LAS MUJERES MIGRANTES EN EL MERCADO
LABORAL ESPAÑOL
POR ARTURO BORRA
El presente trabajo ha sido presentado en el marco de las “II Jornadas de Inmigración y Empleo: mujeres inmigrantes. Violencias, resistencias, derechos, participación, inclusión”, realizado el 10 y el 11 de noviembre de 2022 en la ciudad de Valencia y organizado por el Consejo Local de Inmigración e Interculturalidad.
Para aproximarnos al mercado laboral desde la perspectiva de las personas migrantes, en tanto sujeto económico, disponemos de algunas conclusiones elaboradas de forma colectiva en las I Jornadas de Inmigración y Empleo de la ciudad de Valencia organizadas en 2018 por el Consejo Local de Inmigración e Interculturalidad.[1] En líneas generales, en dichas jornadas se hizo un abordaje de algunos sectores específicos partiendo de experiencias laborales concretas de las personas migrantes en el contexto del mercado laboral nacional. Sin ánimo de clausura, a modo de trazas generales, en dichas jornadas se remarcó lo siguiente:
la precariedad y
temporalidad normalizadas en los mercados de trabajo en los que participan de
forma mayoritaria las personas migrantes, solicitantes de asilo y refugiadas,
incluyendo bajas remuneraciones, empleos de baja calidad y brechas salariales
con respecto a la población activa local (tal como ocurre en el sector de la
hostelería, del trabajo doméstico y de cuidados o en agricultura);
las prácticas de
explotación extendidas en diferentes sectores laborales (empresas de servicios,
trabajadoras del hogar, limpiadoras, cuidadoras, jornaleros, etc.) que afectan
con especial virulencia a los colectivos de migrantes, refugiados y
solicitantes de asilo;
la especialización
por género (trabajos feminizados y masculinizados) que dificulta una
integración sociolaboral igualitaria en los mercados de trabajo;
la presencia
creciente de empresas de servicios que no respetan los derechos fundamentales
de las personas trabajadoras (especialmente cuando aumenta su vulnerabilidad);
la falta de
regulaciones y controles a las empresas de servicios y ETT que contratan
personal laboral inmigrante en condiciones insatisfactorias y sin cumplir sus
obligaciones en la seguridad social;
el incumplimiento
recurrente de la ley de prevención de riesgos de accidentes laborales y, en
general, de las condiciones laborales estipuladas legalmente;
la escasez de
inspecciones de trabajo que limitan la salud integral, la seguridad laboral y
la prevención de accidentes laborales, así como los abusos y vulnerabilidades
derivadas del vacío legislativo;
las situaciones de
violencia y abuso laboral (p.e. incumplimiento de las horas de descanso, acoso
sexual, etc.) que afectan a la población migrante más vulnerable;
la existencia de
una economía sumergida en la que participan personas migrantes, refugiadas y
solicitantes de asilo por falta de oportunidades y por encontrarse en situación
de riesgo de exclusión social, perpetuando la desigualdad e impidiendo el
acceso al sistema de la seguridad social (prestaciones, jubilaciones,
formación, etc.) y,
el paro elevado
entre los colectivos de inmigrantes, solicitantes de asilo y refugiados.
Si bien dichas
problemáticas no agotan el conjunto de dificultades e irresoluciones que
afectan, en términos laborales, a los colectivos migrantes, solicitantes de asilo
y refugiados, constituyen una aproximación ajustada a lo que años después
siguen padeciendo muchísimas personas migrantes en el contexto de la economía
española (por no hablar de los procesos de acreditación y homologación de
titulaciones y la falta de reconocimiento de las cualificaciones profesionales
de los países de procedencia, de los laberintos de la regularización
administrativa o de las serias dificultades de acceso al mercado de trabajo por
no reunir los requisitos habituales, difíciles de cumplir, que fijan empresas y
personas empleadoras). Años después, todas esas problemáticas mantienen su
actualidad y confirman la persistencia de prácticas y situaciones de
discriminación institucional y social (incluyendo situaciones entrelazadas de
racismo, xenofobia, clasismo y sexismo) que afectan a la población migrante con
especial intensidad en la actual fase del capitalismo mundial.
Partiendo de esos
saberes colectivos, resulta plausible reconstruir de forma tentativa e inicial
las posiciones laborales específicas que suelen ocupar las mujeres trabajadoras
migrantes, sobre todo, porque de forma regular son quienes más padecen los
efectos de un sistema económico desigual que discrimina no solo por género sino
también por clase, etnia/raza, nacionalidad y otras variables como la religión,
la capacidad, la edad o la orientación e identidad sexual.[2] A esa situación
estructural que afecta a una amplia mayoría de mujeres migrantes hay que
agregar la coyuntura de la pandemia que ha agravado los problemas de muchas
trabajadoras especialmente expuestas (como ocurrió, por ejemplo, con las
trabajadoras del hogar y trabajadoras de los cuidados en régimen interno) y,
seguramente, de muchísimas mujeres en diferentes dimensiones vitales.
En cualquier caso,
puesto que estas formas discriminatorias se entrecruzan, resulta pertinente
pensar en sus consecuencias entre las personas que la sufren de forma más
directa. Por lo dicho, a continuación, no me voy a referir a la situación
laboral de la mujer en general (aunque podrían plantearse algunas
regularidades, como las brechas salariales o retributivas, el subempleo
indeseado, las dificultades de conciliación, la falta de promoción interna, la
disparidad en los órganos directivos y ejecutivos, la tasa mayor de paro[3], etc.)
sino a aquellas mujeres que, por diferentes factores, ocupan las posiciones
laborales más precarias en el mercado laboral nacional, con todos los
perjuicios vitales que ello acarrea y la clara vulneración de derechos que
padecen. En última instancia, de lo que se trata no es solo de condiciones
laborales paupérrimas sino de una auténtica brecha de derechos que persiste en
el corazón de nuestras sociedades.[4] Así, partiendo de una perspectiva
interseccional, podemos afirmar que según específicas coordenadas de género,
raza y clase –como diría Ángela Davis- distintos grupos de mujeres viven de
forma manifiestamente desigual su participación en el mundo laboral. En vez de
un discurso binario sobre el género, se trata de comprender cómo se conjuga
esta categoría con diferentes marcadores como la clase, la raza, la
nacionalidad, la religión e incluso las capacidades psicofísicas, dando un paso
adelante para pensar cómo operan las desigualdades de género en su articulación
histórica con otras formas de desigualdad.
Incluso si nos
centramos en el eje analítico del «género», como construcción social
históricamente cambiante, hay que remarcar que cuanto mayor es el patrón de
diferenciación de las trabajadoras migrantes más expuestas están a las
dinámicas de desigualdad del mercado laboral actual.[5] Para decirlo con una
pregunta: ¿qué ocurre con las trabajadoras extra-europeas, en situación o
riesgo de pobreza y en particular, con las trabajadoras procedentes del Sur
Global? En términos generales la respuesta resulta inequívoca: con estas
trabajadoras todos los fenómenos discriminatorios se agravan, no sólo por su
condición de “mujer” sino también por motivos de origen, raza, etnia, religión,
clase, orientación e identidad sexual y características piscofísicas, entre
otros factores. Si por una parte las mujeres migrantes hacen aquellos trabajos
peor cotizados y valorados socialmente, por otra parte, dentro de ese grupo
quienes parecen estar en peor situación son las mujeres migrantes no europeas y
“racializadas”, esto es, aquellas que por su color de piel, sus características
físicas e incluso su procedencia cultural son «inferiorizadas» o situadas en el
segmento más precario del mercado de trabajo.
En síntesis, en vez
de presuponer una desigualdad que afectaría de forma uniforme a todas las
mujeres, quizás de lo que se trate es de apostar por un examen minucioso de las
posiciones reales que ocupan diferentes mujeres según circunstancias
específicas, cuestionando ciertos formulismos que localizan la opresión en un
solo aspecto. La desigualdad no afecta por igual a las mujeres nativas y a las
extranjeras ni afecta a todas las mujeres extranjeras por igual, siendo una
variable significativa ser o no comunitaria. Tal como insisten los feminismos
decoloniales y mestizos, la pobreza no solo se “feminiza”: también se
“racializa” o “etnifica”. Por tanto, no es difícil advertir que si las mujeres
trabajadoras padecen una desigualdad significativa con respecto a los varones,
en el caso de las trabajadoras migrantes extracomunitarias esta situación se
agrava más aún, a medida que se diferencia del patrón social dominante (ligado
al sujeto masculino, heterosexual, blanco, burgués, cristiano, occidental…).
Además de sufrir explotación laboral, las trabajadoras migrantes se exponen de
forma regular a múltiples discriminaciones, a la violencia y al abuso sexual, a
brechas salariales y contractuales, a condiciones de trabajo precarias y a
situaciones de desempleo y subempleo recurrentes, siendo empujadas a
situaciones de pobreza y exclusión social y más todavía si se trata de familias
monoparentales.
Así, mientras
algunas mujeres que están en posiciones económicamente privilegiadas abogan por
romper el “techo de cristal” en sus carreras profesionales, otras solo están en
condiciones de recoger los cristales rotos. Sin embargo, como señalan Cinzia
Arruzza, Tithi Bhattacharya y Nancy Fraser en Manifiesto de un feminismo para
el 99%: “No tenemos ningún interés en romper techos de cristal y dejar que la
gran mayoría limpie los vidrios rotos”. Por lo dicho, al menos desde que
autoras como Kimberlé Crenshaw o Patrice Hill Collins cuestionaron el
presupuesto de un «sujeto universal abstracto» que hablara en nombre de la
Mujer, lo que necesitamos es dar cuenta de una pluralidad de situaciones reales
que afectan a las mujeres trabajadoras en condiciones específicas.
A partir de estas
consideraciones, resulta importante identificar otras regularidades
complementarias a las planteadas en las I Jornadas de Inmigración y Empleo,
ligadas a diferentes grupos de mujeres migrantes en el contexto de unsistema
neoliberal que degrada la naturaleza, instrumentaliza los poderes públicos,
incauta el trabajo no remunerado de los cuidados y asistencia y desestabiliza
de forma periódica las condiciones necesarias para que una mayoría no solo
sobreviva sino que se aproxime a eso que llamamos «buena vida». Dicho lo cual,
podemos identificar situaciones diferenciadas de las trabajadoras migrantes
dentro de un orden social que podemos nombrar como una «sociedad de
privilegios».
Los datos aportados
al respecto por el “Informe del Mercado de Trabajo de los Extranjeros. Estatal.
Datos 2021” del SEPE (2022) son inequívocos.[6] De un total de 976.358 mujeres
extranjeras (comunitarias y no comunitarias) afiliadas a la seguridad social en
2021,[7] las ocupaciones con mayor contratación de mujeres extranjeras están
vinculadas al sector de “agricultura” (en el que están empleadas 263.536
trabajadoras migrantes), “personal de limpieza” y “empleadas domésticas” (en
donde trabajan 290.032 mujeres migrantes) y personal de restauración,
incluyendo camareras, ayudantes de cocina y cocineras (en total, unas 221.952
mujeres migrantes). Muy por detrás, las ocupaciones que le siguen remiten a
peonada de industrias manufactureras (donde participan unas 123.138 mujeres
migrantes) y vendedoras (unas 76.715 mujeres). Si introducimos la variable
“comunitaria” y “no comunitaria”, el sesgo se incrementa, siendo la
participación de mujeres no comunitarias en estos sectores mucho más
pronunciada.
Aunque más del 97 %
de las mujeres migrantes tiene alguna clase de estudios (primarios, secundarios
o terciarios)[8], lo cierto es que desde hace varias décadas una proporción
relevante trabaja en el sector de los cuidados y en servicio doméstico, con
salarios que a menudo ni siquiera cumplen con el SMI y en condiciones laborales
que suelen incumplir la normativa laboral más básica (p.e. descansos, pago de
horas extra, derecho a vacaciones, etc.). Además de la evidente
«sobrecualificación» que afecta a muchas trabajadoras migrantes, la
concentración en estos sectores está vinculada a la segregación ocupacional
correlacionada al género, la posición económica y a marcadores raciales que
operan en el mercado laboral español produciendo una jerarquía entre personas
según su procedencia etno-cultural. Semejante segregación, tal como se ha
señalado, además de perjuicios salariales, se traduce en perjuicios
profesionales claros, comenzando por la falta de movilidad laboral, condiciones
especialmente precarias e insalubres y, en ciertos casos, situaciones de
“neo-servidumbre”[9]. Teniendo en cuenta datos del INE, si por una parte en el
último trimestre de 2019 ya había en España 580.500 personas ocupadas en
“Actividades de los hogares como empleadores domésticos”, por otra parte,
solamente 404.890 se encontraban afiliadas al Sistema Especial de empleadas de
Hogar. Eso significa que, además de las 165.087 personas migrantes que
trabajaban afiliadas a la SS en este sector, por otra parte, unas 175.610, (el
30,7% del total) podría corresponder a trabajadoras que se encuentran en
situación de irregularidad administrativa y/o trabajando sin contrato. La
cifra, según otras estimaciones, podría alcanzar hasta las 200000 mujeres
migrantes trabajando sin contrato[10]. Si a esa situación se suma que, en
términos estimativos, 38 mil mujeres migrantes siguen trabajando de
“internas”[11], la magnitud del problema se hace patente. En total,
aproximadamente, una de cada cuatro mujeres migrantes trabaja en este sector.
Si de forma
histórica se ha planteado una división sexual y racial del trabajo, no hay
dudas que en la España actual dicha división sigue operando de forma manifiesta
en el lugar prevaleciente que se le asigna a las mujeres migrantes: el
desarrollo del trabajo reproductivo, con remuneraciones bajas y condiciones
precarias, ligado a los cuidados y al hogar. Puesto que una parte relevante de
mujeres nativas desempeña trabajos externos a su unidad familiar, resulta
habitual que se descargue dicha reproducción social en mujeres migrantes a bajo
coste, muchas veces sin contrato laboral, con derechos mermados y en
condiciones paupérrimas (jornadas interminables, incumplimiento de días de
descanso, falta de herramientas preventivas, insalubridad, etc.). Aunque de
forma gradual se plantean otras posibilidades laborales para las trabajadoras
migrantes, como aquellas relacionadas a hostelería y restauración, a la
agricultura (especialmente almacenes) y al comercio minorista, entre otros
sectores económicos, es dudoso que esa ampliación haya mejorado sustantivamente
las condiciones de contratación y trabajo[12]. Podríamos incluso detenernos en
aquellas trabajadoras migrantes que, finalmente, se embarcan en el desarrollo
de trabajos autónomos o cooperativos o en el desarrollo de iniciativas propias
tan valiosas como imprescindibles.
Sin embargo, sin
negar esta relativa heterogeneidad y las estrategias de resistencia de estos
grupos de mujeres, tendencialmente, hasta donde puede constatarse, la mayoría
de las trabajadoras migrantes siguen topándose con empleos en condiciones
particularmente precarias, con nulo o escaso acceso laboral a las instituciones
públicas, incluida la administración pública o el sistema educativo en todos
los niveles. Dicho de otro modo: las “oportunidades” a las que tiene acceso la
mayoría de trabajadoras migrantes son manifiestamente precarias y las más
desvalorizadas en términos sociales. Aunque ello no niega, como suele decirse,
la capacidad de agencia de estos grupos, sí la condiciona fuertemente,
planteándole dificultades estructurales de todo tipo, dificultades que otros
grupos ni siquiera tienen que enfrentar, consolidando un mapa de desigualdades
sociales que pone en juego, además de la salud psicofísica, tanto los derechos
colectivos como el sufrimiento de cientos de miles de mujeres migrantes.
De ahí que, de
forma complementaria, resulta fundamental referirnos a aquellas mujeres
migrantes que ni siquiera tienen acceso al mercado formal de trabajo, sea por
no disponer de sus permisos de trabajo, por la discriminación directa e
indirecta que padecen, por la dificultad para reconvertir sus perfiles
profesionales o laborales o por la inhabilitación de sus perfiles de origen
(agravado, a menudo, por las dificultades idiomáticas que atraviesan). La falta
de oportunidades laborales que contemplen sus trayectorias y sus competencias a
menudo termina condenándolas a situaciones de pobreza, aun si desarrollan
estrategias para insertarse en la economía sumergida, mediante el desarrollo de
pluriempleos intermitentes (en agricultura, servicio doméstico, limpieza,
restauración y cuidado de personas).
En esas
circunstancias, también hay que mencionar otro grupo significativo de mujeres
–probablemente el más vulnerable y el más vulnerado- que es lanzado al campo de
la prostitución, a menudo víctima del tráfico y trata de personas y del proxenetismo.
Sin entrar en los enconados debates al respecto, incluso sobre la propia
legitimidad o no de referirse a este colectivo como «trabajadoras sexuales», lo
cierto es que según diferentes estimaciones, entre 80000 y 120000 mujeres
migrantes ejercen la prostitución en España[13]. A mi entender, sería un grave
error omitir a este colectivo al momento de reflexionar sobre el «mercado
laboral». Porque incluso si rechazamos en términos éticos y políticos esa
actividad, muchas mujeres migrantes obtienen sus exiguos medios de vida
ejerciendo la prostitución en la economía sumergida. Si de lo que se trata es
de luchar contra las vulneraciones –más que contra las vulnerabilidades-,
habría que comenzar por este grupo, pensando estrategias concretas para generar
alternativas reales y satisfactorias que les permitan salirse de un circuito
forzado de explotación y violencia sexual.
Sin ánimo de
concluir, todavía estamos muy lejos de haber identificado todas las
consecuencias de las múltiples desigualdades que sufren las personas migrantes
en el mundo del trabajo en general y de las mujeres racializadas en particular,
incluyendo la imposibilidad de obtener la regularización administrativa, de
tener que sobrevivir en la economía sumergida, con la vulneración de derechos
que implica, sin posibilidades mínimas de conciliación y sin la seguridad más
básica en materia de riesgos laborales, agravada por la insuficiencia de
controles públicos. Y por si eso fuera poco, la situación no cesa de agravarse
por la carencia generalizada de una perspectiva intercultural y de una
perspectiva interseccional no solo en los procesos de selección de personal de
las empresas y las administraciones públicas sino también en la propia gestión
de las políticas de personas y, en general, en la configuración de las
plantillas profesionales. Si a eso se suman las dificultades en el acceso a la
formación profesional, la dispar eficacia de los servicios públicos de empleo
en cuanto a tasas de inserción de población extranjera y las recurrentes dificultades
para el reconocimiento de las titulaciones extranjeras o la acreditación de las
experiencias en terceros países, el diagnóstico se complica de forma notable.
En conjunto, una de
las consecuencias más graves de estas desigualdades es la construcción de una
“ciudadanía de segunda mano” y, en ciertos casos, la exclusión de la propia
ciudadanía, perpetuando una injusticia histórica que puede evitarse
construyendo igualdad en la diversidad o, dicho de otro modo, reconociendo a
estos grupos como sujetos de derecho y no como mera mano de obra barata y
servicial, como diría Eduardo Romero[14]. En suma, no hay democratización
efectiva de la sociedad si las mejores oportunidades quedan reservadas a las
personas nativas.
En este sentido,
resulta pertinente preguntarse sobre las acciones que están elaborando las
Administraciones Públicas, las ONG y asociaciones, las empresas y sindicatos
para articular una política de género a una política intercultural en sus
prácticas de dirección y gestión, en los procesos de contratación y en general,
en la conformación de sus plantillas laborales. En particular: ¿cómo abordan
las situaciones manifiestamente desiguales entre mujeres y hombres y entre
mujeres locales y mujeres migrantes, teniendo en cuenta otros marcadores de desigualdad?
¿Qué nuevas iniciativas legislativas se están poniendo en marcha para
transformar estas realidades excluyentes? ¿Qué estrategias se están desplegando
para favorecer una inclusión más satisfactoria en el campo laboral, capaz de
romper con el confinamiento sectorial que las afecta y la precariedad que se
agrava en estos grupos? Y dada la dificultad para acceder tanto a estudios
reglados como a formación profesional y ocupacional, ¿qué están haciendo las
agencias de colocación públicas para mejorar la inclusión de estos grupos de
mujeres migrantes? ¿Qué políticas de empleo específicas se están desplegando
para combatir estas formas de empleo precario y en ocasiones degradante por las
pésimas condiciones de trabajo? Más en general, ¿qué políticas públicas de
inclusión laboral se están desarrollando para dar más oportunidades laborales a
estos grupos, incluyendo el sector público y el campo asociativo y sindical?
Además de constatar la realidad drástica que afecta a estos grupos, ¿qué
estamos haciendo para abrir los espacios en una dirección inclusiva,
especialmente en las instituciones públicas, en tanto sujetos de derecho? En
gran medida, de la respuesta que se de en la práctica a estas preguntas depende
el porvenir más o menos próximo de las mujeres que vienen.
Notas:
[1] Dichas
conclusiones han sido reunidas en VVAA (2018): Informe final de las jornadas de
inmigración y empleo, mimeo.
[2] Al respecto,
remito a un estudio relativamente reciente realizado desde Alianza por la
Solidaridad (2018): “Mujeres migrantes como sujetos políticos en el País
Valencià: Creando estrategias frente a las Violencias”, Alianza por la
Solidaridad, Valencia.
[3] Recordemos que
según el INE, la tasa de paro femenina es actualmente del 14,84%, mientras que
la masculina se sitúa en 10, 74%, siendo la diferencia porcentual superior a 4
% (EPA, Segundo trimestre de 2022, Instituto Nacional de Estadística, p. 5, versión
electrónica en https://www.ine.es/daco/daco42/daco4211/epa0322.pdf). Por su
parte, la diferencia entre tasa de paro de la población española (11,76% %) y
población extranjera (18,40%) es mayor: más de 7 % de variación.
[4] Para ahondar
sobre esta brecha de derechos remito al reciente trabajo de CIDALIA (2022):
“ESTUDIO SOBRE LAS PRINCIPALES BRECHAS DE DERECHOS QUE CONFRONTAN LAS MUJERES
MIGRANTES RESIDENTES EN LA COMUNITAT VALENCIANA”, Asociación Por ti Mujer,
Valencia.
[5] Estas dinámicas
desiguales también afectan a los trabajadores migrantes. De hecho, el total de
los afiliados extranjeros del Régimen General y de Autónomos por sector
económico permite sostener que “(…) la mayor parte del colectivo se encuadra en
el sector servicios, que en diciembre de 2021 alcanzaba el 72,27 % del total.
El resto de porcentajes se distribuye entre el 7,32 % de industria, el 8,97 %
de construcción y el 11,44 % de agricultura” (VVAA (2022): Informe del Mercado
de Trabajo de los Extranjeros. Estatal. Datos 2021, versión electrónica en
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