LOS ASALTOS AL CAPITOLIO QUE VIENEN
Al
facismo se le vence con políticas públicas. Si no lo entendemos viviremos
episodios parecidos a los del 6 de enero
ANDER MORAZA
Decía Walter Benjamin que articular el pasado históricamente no significa (sólo) descubrir el modo en que fue, sino abastecerse de memoria cuando esta refulge en el momento adecuado.
El 6 de enero hemos asistido a un asalto al Capitolio por parte de partidarios de Donald Trump. Este asalto, que a muchos parece haber pillado por sorpresa, no es más que la culminación lógica (por improbable o irreal que pensáramos que fuera) de una política trabajada durante nada menos que cuatro años, pensada para hacer uso de la mentira y de la crispación para deslegitimar a la oposición política.
Desde hace unos
años observamos cómo la clase política se dedica a azuzar con palos los nidos
de avispas, ignorando, sin el más mínimo sentido común, toda señal de peligro,
para después mirarse con incredulidad las mordeduras, consecuencia de sus
actos, clamando respuesta por tan inesperado resultado.
En este caso, la
mordedura es la enésima señal de tensión política que azota el panorama
estadounidense tras el paso del huracán Trump y que esta vez ha visto a sus
víctimas en los edificios de las instituciones políticas. Conviene hacer un
análisis de cómo se ha llegado a un punto tan incierto en el futuro de Estados
Unidos.
El asalto al
Capitolio no es el problema per se, sino un síntoma de ese problema. Un
problema devenido de la estrategia de Trump, de generar dudas, la mayor parte
de las veces fundadas en mentiras, acerca de la legitimidad de la oposición
política y de las instituciones estadounidenses para fortalecer un personalismo
cesarista, y una lealtad ciudadana no bajo valores democráticos o
institucionales, sino bajo su persona.
Si bien esto es
evidente, es también necesario saber por qué un hombre incapaz de decir dos
verdades en un día, orgulloso de su machismo, racismo, clasismo, y de la más
absoluta ausencia de principios y ética,
mantiene aún a día de hoy la lealtad de tan alarmante cantidad de
ciudadanos, que siguen no ya siquiera al partido republicano, sino a él. La
respuesta a esto reside en un inicio inadvertido: porque en su campaña
electoral señaló correctamente la incapacidad del sistema político
estadounidense de solucionar los problemas endémicos del país.
Trump se presentó a
las elecciones como un outsider, alguien ajeno al sistema, que entraba en él
para cambiarlo. Para ello se valió no solo de una muy hábil campaña
publicitaria, sino de una aún mejor campaña anti-establishment. La clave de su
éxito ha sido aprovecharse de la más que penosa actuación de los partidos, los
políticos, y de las instituciones, que, durante el mandato de Obama, no
confrontaron ni en lo más mínimo la pobreza, el racismo institucional, el
machismo y el intrusismo estadounidense en el resto del mundo. De haberlo
hecho, hubieran tenido que señalar necesariamente al propio sistema de mercado
como la causa subyacente, y ofrecer las consecuentes políticas de reforma
sistémica. Nadie quiere ser llamado izquierdista en Estados Unidos, al fin y al
cabo.
Trump es la
respuesta reaccionaria a la crisis de legitimidad de una clase política que
perdió por el simple hecho de que no tenían más credibilidad que él. Por el
simple hecho de que las instituciones estadounidenses se han encargado tan
férreamente de proteger el statu quo, que se han puesto en peligro a sí mismas.
Trump es la
respuesta reaccionaria a la crisis de legitimidad de una clase política que
perdió por el simple hecho de que no tenían más credibilidad que él
La interminable
sarta de mentiras y desmanes que le han acompañado a lo largo de todo su
mandato le ha sido perdonada no porque la totalidad de sus votantes le sigan
ciegamente, sino porque realmente se percibe como la única opción viable en el
panorama político. Los propios votantes demócratas no han elegido a Joe Biden
por creer en él, sino para que Trump no fuera reelegido. La legitimidad de las
instituciones y de los partidos está tan sumamente deteriorada por su propia
mano, que no será fácil sanar el daño.
Y no sanará.
No sanará porque
Biden no ofrecerá políticas que protejan a la ciudadanía más precaria y
expuesta a los vaivenes del capitalismo salvaje. No sanará porque los
demócratas no adoptarán políticas públicas que basen su mandato en reconstruir
el sistema público. No sanará porque no se encargarán de aplicar políticas
serias que eliminen el racismo estructural
de las instituciones y en especial de la policía. No sanará porque
adoptarán la misma estrategia que Obama o que el propio Donald Trump: ofrecer
la idea y la ilusión del cambio para que nada cambie en ese país. No sanará
porque no harán frente en lo más mínimo a los estratos políticos y sociales que
perpetúan la pobreza de millones de personas que votaron a Trump precisamente
por desesperación. Y cuando este mandato haya acabado, y nada haya cambiado,
Trump, o su hija Ivanka, volverán a presentarse a las elecciones, con
credibilidad renovada.
El problema de que
el discurso del “golpe de Estado
progresista” haya calado hasta ese punto en Estados Unidos implica que el resto
de agrupaciones de extrema derecha imitarán sus actos, pues es el país
catalizador del resto de democracias, nos guste o no. Conviene por tanto
comprender ya que los neofascismos surgen con la pérdida de credibilidad y de
legitimidad de la ciudadanía en sus instituciones, de sus partidos, y de sus
políticos. Esa animadversión surge cuando la política no puede responder a los
problemas socioeconómicos de su gente, y esos problemas socioeconómicos, surgen
al no asegurar una red pública de bienestar que genere cohesión social,
bienestar público, confianza en las instituciones.
Al fascismo se le
vence con políticas públicas. Y si no entendemos eso, tendremos más asaltos al
capitolio.
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