PENSIONES DIGNIDAD:
EL NUDO GORDIANO
POR RAFAEL CID
Yo soy autónoma. No trabajo para nadie. Si eres empleado de una
universidad, de un banco, de un periódico o de un Gobierno, corres el riesgo de
que te despidan. Estás en una situación vulnerable. Te expones a ataques que
pueden tener consecuencias reales: perder tu trabajo
(Margaret Atwood)
Para garantizar las
pensiones futuras hay que hacerlas coincidir con la fecha de fallecimiento
(El Roto)
Sistémico fue
el calificativo salvífico con que nos golosinó la gran banca durante la crisis
financiera del 2008 para justificar su rescate con dinero público, precisamente
lo contrario que acaba de hacer Biden con el Silicón Valley Bank, al cargar
toda la responsabilidad sobre los accionistas y exigir la devolución de los
depósitos a los impositores. <<Demasiado grande para caer>>, se
argumentaba entonces dramatizando que sería peor el remedio que la enfermedad,
porque al derrumbarse el coloso en llamas caería sobre nuestras cabezas. Un
crac en forma de alud de parados y ver esfumarse los ahorros de millones de
clientes. De ahí que ante el descalabro se impusiera la lógica tragasables de
<<socializar las pérdidas y privatizar las ganancias>>. Pero ha
llegado la hora de devolver la visita.
Las pensiones
también son sistémicas, a la viceversa, de abajo-arriba. Si las siguen
cuestionando, sea por un gobierno conservador o por uno progresista, su
desplome podría llevarse por delante a toda la clase dirigente, sus agentes
sociales y terminales de influencia. No hay partido que aguante sin graves
consecuencias electorales a un ejército de enfurecidos ciudadanos dispuesto a
todo para defender in extremis su jubilación. Ese retiro para la vejez
atesorado gracias al esfuerzo de una vida de trabajo y a las obligatorias
deducciones salariales acumuladas durante el ciclo laboral. Por tanto, jugar a
la ruleta rusa de la insostenibilidad del Sistema Público de Pensiones (jubilación
el 68%; viudedad el 17,38% e incapacidad permanente el 10,49%), con la excusa
parda de la excesiva esperanza de vida de los mayores, es una temeridad. Porque
reducir su perdurabilidad al marco de un equilibrio entre ingresos y gastos
supone una estafa piramidal. Urge romper ese nudo gordiano: el riesgo está en
la falta de liquidez coyuntural y no en la solvencia del sistema. Hay vida más
allá del desajuste contable con el que pretenden amortajarnos.
La mala salud
de hierro de las pensiones (contributivas y no contributivas) se sustenta sobre
dos pilares fundacionales. Uno, que llega al 18,92 % de la población, casi diez
millones de ciudadanos (el término <<beneficiarios>> es una
imputación caritativa y fraudulenta del simple disfrute de un derecho; igualmente
es tendencioso decir que con el IPC suben las jubilaciones, porque lo que hace
es solo mantener el poder de renta). Y dos, que esa prestación social está
avalada por la constitución vigente, cuyo artículo 50 proclama: <<Los
poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente
actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera
edad>>. Lisa y llanamente eso, nada más. La norma suprema no fija en
cuánto se <<actualizarán>> ni cuál será el mecanismo aplicado para
sufragarlas. Un desarrollo posterior lo concretaría en el formato actuarial, de
reparto intergeneracional (las cotizaciones de los trabajadores en activo pagan
las pensiones de los antiguos trabajadores).
Y como quien
hace la ley hace la trampa (o los reglamentos, según Romanones) y tira porque
le toca, es en este corralito cognitivo donde quieren colarnos el relato de la
<<insostenibilidad del sistema>>. Un cuento postmoderno tipo
Aquiles y la tortuga pretende que el gasto en pensiones (la tortuga) alcanza y
supera a los ingresos procedentes de las cotizaciones (el 85% de las
aportaciones de empresas y asalariados por ese concepto), haciendo inviable el
sistema porque los mayores se empeñan en vivir por encima de sus posibilidades.
Llegados a este punto, la doctrina imperante se encarga de hacer el resto.
Desde principios de siglo, sesudos informes, trabajos académicos y campañas
mediáticas, casi siempre desde el sector bancario y las aseguradoras, completan
la profecía autocumplida: o la tercera edad se hace el harakiri o las pensiones
no las catarán sus nietos. Alarma que se compadece mal con el hecho de que
España siga estando por debajo de las economías de su entorno en cuanto a
recursos destinados al pago de las pensiones (el 12,7% del PIB, lejos del 15,9%
de Italia, el 14,7% de Francia o el 13,7% de Portugal), indiferente al
creciente aumento de la productividad.
Semejante
trágala, y el hecho de que aún abunden pensiones de carestía vital (el 56%
percibe menos de 1.000 euros mensuales) ha construido el actual imaginario de
susto o muerte. Un tobogán de contrarreformas para rebajar las jubilaciones
futuras cocinado como una sorda lucha entre clases populares instigada desde el
poder. La teórica solidaridad intergeneracional implícita en el espíritu del
modelo (trabajadores que pagan las pensiones contributivas) se percibe poco
menos que como un acto de apropiación indebida (jubilados privilegiados versus
asalariados precarios) con la complicidad de arco parlamentario y sindical
sedicentemente representativo. De espaldas a la realidad, pero colonizados por
el discurso dominante, los pensionistas presentes no suelen protestar contra
los recortes estructurales perpetrados contra los jóvenes de hoy, potenciales
pensionistas de mañana (lo hacen sobre todo para reclamar su legítimo statu
quo). Mientras, los directamente perjudicados se muestran a su vez incapaces de
crear una masa crítica defensiva al sentir lejano el momento del pase a la
reserva.
Eso es lo que
ha ocurrido en muchas de las anteriores grandes reformas perpetradas contra el
Sistema Público de Pensiones (SPP) en los últimos 38 años. La primera de 1985,
bajo la presidencia de Felipe González, que provocó la huelga general del 20 de
junio convocada por CCOO, aumentó el periodo de computó para la cuantía a
percibir de los 2 últimos años a 8 y elevó el umbral para tener derecho a
pensión de 8 a 10 años de cotización. La segunda de 1997, bajo el gobierno de
Aznar y consensuada con CCOO y UGT, subió el primer tramo de 8 a 15 años; el
segundo de 10 a 15 años; y fijó en 35 años la condición para recibir el 100% de
la prestación. La tercera reforma la hizo José Luis Rodríguez Zapatero en 2011,
también con consentimiento sindical, pasando la edad legal de jubilación de 65
a 67 años; de 15 a 25 el cómputo; y de 35 a 37 para el máximo de prestación.
Finalmente, en 2013 el PP de Mariano Rajoy aporto su bola negra al descalabro,
añadiendo un factor reductivo de sostenibilidad y rebajando la actualización de
las pensiones al 0,25%. Un desmoche a diestra y siniestra para compensar un
déficit del SPP cifrado oficialmente en cerca de 28.000 millones de euros, a
pagar por todos los contribuyentes, excepto vascos y navarros, que quedan
exentos por privilegios del cupo y sus fueros (aunque sus jubilados son quienes
disfrutan de las prestaciones más altas de todo el Estado, si bien es justo
reconocer que asimismo son quienes más se han curtido en la lucha de las
pensiones). Dicho lo cual, mucho ojo en llamar <<quiebra>> a ese
<<desfase>> entre ingresos y gastos. Aceptar este término del mundo
de los negocios es pensar con los intereses del adversario e implica una
inicial derrota nominativa. La <<quiebra>> como tal es imposible en
un SPP que viene garantizado por la vigente constitución (igual que los
salarios son inembargables por ley).
A su término
operativo, todos estos ajustes estructurales y recortes consolidarán para los
jubilados venideros una pérdida de al menos el 35% de sus haberes respecto a lo
establecido antes de dichas reformas, según los expertos. Impunemente o casi,
porque históricamente la regresividad ha sido inspirada desde la izquierda
(política y/o sindical), a la que la opinión publicada que guía a la opinión
pública suele otorgar presunción de inocencia. Papelón ejecutado a menudo con
el descarado apoyo de CCOO y UGT, proclamados agentes sociales, que solían
sancionar el atropello contra el SPP que avala la constitución. El caso más
sangrante fue protagonizado por el ex dirigente ugetista Valeriano Gómez, que
mutó de encabezar la huelga del 29 de septiembre de 2010 contra la reforma
laboral, la reducción salarial en el sector público y la congelación de las
pensiones de Zapatero a convertirse sólo dos semanas después en su ministro de
Trabajo, y así maridar el acuerdo para reformar a la baja las pensiones. Estas
sinvergüenzadas son más frecuentes gobernando la izquierda, quizá por gozar de
una tolerancia de entrada (uno de los nuestros) que se niega a la derecha.
Acaba de ocurrir con el ministro del ramo, José Luis Escrivá, que ha sancionado
una reforma de las pensiones bajo los mismos criterios a los que se oponía de
plano en su anterior etapa como presidente de la AIREF. Incluso llamando
<<antipatriotas>> a los discrepantes, incluida a la propia AIREF
actual de donde saltó al banco azul. A más más, dos antecesores suyos, José
Antonio de Griñán y Manuel Chaves, protagonizaron el caso de los ERE de
Andalucía, el mayor fraude de malversación de dinero público ocurrido en España
desde la transición. Dos hombres sin atributos cuyas firmas estaban al pie de
muchas de esas regresivas leyes en el terreno laboral y de las pensiones. A
diferencia de Francia, donde los sindicatos se echan a la calle para impedir
que Macron imponga contra la mayoría social la extensión de la jubilación de 62
a 64 años, mientras aquí entre bomberos no se pisan la manguera.
Con esos
referentes no debería extrañar el ejercicio de cinismo que supone abismar con
la supuesta inviabilidad de las jubilaciones del baby boom por un déficit de
cotizaciones cuando, aquí y ahora, España es el país de la Unión Europea (UE)
con mayor índice de paro (el doble de la media de los 27). La cuadratura del
círculo, sorber y soplar al mismo tiempo. El problema de las agonizantes
pensiones es en realidad y en primera instancia un problema de eficiencia en el
empleo. Si las políticas económicas de Moncloa hubieran homologado la tasa de
desempleo a los estándares europeos, las cotizaciones serían infinitamente
mayores y la suficiencia del sistema no se vería comprometida. Pero lejos de
rectificar se ahonda en medidas populistas kamikaze. Como la generalización por
la ministra Yolanda Díaz de los ERTE de fuerza mayor, eximiendo a las empresas
de una parte sustancial de las cotizaciones; los contratos fijos-discontinuos,
con parecidos efectos lesivos para la recaudación y el añadido de compensar los
tramos de inactividad del trabajador varado con la bolsa del desempleo; o la
histórica connivencia de CCOO y UGT con las prejubilaciones y las jubilaciones
anticipadas. Amén del tapón que supone para el acceso al mercado de trabajo
bonificar el desempeño laboral por encima de la edad legal de retiro en un país
que tiene el índice de paro juvenil más alto de toda la UE (superando a la tres
veces rescatada Grecia).
Obviar esas
circunstancias es un atraco al sentido común, aparte de una desfachatez. Quizá
por eso, la última reforma de PSOE-UP ha cambiado el guion, y por primera vez
se ha buscado incrementar los ingresos (aumentando escalonadamente las
cotizaciones y destopando del IRPF los salarios más altos). Meritorio
aggiornamento, a pesar de cebarse una vez más en los indefensos autónomos, que
incluye la elevación de la pensión mínima a 1.200 euros brutos mensuales a lo
largo de los próximos cuatro ejercicios. Aunque a la postre refuerza el modelo
tradicional al dar la espalda a su sustitución por otro mixto, actuarial y por
impuestos, que blinde definitivamente el sistema. Igual que ayer el
<<gobierno de la gente>> al final negó la prometida derogación de
la reforma laboral del PP, hoy vuelve a inhibirse respecto a modificar el
modelo de las pensiones. Cortar ese nudo gordiano significaría pasar de un
modelo donde lo recaudado vía ingresos (cotizaciones) configura la cuantía del
gasto (pensiones), imposible con un paro estructural de dos dígitos y el mayor
índice de economía sumergida de toda la Unión Europea, a otro diseño en el que
las pensiones sean las que determinen el nivel de los ingresos necesarios. Ese
cambio de paradigma sería realmente trasformador y progresista. Resulta una
discriminación lacerante que los recursos para dotar las jubilaciones de
millones de ciudadanos estén sometidos a un estricto plan de estabilidad
mientras otras partidas de cuestionable eficiencia, como los gastos para
Defensa o la Casa Real, se financian mediante impuestos públicos, y llegado el
caso emitiendo deuda soberana.
En este
contexto de subida de cotizaciones, tradicionalmente admitida desde las
instituciones económicas como indeseable (<<Reducir las cotizaciones
sociales se considerará un elemento dinamizador del empleo>>, podía
leerse en el punto 8 de las recomendaciones del Pacto de Toledo en 1995),
sorprende el visto bueno de Bruselas a la <<reforma Escrivá>>.
Especialmente cuando la Comisión Europea tiene previsto volver a imponer la
severidad presupuestaria a los países miembros a partir de 2024. Retornar al
rigor del déficit y la moderación de la deuda parece ir en sentido opuesto a lo
recientemente aprobado por el gobierno PSOE-UP y sus socios (CCOO y UGT, dos
entes con mucha representación y escasa afiliación, otro oxímoron). Tanta
permisibilidad de los antiguos compadres de la austeridad sorprende e invita a
sospechar que habrá recortes y ajustes de dinero público en otras remesas menos
expuestas al escrutinio social en época electoral. Prejuicio suscitado por lo
dicho por el secretario general Pepe Álvarez cuando, en vísperas de sellar el
acuerdo sobre las pensiones, dejó caer que se deberían retirar los subsidios y
ayudas (el de desempleo y/o el ingreso mínimo vital, citó expresamente el líder
de UGT) a todas aquellas personas que no acepten la oferta de trabajo de las
oficinas del SEPE. Curiosa propuesta para sanear las cuentas del sistema
público de pensiones: por un lado, el Estado se ahorraría la partida destinada
a la cobertura del desempleo y por otro se aligerarían las estadísticas del
paro al desaparecer de las listas aquellos que hubieran rechazado propuestas de
trabajo a bocajarro.
A lo que ni
UGT ni CCOO parecen hacer ascos es a los fondos privados de empresa, una de las
recomendaciones de la última reunión de la Comisión del Pacto de Toledo,
celebrada el 27 de octubre de 2020, proyectada en paralelo a la reforma pactada
con el gobierno de coalición de izquierda progresista. Son cerezas, do ut des
(doy para que me des). Al tiempo que CCOO y UGT convenían con el Ejecutivo la
pionera reforma de las pensiones del lado de los ingresos, la ministra de
Trabajo Yolanda Díaz autorizaba un desembolso de 17 millones de euros de dinero
público para los sindicatos, subvención finalista destinada en un 70% a las
centrales del duopolio hegemónico (la paz social en año de comicios cotiza al
alza). Basta ya de jugar al dilema del prisionero con las pensiones públicas,
como si todo se redujera a ver quién paga el pato. Si los jubilados de hoy o
los del futuro, sin plantear un cambio radical del paradigma oficial que nos ha
llevado a esta suicida ruleta rusa. Máxime cuando somos los líderes de la Unión
Europea en índices de paro (general, juvenil y femenino: el doble de la media);
tenemos la tasa más grande de economía sumergida; y estamos en cabeza de
siniestrabilidad laboral (lo que hace miserable y despiadada cualquier
extensión del límite legal de jubilación para el trabajador español). Salvo que
lo que se pretenda, como dice El Roto, sea que <<para garantizar el
futuro de las pensiones haya que hacerlas coincidir con la fecha del
fallecimiento>>.
Al margen del
aspecto económico, hay una centralidad ineludible en la dignidad de las
pensiones. Alcanzar la jubilación con las mejores facultades físicas, mentales
y emocionales puede representar un avance civilizatorio que ayude por
refracción a mejorar el entorno que habitamos. El retiro en la orgullosa vejez,
cuando por fin somos verdaderamente independientes, desactiva el miedo a que te
despidan (como afirma la autora de El cuento de la criada en la cita que
encabeza este texto). Y desde esa condición de recobrada fortaleza anímica se
puede enriquecer a la sociedad civil con determinación humanista (en la
antigüedad clásica los años experimentados suponían una categoría, nunca un hándicap).
Es el momento de la ética tanto tiempo postergado. De ahí la necesidad de
superar el actual avispero de las pensiones desde una nueva perspectiva que
ignore las leyes del mercado. Salvo que persista el infantil e infame
sometimiento de creer que se trata de una concesión graciosa del poder de
turno. El mapa no es el territorio.
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