sábado, 26 de marzo de 2011

ROBERTO CABRERA PRESENTA SU LIBRO

ORGANOLOGÍA DEL BARRIO

Creo que no sería una fecha muy lejana al año 64, cuando con apenas 10 años mi padre decidió que en aquel verano podía recibir clases de timple con el guitarrista Ignacio Rodríguez. La historia comenzó porque mi hermana Julia recibía las preparatorias de música, al término de su carrera de magisterio, en cuya oposición, por cierto, obtuvo el numero uno entre muchos centenares de aspirantes.

No era mi intención relatarles que por la cerradura de la puerta que daba a la sala de mi casa, donde el maestro Ignacio le impartía sus clases de guitarra, oteaba yo las primeras posiciones del timple de 4 cuerdas que recientemente había adquirido mi familia para completar con la guitarra la formación de mi flamante hermana maestra nacional.

Desde que tomé el instrumento entre mis manos, me convertí en el músico folk de la plaza de mi barrio y con unos pocos acordes y un sombrero de paja de la trastienda del comercio de mis padres, sacaba los temas más o menos populares bajo la sombra de los laureles de la plaza que nos protegían de un sol abrasador.

Con los años supe que el maestro Ignacio Rodríguez había sido uno de los mejores guitarristas de la escuela de Tárrega, que había debutado en el Palau de Barcelona y que grabó incluso para la Voz de su Amo, en sus largas giras por América.

Pero por qué el timple se tocaba en la isla con 4 cuerdas y en otras con 5, por qué no lo punteaba sino un tal Rojita y el resto se esforzaba sólo en su rasgueo, o por qué al maestro Ignacio se le condenó al ostracismo habiendo sido impulsor incluso de uno de los ulteriores directores del conservatorio insular como Manuel Gutiérrez. Nadie había escuchado ni a Los Sabadeños, ni a Los Gofiones, y si acaso se hablaba algo era de Los Huaracheros, a quienes el maestro Lalo había construido un timple barítono, en los tiempos en que usaban la guitarra hawaiana.

Era casi todo digamos que “pura oralidad” y uno, muy pequeño para responder a tales enigmas. Creo que el folclore canario no estaba institucionalizado, y lo que había, eran parrandas más o menos espontáneas como las que se formaban en los bodegones del barrio, en Los Manises o en Las Bochas, o en casa “El Gallego”.

Aparte de un piano de juguete o la armónica de cambios que tocaba el Sori para enamorar a la prima Dulce, o la maleta del violinista que todas las noches acudía al hotel Mencey, los instrumentos que había tenido la suerte de escuchar en los frágiles límites del barrio, eran escasos si exceptuamos una melódica, o el banjo que tocaba uno de los hermanos Fierro, sentado en solitario cuando la gente dormía la siesta, en las escaleras de la plaza San Fernando bajo una inmensa buganvilla.

Quizás por esa precariedad instrumental, me era difícil entender, cuando de pequeño asistía a las romerías, el sonsonete de los tambores y los pitos herreños, mientras los niños bailaban asidos a unas cintas de colores, que descolgaban de un tótem sostenido estoicamente por algún adulto, y cuyos trajes típicos parecían muy simples,quizá pobres, al compararlos con los corpiños bordados y las faldriqueras de aquellos otros que sí portaban timples o guitarras. Por suerte mi primo Edmundo tenía una bandurria, pero un día fruto de un berrinche familiar, se encerró en una habitación y comenzó a cortarle las cuerdas una a una hasta dejarla completamente descordada.

Muy pronto, no obstante, comenzaron a proliferar las primeras guitarras eléctricas que los amigos de mi primo dejaban cerca de su cama en unos soportes y que yo podía de cuando en cuando probar. Todo ello contrastaba con el instrumental de la banda de música salesiana, que en las fiestas del barrio mostraba su esplendor. Una joya frente a la monotonía franquista de los paseos militares de la de Taco, de director discapacitado.

La pasión organológica se iba desarrollando cuando en el colegio actuaba “el niño del arpa”, o podíamos a escondidas en el camerino de su teatro, acceder al armonium y accionar sus pedales mientras combinábamos los diferentes efectos sonoros, con una amalgama de tiradores que en nácar mostraban los caracteres latinos de sus distintas emisiones.

Luego hicieron aparición las guitarras country y de doce cuerdas, los cantantes tipo Pete Seeger, que hacía recordar con su guantanamera, los sones y guarachas dejados tiempo atrás en Cuba por nuestros abuelos o padres, que aun con unas viejas claves habían cantado el punto cubano y las controversias a las puertas del patio de mi casa del viejo Santa Cruz.

Entonces, con el banjo, la guitarra o el timple salíamos al carnaval para armarla en cualquier kiosko, en cualquier esquina, porque los vatios de la fiesta aun dejaban oír el jambalaya y el armonium se iba tornando en sonido de órgano Hamond, como el de Otto Artzman en su portuense Blue Note. Las guitarras eléctricas se hicieron más procaces y los distorsionadores transformaron las dulces melodías a voces, en aullidos prelógicos de protesta y trance libertario.

Hasta el propio Dylan dejo la armónica y empuñó la eléctrica, y el nuevo mensaje era una larga improvisación que hiciera salir el ello de su dinástica censura. No habías rebasado la mitad de los setenta cuando Manuel Abreu me trajo del Pérsico un precioso tambor turco. Lo mismo que otros amigos del Foz Buckráa traían los bongos saharianos para ampliar registros y acoger préstamos culturales que enriquecieran nuestro lenguaje.

La flauta travesera dejaría su lugar al saxo o la trompeta, pero en medio siempre estuvo esa máquina de ritmo que fue y es la batería, con su trepidante y altanero marcaje rodeándose de la conga y el bongó, hasta que del África del norte o del sur llegaron el djembé, el sabbar o la darbuka y se amplió ese espectro sonoro de una manera inigualable. Fue un tiempo donde en todos los rincones se atinó a hermanar cada uno de aquellos instrumentos con su homólogo: las chácaras con las carracas morunas, el ud con el clásico laúd; el pito herreño con el ney, conformándose una sinfonía de timbres y colores que ha enriquecido la vida musical de los pueblos, en la multiculturalidad sónica. Fue entonces y como consecuencia, que rompiendo la timidez y el diletantismo, me propuse ensamblar y colocar en su sitio todas esas experiencias, partiendo de la base de que el analfabetismo funcional en cuanto a la práctica musical canaria se refiere, era un falla gravísima en nuestro propio sistema, con lo que tras experiencias como las de la composición de “Música para Namu” para ballet solicité a Educación elaborar un informe sintético sobre etnomusicología, lo que me fue concedido entre más de una treintena de solicitudes, y que afortunadamente hoy gracias a la editorial Aguere/Idea, puedo presentar ante ustedes.

Roberto Cabrera

2 comentarios:

  1. Roberto toca el sirinoque
    y Berto la bandurria,
    Buen libro en su liturgia
    este de música del bosque

    donde el son se hizo mujer
    y la mujer se hizo hombre.
    Gáto Gótico, Gótico gato
    donde quiera que se nombre.

    Barrio Duggi, esperanto
    que acumula todos los idiomas,
    patria de Kóliac y de Elena,
    escorpión ponedor de comas.

    Son los colores las basas
    que advierten cada sonido,
    en todo hombre su raza
    es música y más ruido.

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