MUERTE DEL ACTOR KIRK DOUGLAS:
«YO SOY ESPARTACO»
POR PEPE GUTIÉRREZ-ÁLVAREZ
Acaba de fallecer
Kirk Douglas, uno de los últimos representantes de los tiempos de esplendor del
siempre ambivalente Hollywood dentro del cual representó junto con otros como
Burt Lancaster, su franja más “radical” expresada sobre todo en su dos películas
con el más marxista Stanley Kubrick: Senderos de gloria y Espartaco.
Su verdadero nombre
es Issur Danielovitch Demsky (Ámsterdam, Nueva York, 9 de diciembre de 1916),
hijo de trapero, inmigrantes rusos judíos, los inicios en el país de las
oportunidades no fueron fáciles. Con su familia sumida en una profunda pobreza,
tuvo que trabajar como botones o participando en combates de lucha libre. Con
eso podía pagarse la matrícula de la Universidad de St. Lawrence y ayudar
mantener a su familia.
Años más tarde, tras subsistir con pequeños trabajos,
decidió probar suerte como actor ingresando en la Academia Americana de Arte
Dramático. Compaginaba sus estudios artísticos realizando pequeños papeles de
actor en obras teatrales amateurs, en ocasiones bajo el seudónimo de George
Spelvin Jr. También trabajaba como profesor de teatro en el House Settlement de
Greenwich. Su carrera artística comenzó finalmente en los escenarios teatrales
de Broadway en 1941, con la obra Spring Again. Desgraciadamente y como muchos
otros actores, su ascenso se vio interrumpido por a la segunda guerra mundial.
Hasta 1943 sirvió en la marina, alcanzando el grado de teniente, pero regresó a
casa herido tras caer en combate.
Ese mismo año se
casaba con su primera mujer, Diana Hill, con la que tuvo dos hijos (Michael y
Joel) y de la que se divorciaría en 1951. Cuando años más tarde en una
entrevista, le preguntaron a Kirk Douglas qué le había llevado a Hollywood, él
se limitó a contestar: «Bueno, siempre me asustó la idea de ir a Hollywood. Lo
que realmente me atrajo a Hollywood fue que cuando estuve allí me encontraba en
la ruina. Ya ves, nunca tuve intención alguna de convertirme en estrella de
cine. Nunca pensé que podía dar la talla. Mi única idea era ser actor teatral,
algo de lo más sencillo. Pero entonces firmé un cheque por valor de quince
dólares, pero vi que no tenía fondos y sabía lo suficiente de economía como
para entender que estaba sin blanca. Así que… En ese momento alguien me invitó
a venir a Hollywood, y yo pensé que podía aprovechar la oportunidad». A su
regreso a Broadway le surgió la posibilidad de reemplazar al impagable Richard
Widmark en una obra teatral. Pero es en ese momento cuando Lauren Bacall, que
había estudiado con él en la academia, lo recomienda al productor Hal Wallis
para que dar el salto a la gran pantalla. En 1946, Kirk rodaba ya su primera
película, El extraño amor de Marta Ivers (The Strange Love of Martha Ivers,
Lewis Milestone, 1946), una evidente metáfora del carácter criminal del
capitalismo en la que daba vida a un político alcohólico. Sólo un año más tarde
rodó Regreso al pasado, dirigida por Jacques Tourneur, estimada en un
referéndum de la revista “Dirigido por…”, como la mejor película del género
negro, y en la que fue el gánster sin miramientos en oposición al atormentado
Robert Mitchum.
Pero el éxito le
Kirk llegó con su interpretación de un luchador ambicioso y sin escrúpulos en
El ídolo de barro (Mark Robson, 1949) Con este papel, que le valió su primera
nominación al Oscar, dio a conocer su vigoroso físico, su intensa personalidad
y sobre todo ese característico hoyuelo en la barbilla que todos conocemos. Le
costó hacerse con el papel, ya que por entonces había interpretado personajes
muy diferentes: «Tuve que convencer a (Stanley) Kramer y (Carl) Foreman de que
podía interpretar a Midge Kelly. Tenían dudas acerca de mí […] Aunque
intentaban ser diplomáticos, se preguntaban si podría interpretar a un
boxeador. Finalmente me di cuenta de lo que querían, supongo que es lo que
hacen las estrellas. Me quité la chaqueta y la camisa, tensé el torso y
flexioné mis músculos. Ellos asintieron satisfechos al ver que no habría
problema. Probablemente sea el único actor en Hollywood que se ha tenido que
desnudar para conseguir un papel». Otro éxito de esta primera época fue Brigada
21 (William Wyler, 1951), donde, a mi parecer, cae en su peor defecto:
sobreactúa. Se trataba de una adaptación de una obra de Broadway que describe
la vida cotidiana en una comisaría de policía de Manhattan. Un temperamental
policía (Kirk Douglas) recurre a los métodos más implacables para obtener
información de cualquier sospechoso de un crimen. Obtuvo cuatro nominaciones a
los Óscar de 1952, y Douglas se convirtió en una estrella, pero su actuación
fue muy discutida, demasiado teatral. Fue consolidando su posición en los años
50 con películas nada desdeñables como El trompetista (M. Curtiz), pero sobre
todo con El Gran Carnaval de Billy Wilder que realizó un retrato despiadado de
la prensa sensacionalista. Por aquel entonces Kirk Douglas ya se había labrado
un nombre y estaba consolidado como una estrella que se podía permitir –como
Lancaster- ciertos márgenes de autonomía a través de su propia productora, la
Byrna.
El espaldarazo
final le llegó en 1952 con una magnífica película de Vincente Minelli, Cautivos
del Mal (), que le valió su segunda nominación al Oscar. En ella interpretaba a
un productor de cine sin escrúpulos que no duda en aplastar a sus allegados
para conseguir los mejores resultados. Otros papeles memorables como el que
interpretó en Río de Sangre (Howard Hawks, 1952) le acabaron de convertir en
uno de los mejores actores del western. En 1954, Douglas rodó 20.000 leguas de
viaje submarino, la adaptación de Richard Fleischer de la celebérrima novela de
Jules Verne con un pletórico James Mason como capitán Nemo cuya bandera negra y
su actitud de oposición al orden establecido nos sugiera al Verne más afín a su
amigo Elisée Reclús.
La fama, sin
embargo, fue algo difícil de llevar para Kirk Douglas. En 1957, en una entrevista
con Mike Wallace, desgranaba con detalle lo que le había acarreado la
popularidad en aquellos tiempos.
“-De acuerdo,
¿dinos qué ocurre cuando te conviertes en una estrella?
-Bueno, lo que
ocurre cuando te conviertes en una estrella es que de repente te das cuenta de
que eres un gran negocio. Ya no eres sólo un tipo que dice ’Mira, quiero
interpretar este o aquel papel’. Si eres una estrella, eres un gran negocio. Te
conviertes en un hombre de cuyo trabajo dependen muchos para vivir. Y creo que
eso te convierte en una especie de monstruo, sin duda es lo más difícil de
llevar. No se trata de actuar. Cuando actúas sientes que pones toda tu vida en
ello, te gusta sentir que eres un actor que conoce su oficio, pero para lo que
nunca estás preparado es para el éxito. Nunca fui a una escuela que me enseñara
cómo manejar ese tipo de situaciones, y eso lo convierte en algo difícil.
También tiene un precio. Hay un montón de cosas acerca de la fama que
convierten la vida del actor en algo complicado.
-¿Como por ejemplo…?.
-Bueno, la pérdida
de tu privacidad. O como el hecho de que justo ahora, en tu programa, esté
nervioso mientras realizas una especie de disección de mi persona. Bien, esto
es a lo que la fama me ha llevado.”
En 1955, Douglas se
hacía con dos papeles, uno en la “libertaria” La pradera sin ley (King Vidor),
luego con Pacto de honor (Andre de Toth). Por entonces decidió adentrarse aún
más en el mundo del cine abriendo su propia productora, Bryna Productions.
Trabajó nuevamente de la mano de Vincente Minnelli, cuando Kirk Douglas nos
ofreció una de sus interpretaciones más reconocidas, dando vida de manera
convincente a Vincent Van Gogh en la película El loco del pelo rojo (Vincente
Minnelli, 1956), acompañado por un soberbio Anthony Quinn como Gauguin. Este
trabajo mereció su tercera nominación al Oscar y el premio de la crítica de
Nueva York. Como él mismo suele decir, fue su papel favorito: «Por primera vez
en mi carrera artística, el papel me absorbió por completo. Incluso dormí en la
habitación donde él se suicidó». El magnetismo que desprendía, su fuerza y su
carácter le hacían encajar perfectamente en el cine de acción, concretamente en
el western.
En 1957 rodó la
magnífica Duelo de titanes, posiblemente la mejor película de John Sturges,
donde Kirk interpretaba al famoso Doc Holiday en una revisión en clave de
tragedia griega del duelo en O.K. Corral. Repetirá con Sturges en otro vibrante
western en clave policiaca y rotundamente antirracista: El último tren de Gun
Hill. Si sus colaboraciones con Minnelli habían sido cruciales para el ascenso
de Kirk, no menos importantes fueron las películas que hizo de la mano de
Stanley Kubrick. Su primer trabajo en común fue Senderos de Gloria (1957), un
alegato tan intensamente antimilitarista (marxista) que no encontraba a nadie
que se atreviera a producirla. El proyecto estuvo en stand by hasta que en 1957
Kirk Douglas se involucró a través de su propia productora, rebajándose el
sueldo a un tercio de lo acostumbrado.
Kirk Douglas
produjo muchas de sus películas, y quizás una de las que recuerdo con más
cariño sea Los vikingos, uno de los grandes clásicos del cine de aventuras
estrenada en 1958 que contó con actores de la talla de Tony Curtis o Ernest
Borgnine, y en la que Kirk daba vida a un orgulloso vikingo con sed de gloria y
fortuna. Por aquellos tiempos salió a la luz que en la película, rodada en
Alemania, habían trabajado algunos antiguos miembros del partido nazi. Eso era
algo de por sí relevante, dado que Kirk Douglas era judío y nunca había
ocultado su mezcla de sentimientos hacia el pueblo alemán. Pero aún así mostró
una clara despreocupación por el tema cuando le preguntaron si no le
interesaría saber esos detalles de antemano: «No me interesa por la sencilla
razón de que eso representaría una completa investigación de cada persona que
trabajara en el equipo. Me gusta pensar que la guerra ha acabado. Estamos en
paz, trabajando juntos, de otra forma sería absurda mi presencia aquí. Si vengo
como un detective privado, dispuesto a investigar a cada persona, nunca podría
llegar a hacer ninguna película». Su segunda colaboración con Kubrick fue con
Espartaco que no era ni la mitad de buena que la anterior, aunque sí fue una de
superproducciones más emblemáticas de su tiempo, más madura histórica y
políticamente. Anteriormente había sido Ulises (Mario Camerini, 1954) en una
coproducción italo-norteamericana memorable que causó el entusiasmo del público
por el péplum griego, un hecho del que se haría eco Cinema Paradiso…
En 1962 trabajó a
las órdenes del “blacl liste” David Miller en Los valientes andan solos (D.
Miller), su película favorita según confesión propia (y una de las mías, me
siento orgulloso al ver su anarquismo cuando me acababa de enterar qué
significaba esta palabra) que estaba basada en la obra de una novela de Edward
Abbey, destacado escritor ecolibertario y que fue adaptada por Dalton Trumbo
con el que volvió a coincidir en El último atardecer (The Last Sunset), un
notable western de Robert Aldrich. Entre sus producciones también destaca una
película de 1964 dirigida por John Frankenheimer, Siete días de mayo. En esta
trama de conspiración fascista incubada en la cúpula militar y política de
Washington, Douglas tuvo la ocasión de trabajar de nuevo con su amigo Burt
Lancaster (con quien en total rodó siete películas) y una ya madura Ava
Gardner. Treinta años habrían de pasar para que la American Civil Liberties
Union y el Writers’ Guild of America reconociera su esfuerzo y coraje.
A continuación
regresó al cine de aventuras con una digna película bélica dirigida por Anthony
Mann, Los héroes de Telemark, (The Heroes of Telemark, 1965) un film basado en
la historia del sabotaje aliado contra una fábrica alemana de agua pesada en
Noruega durante la segunda guerra mundial. Y aunque no puede considerarse una
de las mejores obras de Mann, es un thriller bélico de una calidad superior a
la media habitual que supo explotar el duelo interpretativo entre Kirk Douglas
y Richard Harris. No abandonaría el género, ya que al año siguiente estrenaba
¿Arde París?, un apasionante relato con guión de Gore Vidal y Francis Ford
Coppola. Protagonizada por un extenso reparto, la trama describe el
levantamiento de París ante la ocupación nazi en toda su crudeza aunque se
olvida de poner en primer plano a los anarquistas españoles que llevaban los
primeros tanques que liberaban la ciudad de los nazis.
En 1968 trabajó con
Martín Ritt Mafia, en un film ambientado en las relaciones personales de una
familia de gángsters; un film que fue injustamente menospreciado. Poco después
participaba en uno de los proyectos menos satisfactorios de Elia Kazan, El
compromiso (1970) un interesante drama basado en las relaciones de pareja en el
que Kirk compartía cartel con Faye Dunaway y la siempre soberbia Deborah Kerr
(más el enorme Richard Boone). Y bueno, llegados a este punto podemos decir con
toda seguridad que el mejor trabajo del actor en esta etapa de su carrera fue
El día de los tramposos (Joseph L. Mankiewicz, 1970), un western en verdad atípico
de temática carcelaria que contaba con la inestimable presencia de Henry Fonda.
En cierta forma podemos decir que esta película fue ideada como un auténtico
tratado de la abyección inherente al egoísmo propietario, y aunque la crítica
de su tiempo no fue generosa con ella, creo que el tiempo la ha puesto en el
lugar que le corresponde.
La década de los
setenta se caracterizó por la participación de Kirk Douglas en una serie de
películas mediocres, algunas incluso lamentables. No en vano los más puristas
afirman que artísticamente «murió» por esas fechas. Pero también participó en
proyectos simpáticos. Por ejemplo, quizás los más nostálgicos recuerden La luz
del fin del mundo (1971), una de aventuras “como las de antes” sin conseguirlo
basada en una novela de Julio Verne. El mayor atractivo de la cinta reside en
la atmósfera tenebrosa que genera y en su cartel, que además de Douglas contó
con un enigmático Yul Brynner y nuestro querido Fernando Rey. De ese mismo año
es El gran duelo (A Gunfight), un curioso western coprotagonizado por el
cantante Johnny Cash que proponía un enfoque diferente en un género que por
aquellos tiempos estaba agonizando, y que salvó los trastos gracias al carisma
de Douglas.
Debido a los
constantes desacuerdos con los directores, Kirk decidió arriesgarse y dar el
salto a la dirección, pero ya nada era igual. Su ópera prima fue Pata de palo
(Scalawag, 1973) rodada con más fe que presupuesto y que fue un rotundo fracaso
en todos los aspectos. Dos años más tarde sí que cumplió las expectativas con
Los justicieros del oeste, donde interpretaba a un cowboy rudo y ambicioso,
aunque no volvió a sentarse en la silla del director. Quizás lo más bizarro que
se puede encontrar a estas alturas de su carrera es Holocausto 2000, una producción
italiana que toca el tema del apocalipsis y las profecías bíblicas. No sólo es
una película mala, sino que además carece de todo sentido, con lo cual
únicamente puede ser disfrutada por los amantes del gore y la violencia
absurda. Quizás para redimirse nos regaló un trabajo más que correcto en La
furia (The Fury, 1978) dirigida por Brian De Palma y que curiosamente seguía
ahondando en el tema de lo paranormal como hiciera dos años antes con Carrie.
Un año más tarde Kirk protagonizaba la que para muchos (aunque hizo muchas
malas, sobre todo al final) es la peor película de toda su carrera: Cactus
Jack. A partir de 1980 se redujo considerablemente el número de trabajos.
Solamente vale la pena recordar Saturno 3, una película de terror espacial que
pese a contar con un buen guión y unas buenas interpretaciones lo que le ha
valido una cierta recuperación. Todo lo que le sigue es ya de una absoluta
banalidad de manera que el propio actor se jubiló por más que le habría gustado
acabar como su amigo Burt Lancaster, quien al final todavía participó en alguna
que otra joya como Novecento o Atlantic City.
En 1988, a los 72
años publicó, sus memorias bajo el título El hijo del trapero (Ragnar’s Son en
original). Un viaje de autodescubrimiento bajo un título que evoca el oficio de
su padre: «Mis padres eran pobres y analfabetos. Al llegar a Estados Unidos
creían que las calles americanas estaban construidas con adoquines de oro. Mi
padre se hizo trapero porque a los judíos les estaba prohibido trabajar en las
fábricas, y yo soy el fruto de estas circunstancias. Cualquier americano es una
mezcla de razas y culturas, y ser hijo de judíos me llena de orgullo».
Douglas también
tocó el género de novela sin mucho reconocimiento. En 1992, después de un grave
accidente aéreo que casi le cuesta la vida, publicaba El Regalo, de la misma
época data su segundo libro biográfico, Ascendiendo la montaña, que vería la
luz años más tarde y que le valió en septiembre de 1999 el Premio Literario del
Festival de Deauville. Y es que dicho accidente, en el que murieron dos
personas, le hizo preguntarse por qué había sobrevivido. Una pregunta que se
repitió cuando años más tarde resistía milagrosamente una apoplejía. A partir
de ahí, y tras asumir que a los 14 años había tratado de dejar atrás el
judaísmo, hizo inventario de su vida plasmando los resultados. También escribió
un par de libros infantiles, entre ellos Jóvenes héroes de la Biblia. Ya en el
2002 escribía su tercer libro biográfico, Mi golpe de suerte, y hace apenas un
año nos llegaba su última inspiración, un bello libro que lleva por título
Afrontémoslo: 90 años viviendo, amando y aprendiendo. En 1996, la Academia
decidió finalmente otorgarle un Oscar especial por sus 50 años de carrera
artística. Ya forman parte de la historia las palabras que pronunció emocionado
ante una multitud puesta en pie: «Veo a mis cuatro hijos, y están orgullosos
del viejo. Yo también estoy orgulloso de haber formado parte de Hollywood».
Cabría decir que de lo mejor de Hollywood, ya que, exceptuando el infame bodrio
sionista La sombra del gigante (1966), Douglas raramente se prestó a pagar su
cuota de películas indignas. Actor de teatro y de cine, productor inquieto,
director de escasos vuelos, Douglas puede considerarse un tipo afortunado ya
que participó en algunas de las obras mayores de un tiempo que va desde la
segunda mitad de los años cuarenta hasta principios de los setenta. Seguramente
no supo envejecer, su egocentrismo fue célebre, se peleó con muchos directores
aunque tuvo la inteligencia de optar por una segunda oportunidad. En muchas
ocasiones, cayó en la sobreactuación. También fue acusado de ser reiterativo en
sus recursos de tipo airado, pero estas tendencias fueron neutralizadas con la
ayuda de los grandes cineastas con los que tuvo el acierto de trabajar: Lewis
Milestone, Jacques Tourneur, Richard Fleischer, Vincente Minnelli, John
Sturges….
Todo ello en una
época en la Hollywood vivía su agonía, Kirk Douglas proclamó “Yo soy Espartaco”
(Ed. Capitán Swing, Madrid, 2013) nada parecido a la realidad, pero contribuyó
más que nadie a que el legendario libertador tracio se hiciera célebre en todo
el mundo, y contribuyó como pocos a poner fin a las “listas negras” de manera
que Trumbo pudo luego realizar…Y Johnny cogió su fúsil. Tampoco fue un anarquista
como aseguró Fernando Fernán-Gómez, pero algunas de sus películas respiran un
potente aliento libertario. No fue un hombre comprometido en sentido
“sartriano”, pero sí representó a la izquierda del “New Deal” y mostró unas
potentes inquietudes democráticas y sociales, baste mencionar Senderos de
gloria. Para los neoconservadores, Douglas fue un “rojo”, pero nunca se
atrevieron a meterse con él dado su prestigio, algo similar les sucedió a Burt
Lancaster y a Gregory Peck. Su lista de títulos “clásicos” es muy considerable,
justo es recordarlo ahora que se publica un nuevo libro suyo de memorias que
habrá que leer, a ser posible después de revisar algunas de sus grandes
películas. Siendo ya casi un centenario, no hay duda de que Kirk Douglas ha
dejado un buen recuerdo amén de un legado de pensamiento crítico envuelto en
buena parte de sus interpretaciones.
Un legado que no
podemos permitir se extravíe, y que debería de servir para nuestra memorias y
nuestras escuelas.
Pepe
Gutiérrez-Álvarez es escritor y miembro del Consejo Asesor de viento sur
vientosur.info/spip.php?article15584
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