mantuvo a los seres incómodos en un compás de espera. Y hay ahí una intencionalidad poética que lleva de las cosas pequeñas hasta el instante metafísico pascaliano. Un deseo de ensimismar la mirada. Cambiar de enfoque, redefinirse en baladas, y en finales de estrofas. Despedir una música con la sobredosis de los ídolos para decir adiós al hippismo, y hasta luego a la vida alternativa; continuar otras batallas que deben continuarse.
Pacifismo, ecología, feminismo, multiculturalidad, a veces uno se pregunta si no estaremos hoy en el mismo punto de partida. Pues entre otras razones aquella filosofía, es hasta cierto punto, el presente. Aquellos pedazos de cultura popular que fueron tan beneficiosos pero que el imperio ha transformado en «pins», en una tipificación en mil eslóganes.
Descalzarse, oír un poco de buena música, relajarse y tumbarse en el diván improvisado, aquel colchón númida a ras de suelo, del que a un viejo le cuesta horrores levantarse, mientras el té se cuece lento en su marmita, y las notas se mezclan con ideas, emociones y hasta teorías, se impone nuevamente entre las gentes más jóvenes, hartas y ahítas de tecnología y en la necesidad de recobrar la palabra.
Irrompible individualismo aquel, silencioso, que se ramifica, crece y escucha poniendo el oído sobre la tierra. La mayoría tiene una araucaria ya crecida en su mansión. Y ha renunciado a ser un lobo estepario. Pero todos tienen la agenda apretada sin tiempo para el blues. Y uno se sigue preguntando cómo la poesía convocaba a voces magníficas que hablaban por cada boca, de la locura, del miedo, de las visiones de la distinguida intelección de todos.
Será que siguieron tiempos donde el engaño, la traición, la desmembración de aquellas bandas, aquellas pandillas juveniles, se deshacían como azucarillos en el agua inabarcable de la alienación. Confidentes apostados en cada lugar de tránsito, provocadores subvencionados por las fuerzas fácticas, pistoleros desbandados en noches represivas que corren tras los manifestantes, buscando cabezas de turco que ofrecer a la superioridad. Académicos solapados que se esconden tras sus recién conquistados títulos y que abandonados a un quehacer esteticista transitan la antología hasta morir en aquellos alegatos del subsuelo, aquellas memorias de espanto y vida de ultratumba. Todo un vivir lejos del ser en sí, que representa la poesía, que va macerándonos en páginas, cuyos adjetivos revelan este mentado estado de ansiedad y compulsividad: escalones maltrechos, vasos inoculados, abismo del sueño, cortinas hambrientas que gritan cueros de sangre, continentes hundidos, luz artificial, anteojos que estallan contra el suelo, espuma de las heridas, rostro de la muerte, queso podrido, patadas, barrigas abiertas, locos epilépticos, rejas de telaraña, luces muertas, balcones solitarios y ciudades derribadas.
Un deseo, en definitiva de aniquilar todo ese viejo mundo y su pesada carga como magistralmente señala Isaac de Vega al comentar la obra Fin de la Ley: «Dulce Díaz Marrero se abre, intenta llegar hasta un nuevo país, pasar la frontera de este que ya no tiene interés y cuya importancia también se ha desvanecido. Un desagrado profundo por lo que es nuestra vida de entonces y por la gente que por ella transita (...) y ellos y su cultura son despreciables, son para destruir o, por lo menos olvidar y dejar en las cunetas. Dejar que sus cuerpos, con las caras hacia el cielo, un cielo que para ellos ya es nada, se descompongan y se formen gases que los aires arrastrarán y han de depositar en regiones donde no va nadie, donde ellos mismos han de ser la nada de la que con tan poca gracia, tan poca tensión y color cambiante y fuerte salieron. (...) La vida no tiene límites en ese espacio o en el dado tiempo. Es necesario destruir los muros y las líneas que nos llegan desde atrás aunque no sepamos, como se indicó, qué va a ser lo nuevo, lo que es necesario que aparezca para llenar los huecos dejados por los moribundos, o ya muertos, paisajes y sus canciones».
Construye así como una especie de «armazón de plumas» para volar a la busca del «parpadeo justo», la complicidad y la ternura, pero sólo alcanzará el veneno común que nos sigue empujando a una exasperante incredulidad. Es como la historia de aquel Milarepa que hace y deshace una misma casa hasta la eternidad. Huir y regresar de una tragedia que a veces se despacha con unas frases a medida. Nuestro vehículo a toda velocidad es apartado a la cuneta. En la pista nuestra de cada día, cualquier piloto «va a tener una mala pesadilla cuando despierte».
La isla y el surrealismo insular no podían estar ausentes en esa imposibilidad de llegar a «otra isla pasajera y flotante», «entre gestos de una isla», viviendo en «un cielo artificial preñado de estrellas hoteleras» o en «Islas vagando sin razón de vagar»...
Prohibiciones, música protesta, clandestinidad, Bertold Bretch, catarsis y poesía: Recitando en un instante cualquier la voz disidente de un autor, Millares, Max Aub, o cualquier otro de resonancias existenciales, políticas o vitales. Por ello aquel nihilismo emergente, para los apostados en la impostura, en la antiestética, entre la subcultura y el frágil proyecto creado al calor de este vaho, fue dinamita, y el propio mundo marginal se cobró sus víctimas que sumadas ascienden al vértigo.
Cierto que no aparecía aún el concepto «globalización», lo otro era la «totalización» de las artes, y quizá no fuera la «interculturalidad», que sin duda lo era, sino que esta verbalización no estaba en sus ajustes actuales.
Silencio abofeteado una y otra vez, silencio de paranoia, de gentes que huyen, pero gentes francas de mirada erguida, que descuellan por audacia, convencimiento, vanguardia, silencio medido en términos de necesidad de salir de una pocilga de ideas y actitudes. ¿Quién te pedirá un milagro?
Es la innata lengua de la juventud, del imago mundi de pintores y pioneros. La cara rebelde del ángel que crece en el envés de la ternura.
Hoy y siempre doctores tiene la Iglesia, de luengas barbas, de perfiles incoloros, que cambiantes como veletas hacen muchos discursos; unos a los que nunca hirió el amor, otros sectarios en sus cubiles de regodeo. Fantasmas de aquellos a los que nunca la voz alcanzó, la cuerda eléctrica, la carne de gallina, el aullador chillido expresionista. La voz prelógica y anciana, desnuda de cuchillos que hay en la distancia y se imagina como una horda de prestigios, una ola de pasiones sobre luces fascinantes del escenario de la chácara y la percusiva, monda de escarnio. La danza, la intifada, la danza y el humo sonda que se despedaza entre las palmas.
Tenía una chaqueta hecha de pieles de rata de ciudad, que acababa en mangas como hocicos de marta, y que se desabrochaba en las cabezas de caracoles ciegos. La voz era un jameo de citas claudicantes. Un fino vello en sus mejillas que se continúa trémulo en los brazos. Las luces pedalean en el gran circuito, estrechándote contra el asfalto más allá de las alineadas chabolas, cuando la música en sus latidos y entre aromas, la artemisa golpea en las paredes del blues.
Aplastada, asfixiada, subsumida en fiebre del sábado noche, quedaba la luz azul, poderosa, brillante; al parecer sobre las cabezas de los locos, de los muertos y de los supervivientes, como un aura.
Hoy como ayer, tampoco vale decir: no lo sabía, estoy al margen, te digo que no cabe. Como canta el poeta de los andenes verdes. Un verso oráculo de un Giordano Bruno.
©Roberto Cabrera
Del libro REFLEJOS El vigía editora
Prólogo a la edición de País Nuevo
Ed. Baile del Sol
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