LECCIONES DEL 14 DE ABRIL
Es posible y
necesario construir una alternativa republicana que permita a las mayorías
sociales convertirse en dueñas de su historia. Ello exige invención e
imaginación transformadora
GERARDO
PISARELLO
Celebración por la proclamación de la II
República en España. Madrid, 14 de abril de 1931. / Alfonso Sánchez Portela
(Recuerdos de Pandora)
Las dos grandes
experiencias republicanas hispanas, la de 1873 y la de 1931, llegaron de manera
inesperada. Tan es así, que una parte importante de la población y de la
dirigencia política que días antes apoyaba a la monarquía se convirtió
súbitamente a la causa republicana. Que fueran inesperadas, en todo caso, no
quiere decir que fueran casuales. Tenían detrás décadas de luchas sociales,
culturales y electorales, que allanaron el camino para su proclamación.
Contra una idea interesadamente extendida, no fueron Repúblicas sin republicanos. Todo lo contrario. Hubo repúblicas porque hubo miles de mujeres y hombres que trabajaron durante años para hacerlas posible. Y si no duraron en el tiempo, no fue porque fracasaran, sino porque fueron derrocadas por un bloque reaccionario que no escatimó en medio para mantener sus privilegios.
A casi un siglo de
la proclamación de la Segunda República, reparar las lecciones del pasado no
debería ser un estéril ejercicio de nostalgia. Debería servir para tomar nota y
para apuntalar, con razones y fuerza organizativa, los proyectos republicanos
democráticos del presente y del futuro.
La persistencia del bloque reaccionario.
Tanto la Primera
como la Segunda República tomaron por sorpresa a buena parte del bloque
reaccionario. Pero su desconcierto inicial duró poco. Fue un error, común entre
muchos republicanos, pensar que derrotarlos en las urnas o en el Parlamento
bastaba para que se desvanecieran como poder social y económico.
Muchos de los
militares que participaron en el derrocamiento de ambas repúblicas habían
participado en las guerras coloniales de la monarquía
De entrada, las dos
proclamaciones republicanas se produjeron en contextos internacionales
especialmente adversos. La de 1873 tuvo lugar en una Europa en la que reinaban
personajes reaccionarios como Bismarck o Thiers, que había fusilado a 30.000
comuneros por querer “tomar el cielo por asalto”. La de 1931 no lo tuvo más
fácil. Cuando se proclamó, Mussolini y sus camisas pardas vivían su momento de
auge y faltaban dos años para que Hitler fuera nombrado canciller imperial.
Desde un primer
momento, este contexto internacional fue utilizado por las fuerzas
reaccionarias derrotadas en las urnas el 12 de abril de 1931 para derrocar a la
República. Y los republicanos no siempre pudieron ni quisieron contrarrestarlo.
Un primer error del
Gobierno provisional fue permitir la huida de Alfonso XIII de Borbón, en lugar
de juzgarlo. Cuando las Cortes constituyentes lo declararon culpable de alta
traición, el 14 de julio, era demasiado tarde. Desde el exilio, el rey fugado
conspiró intensamente con Mussolini para derrocar a la joven República. Y con
el mismo fervor con el que secundó a Primo de Rivera, apoyó el levantamiento
franquista de 1936.
La impunidad del
rey permitió que el resto de fuerzas reaccionarias respiraran aliviadas. Muchos
de sus representantes más conspicuos abandonaron sus convicciones monárquicas y
ocuparon cargos importantes en la nueva República. Este fue el caso de
militares como José Sanjurjo, quien fue confirmado como director de la Guardia
Civil, para acabar impulsando un fallido golpe militar en agosto de 1932.
Esto no solo
ocurrió en el Ejército. Pasó también con el resto de fuerzas reaccionarias,
desde la Iglesia hasta los grandes terratenientes y rentistas. Una vez
proclamada la República, utilizaron todos los medios para oponerse a ella.
Desde su presencia en las fuerzas de seguridad hasta la prensa o los
tribunales.
La mitología
reaccionaria del 18 de julio sostiene que la Guerra Civil se desató como
respuesta al asesinato del dirigente de la ultraderecha de la época, José Calvo
Sotelo. No obstante, la conspiración para acabar con la República comenzó a
fraguarse meses antes, el 16 de febrero, cuando el Frente Popular se impuso en
las urnas.
Los militares que
se sublevaron no lo hicieron contra un régimen comunista. Lo hicieron contra
una democracia republicana que apenas amenazaba los privilegios de la clase
dominante
Las fuerzas
reaccionarias, en efecto, nunca aceptaron este triunfo democrático y legítimo.
Mucho menos la perspectiva de que la República pudiera profundizar las reformas
sociales y políticas iniciadas en el primer bienio republicano, entre 1931 y
1933. Nunca perdonaron a la República,
de hecho, que quisiera dignificar la vida del pueblo obrero y campesino o que
aprobara una Constitución cuyo artículo 6 establecía que se renunciaba a la
guerra como instrumento de política exterior. Este último no era un tema menor.
Muchos de los militares que participaron en el derrocamiento de la Primera y de
la Segunda República habían participado activamente en las guerras coloniales
de la monarquía española.
Arsenio Martínez
Campos, protagonista del pronunciamiento que supuso la restauración de la
monarquía borbónica en 1874, había participado en sendas guerras coloniales en
el norte de África y contra México. Y fue financiado por el “Partido Negrero”
que se beneficiaba de la esclavitud en Cuba y que recelaba de las inclinaciones
federales y anticoloniales de la Primera República.
Algo similar pasó
en la Segunda República. Muchos de los militares que conspiraron contra ella se
formaron en terribles campañas coloniales en Cuba, el norte de África o
Filipinas. Este fue el caso de Sanjurjo o del propio Franco. También de
Millán-Astray, responsable del miserable asesinato del patriota filipino José
Rizal. Las técnicas represivas ensayadas por estos militares en las colonias
fueron las mismas, de hecho, que luego aplicaron en su ofensiva contra la
República y sus partidarios.
La necesidad de reformas incisivas
Obviamente, la
única manera de conjurar esta contraofensiva reaccionaria hubiera sido el
impulso de reformas incisivas que segaran de raíz sus bases de apoyo. Pero la
República no lo consiguió, y a veces ni siquiera se lo propuso.
Muchas de las
transformaciones iniciadas en 1931, desde la reforma agraria a la reforma del
Ejército, fueron tímidas o resultaron revertidas tras el bienio de derechas,
entre 1934 y 1936. Cuando el Frente Popular ganó las elecciones, la reacción
había crecido en Europa y se había hecho con el poder mediante el uso descarado
de la violencia, como en la Alemania nazi o en Austria. De ahí que el Frente
Popular renunciara a cualquier veleidad bolchevique y consintiera llevar
adelante un proyecto reformista basado en la defensa de la Constitución de 1931
y en “un régimen de libertad democrática, impulsado por razones de interés
público y progreso social”.
El 14 de abril de
1931 mostró que lo que parece imposible es a veces algo que solo tarda más en
llegar
Nada de esto sirvió
para calmar a la derecha, que no toleró los limitados avances conseguidos en
materia educativa o social. Para azuzar a sus partidarios, podían hablar de
peligro revolucionario y de conspiración judeo-masónica. Pero la realidad era
muy diferente. Los militares que se sublevaron en 1936, y que comenzaron a
asesinar alcaldes, concejales, maestros de escuela, campesinos o sindicalistas,
no lo hicieron contra un régimen comunista o socialista. Lo hicieron contra una
democracia republicana que apenas amenazaba los privilegios de unas clases
dominantes reacias a cualquier tipo de progreso social o cultural.
La heroica
resistencia que el pueblo trabajador de toda la península planteó a ese
programa de aniquilación social y política mostró la importancia, pero también
los límites de muchas de esas reformas. Y abrió un debate legítimo sobre la
necesidad de que las transformaciones fueran más incisivas y contundentes de lo
que habían sido en los años anteriores.
Al final, las
divisiones internas del bando republicano, pero sobre todo la brutalidad de los
golpistas, apoyados ahora por los ejércitos nazi y fascista, pusieron fin a
aquel nuevo ensueño republicano. La República resistente no encontró apoyo ni
en la Francia de León Blum ni en Reino Unido. Tampoco se atrevió, como planteó
siendo ministro el anarquista Joan García Oliver, a aliarse con los
nacionalistas anticolonialistas marroquíes.
Lo que siguió a la
caída de la República fue un régimen genocida y clasista, cuyos crímenes
condicionan todavía hoy la posibilidad de avances democráticos profundos en
materia política, social o cultural.
Prepararse para lo inesperado
A pesar de todo
esto, el 14 de abril de 1931 mostró, como antes el 11 de febrero de 1873, que
lo que parece imposible es a veces algo que solo tarda más en llegar. Fueron
muy pocos, en efecto, los que en aquellas coyunturas pensaron que los regímenes
monárquicos oligárquicos podían derrumbarse y dar pie a un nuevo tiempo
republicano.
Y, sin embargo,
ocurrió. Como había anunciado el socialista Julián Besteiro: “Algunos
exploradores africanos cuentan haber visto, en las selvas, elefantes que
permanecen en pie después de muertos, sostenidos por el enorme peso de su mole:
la monarquía española es uno de esos elefantes”.
Las elecciones del
12 de abril corroboraron ese juicio de manera inapelable. Inmediatamente, la
gente del común tomó las calles y se produjeron las primeras proclamaciones
republicanas. El día 13 tuvieron lugar las de Éibar, en Guipúzcoa, Sahagún, en
León, y Jaca, en Huesca. El día 14, horas antes de que ocurriera en Madrid,
Lluís Companys proclamó en Barcelona “la República”, sin adjetivos. Francesc
Macià lo hizo de manera sucesiva y algo confusa. Primero, “el Estado catalán
que con toda cordialidad procuraremos integrar dentro de la Federación de
Repúblicas ibéricas”. Luego, “el Estado catalán bajo el régimen de una
República catalana que, libremente y con toda cordialidad, anhela y pide al
resto de pueblos de España su colaboración en la creación de una Confederación
de pueblos ibéricos”. Más tarde, “la República catalana como Estado integrante
de la Federación ibérica”.
Obviamente, nada de
eso ocurrió por casualidad o por alguna ineluctable ley de la historia. Pasó
porque hubo mujeres y hombres que se prepararon para lo inesperado. Que se
hicieron dignos de ello consagrando su vida a la defensa de los ideales
republicanos en ateneos, cooperativas, sindicatos, y otros espacios de
socialización. Muchas de esas mujeres y hombres pasaron penurias antes de ver
sus anhelos convertidos en realidad. Muchos otros no lo consiguieron. Y otros,
en fin, lucharon, ganaron, fueron derrotados, pero se volvieron a levantar y a
luchar, hasta acabar sus días.
Ni los “pactos
federales” desde abajo que condujeron a la Primera República, ni el Pacto de
San Sebastián que facilitó el advenimiento de la Segunda, son hoy escenarios
descartables. A pesar de los vientos reaccionarios, violentos, que soplan en el
mundo, en ningún sitio está escrito que “de todas las historias de la Historia”
la hispana deba ser “la más triste”, como escribió Gil de Biedma, “porque
termina mal”. Hoy, como ayer, es posible y necesario construir una alternativa
republicana que permita a las mayorías sociales convertirse en dueñas de su
historia. Ello exige invención e imaginación transformadora. Pero también
aprender de los errores del pasado y organizarnos de la manera más fraterna
posible para concretar los anhelos libertarios e igualitarios de quienes nos
precedieron.
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