POÉTICA DE SUPERVIVENCIA
POR
ROBERTO CABRERA
Distopía y ecocidio
se abren camino en el lenguaje de lo obvio, porque las palabras se han
engastado en joyas sin lustre. ¡El deuterio para la vida y no para las bombas!,
gritamos.
Hacia el mar del
vivir, y a duras penas, cuando la palabra futuro no tenía esa importancia, ni
acaso la banalidad, porque la fuerza de la supervivencia todo lo puede. En cada
estación hay una oportunidad para estar con el tiempo.
Un existencialismo se empoderó de aquellas briznas de hierba, se hizo fardo de errores o tristeza, y por eso las mañanas, ahora pasan raudas y en la voz de la poeta se acompasan con rostros de la ausencia.
Entonces el yo se lanza a devorar auroras y bosques, más acá de aquel tiempo perdido. Y es que no somos dioses, ni tenemos tan sanas las costillas como casas antiguas. Prefieres ser del mito, eterno Peter Pan, de vuelta a muchas cosas, al tono vernacular, al sorbo de aquel vino, al murmullo tesoro del mercado, porque esa infancia dejó su marca y la otra adolescencia su huella iconoclasta. No hay madurez que valga en este Ecosistema del infinito
El polen sobrevive
creando anticuerpos, hace pandémico el orgullo de lo límpido. En cada página se
dice todo lo que se lleva el humo, y se llega a llorar por el paisaje de lo
sentido, como un flash de anacronía. Quizá porque hay quien no cree que el arte
deba estar al servicio de cualquier activismo. O la definición de artista para
Heidegger indique a aquel que tiene que crear problemas, y no a quien te dé las
respuestas.
No cabe duda que el
encanto como el amor, son alas de nuestros vuelos. Lo mejor de nosotros, podría
decirse. Un estado muchas veces frugal y decisivo, donde reconocemos al ser que
nos habita. Lo opuesto es la guerra, esa dialéctica que se juzga necesaria.
Reír de tristeza o llorar de alegría son versos intempestivos que sacuden sus
cuerpos.
En la vida, el
poeta espía poder huir y camuflarse. Los contrarios se han quedado afuera, sin
zapatos. Necesitan correr y no ser vistos. Pero frente a la contaminación, que
no es palabra poética, ni fue de la polis un reclamo jugoso, está la ácida
lluvia que sí es poïesis, amarga sin serlo. Es un halo que envuelve un paisaje
y te pregunta: ¿Qué haces ahí? Si no somos tu y yo naturaleza respirable de
antónimos atónitos, ecuación nuclear que llueve sobre el mojado suelo de las
hojas.
Los poemas bajo
este título se abren con palabras de Luis Feria, aquel poeta que afirmara: no
soy de patria alguna ni a nadie pertenezco. Singular verso universal de
auténtico individualismo. Aquí lo transparente tiene cuerpo velado, por un
alado veneno que moja y empapa. No sabría decir si la ciencia lo concibe con
tanta claridad como los versos que escapan de poetas viajeras en escobas de
valientes certezas, ante la supuesta ingravidez de esos metales que caen por su
peso de las nubes, y donde los aviones trenzan acrobacias en cielos de otra
realidad.
Explosiones que
crecen a otro lado del mundo. Las heridas son miles de huellas, el dolor
combate a un Narciso de rodillas, del fango angular de una estrategia que hace
tambalear la poesía y la vida misma. Reconocerse entre los muertos y la gloria,
fanático algoritmo inextricable. Venimos a ser buenos a pesar de los golpes y
las dunas que esculpen nuestros pies.
Lejos se escuchan
las sirenas de la piel que envejece bajo la persistencia contaminada. Vivir con
otro mundo bajo el ala, volando hacia vaguadas enceladas del respiro de
alondras y palomas. Y un verso de Arturo Maccanti nos deja abierta la boca, por
lo que dejaremos a otros en herencia: esos pájaros piando al borde de los
bosques. Es el punto de partida hacia los últimos poemas de La Lluvia Ácida
que, nos pondrán patas arriba, melancólicos, quién sabe si hasta resignados a
que la gran duda muchas palabras polinice. No es un capricho que la luz se
apague
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