EUROPA
ANÍBAL MALVAR
Considera El Mundo
la salida de Reino Unido de la Unión Europea «el mayor error histórico de las
últimas décadas», «un profundo desgarro sentimental», «el fin de un idilio de
47 años con el continente, con el que tantas veces ha actuado como un amante infiel».
En El País, la presidenta de la Comisión Europea y sus homólogos en el
Parlamento y el Consejo (Von der Leyen, David Sassoli y Charles Michel)
publican una larga carta en la que hablan de «viejos amigos», de «nuestro
afecto» y de «su creatividad, su ingenio, su cultura y sus tradiciones» [las de
los ciudadanos británicos]. Ignacio Camacho habla en ABC de «manipulación
sentimental», de «arraigo social de los mitos» y del «peligro encerrado en la
convocatoria frívola de referendos». La Razón, siempre atlantista salvo cuando
los norteamericanos votan a un negro, se deja de arrullos sentimentaloides y va
al grano hablando del «socio reticente» y advirtiendo de que no nos encontramos
ante «una catástrofe insuperable». De lo que nadie habla es de lo que significa
Europa.
Europa es una idea
hermosa pero fallida, lo que no quiere decir que sea más fallida que hermosa.
Nacida de una guerra, de la pobreza posbélica, enseguida trascendió a la mera
conjunción de intereses económicos y quiso fabricarse un alma con los
ingredientes de la revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Tanto
fue así que llegó a eliminar fronteras, algo que no siempre se valora en su
bellísima dimensión. Prefiero los caminos a las fronteras, cantaba Serrat. Y el
verso se hizo carne en la política, algo que nunca suelen permitir los
políticos. Perdón por la horterez. El problema es que toda la dimensión
humanista de lo que quiso significar Europa se ha ido apagando, otra vez, bajo
el estruendo de la economía, de la inelegante y machorra confrontación de
bloques, de los afanes bélicos de las oligarquías. La pela se acabó imponiendo
a la palabra, a lo social, a la polis etimológica, al factor humano.
El brexit que
lloramos tanto ahora ya tuvo un precedente del que fue cómplice la España de
José María Aznar, cuando en 2003 nuestro país y el Reino Unido desoyeron a la
ONU y se regodearon con los pies sobre la mesa de George Bush mientras
bombardeaban niños en Iraq con la excusa de una gran mentira. Sobre los
cadáveres, floreció más de un pingüe negociete.
En los últimos
tiempos de crisis inducida, la poética Europa también se puterizó con su
afamada austeridad, que nos convirtió en más pobres, y por tanto en más
insolidarios, hasta el punto de dar un golpe de Estado interno y sin armas sobre
el intento griego de rehumanizar la economía. Hoy, esta Europa Dorian Gray paga
a Turquía para que meta migrantes en campos de concentración y en cementerios
donde las lápidas tienen números, no nombres. En política exterior, Europa
vuelve a traicionar cualquier secesión al imperialismo yanqui reconociendo como
presidente de Venezuela al golpista perfumado Juan Guaidó y contradiciendo a la
ONU, que aun observa legítimo el régimen de Maduro. Y todo en este plan.
Nacimos en 1951
como Comunidad Europea del Carbón y del Acero y, después de habernos poetizado
un poquito cantando el himno europeo de la alegría, bajo la pluma y la batuta
de Schiller y Beethoven, hemos vuelto al acero, al carbón y a la bala, que no
tienen himno.
En mi estúpida y
modesta opinión, Europa solo tiene futuro si se convierte en una unión
cultural, y no fabril. De una fábrica se puede escapar cualquiera, pero nadie
puede, ni quiere, huir de una cultura. De esto, ya digo, es de lo que no
hablamos los periódicos. En Europa no queda ya ningún país donde el inglés sea
la primera lengua oficial. Y, sin embargo, el inglés seguirá siendo la lengua
oficial de Europa. A estos detalles sutiles me refiero.
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