LO QUE APRENDÍ DE
NIXON
JONATHAN
MARTÍNEZ
Richard Nixon hace el gesto de la
victoria durante un mitin en Nueva York, en la campaña para las presidenciales
de 1968. AFP
Qué decir de los años sesenta, espíritu de ruptura, rock & roll y psicodelia, hormigueos pacifistas, derechos civiles, Woodstock, amor libre, beatniks, Panteras Negras, chispas revolucionarias que fueron incendio en tantas latitudes. El cuerpo inerte de John F. Kennedy circulaba en limusina por la plaza Dealey de Dallas. Un disparo en el pecho de Malcolm X resonó por todo el Harlem de Nueva York. Mirad al supremacista blanco que compró un rifle Remington 760 y abatió a Martin Luther King desde un balcón del motel Lorraine de Memphis. Lo hemos visto en tantas películas que ahora cobra la textura de un sueño. Pero fue tan real como el sudor de las pesadillas.
En
ese fermento iba a crecer Richard Nixon, la esperanza republicana, que
trepó hasta el despacho oval de la Casa Blanca y heredó no solo el fardo
sangrante de Vietnam sino también el incómodo griterío de las protestas. Desde
su atril televisivo, el presidente interpuso la trampa argumental de la
"mayoría silenciosa": la guerra es legítima porque cuenta con la
conformidad de toda ese cuerpo social que prefiere no manifestarse. Quien no
está explícitamente contra mí, está tácitamente de mi lado. Después, con las
mismas ínfulas libertadoras, Nixon proclamó una ofensiva sin cuartel contra las
drogas. Los narcóticos eran de repente "el enemigo número uno de Estados
Unidos".
A
la luz de los años hemos aprendido que la guerra contra las drogas fracasó en
sus intenciones. Estados Unidos registra cada año más de cien mil muertes por
sobredosis y se enfrenta al desafío inédito del fentanilo. Sin embargo, el
éxito de Nixon puede medirse en términos punitivos. El país ha batido
plusmarcas mundiales de encarcelamientos y la población negra está
sobrerrepresentada en las prisiones. Por algún misterioso motivo, los
afroamericanos también son más propensos a morir con una bala policial entre
las cejas, a veces bajo el pretexto de la batalla contra las drogas. Así
mataron a Breonna Taylor, convertida ya en icono necrológico del Black Lives
Matter.
Muchos
años después de Vietnam y del Watergate, el ex consejero John
Ehrlichman pondría palabras a lo que ya era una evidencia clamorosa. Nixon,
dice su asesor, tenía dos grandes enemigos: la izquierda antibelicista y la
disidencia negra. La guerra contra las drogas mataba dos pájaros de un único
disparo. Bastaba que el imaginario colectivo asociara a los hippies con
la marihuana y a las comunidades negras con la heroína. Al dibujar una sombra
de sospecha sobre sus enemigos, Nixon legitimó la respuesta represiva: arrestó
a sus líderes, registró sus domicilios, disolvió sus reuniones y estigmatizó
sus ideas noche tras noche en todas las televisiones.
Los
paladines del libre mercado saben que una democracia plena puede ser un
obstáculo para la la sed de plusvalía. En tiempos de efervescencia social es
conveniente abortar las demandas de igualdad y fraternidad mediante un
repliegue autoritario. La distopía neoliberal necesita de un Estado
disciplinario que sofoque cualquier tentativa opositora. Es por eso que la
guerra contra las drogas tuvo un carácter puramente coercitivo. Casi al
unísono, los fundamentalistas del libre mercado cumplieron con Pinochet sus más
íntimos anhelos. La democracia es un estorbo. Los Estados liberales terminan
siendo, en la práctica, el brazo armado de los acumuladores de capital.
En
Europa, la debacle bursátil de 2008 desencadenó un archipiélago de
levantamientos sociales. Las masas depauperadas hablaban el lenguaje de las
plazas, la Troika respondía con el lenguaje de la austeridad y los gobiernos se
gastaban el dinero que no tenían en material antidisturbios. En esa tesitura,
los mercados financieros necesitaban una contrarreforma con nuevos actores
ideológicos, elementos conservadores que impulsaran un retorno a la
exaltación de la frontera, el control de los cuerpos y la defensa histérica de
la propiedad privada. El enemigo tiene forma de piquete sindical, de activista
por la vivienda, de mujer precaria, de vida racializada con trabajo sin
licencia.
Mientras
tanto, los viejos partidos de orden chapotean entre promesas de prosperidad y
exhibiciones securitarias. Lo decía Sami Naïr en una entrevista con La
Marea: "para proteger el Estado liberal siempre se pone en marcha el
Estado penal". Las peores hipótesis se confirman en Alemania, donde
policías y tribunales aplastan las voces contra el genocidio gazatí mientras la
ultraderecha de AfD se impone en Turingia y despunta en Sajonia entre
proclamas xenófobas y nostalgias del Tercer Reich. Al otro lado, la nueva
formación de Sahra Wagenknecht cuartea la izquierda asumiendo el debate
migratorio desde posiciones reaccionarias.
Los
poderes económicos, desde sus terminales de prensa, instituyen nuevos pánicos
morales y traen la migración al centro de la agenda política para sazonarla con
el pimentón de la delincuencia. El adversario a batir es un improbable magma de
comunistas, anarquistas, independentistas, sindicalistas, okupas, feministas,
militantes LGBTI, manteros y menores migrantes. Como en la guerra de Nixon
contra las drogas, las políticas raciales se han convertido en una coartada
para miniaturizar a las izquierdas, penalizar la protesta, abaratar la mano
de obra, derechizar la opinión pública e imponer medidas demófobas que en
cualquier otro contexto nos parecerían impopulares.
En
los años sesenta, John Edgar Hoover incluyó a Angela Davis entre
las diez personas más buscadas de Estados Unidos. Más tarde, cuando por fin fue
capturada, Nixon cubrió al FBI de felicitaciones. Del ex presidente ya solo
queda la memoria de sus corrupciones y una dimisión en la más bochornosa
deshonra. A Davis, al contrario, la escuchamos como escucharíamos a una amiga:
"la llamada ‘guerra contra las drogas’ ha sido una guerra contra las
comunidades pobres, negras y latinas". El racismo es el viejo señuelo de
la clase dominante para que las clases subalternas depongan sus aspiraciones y
compitan entre sí. Cambian de pescador pero los peces siguen picando.
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