NOVIEMBRE, CUANDO LOS “MUERTOS”
CELEBRAN LA VIDA
ITZAMNÁ
OLLANTAY
Todas las
civilizaciones y culturas buscaron respuestas a las grandes preguntas
existenciales que inquietan al ser humano. Así como la inquietud sobre el
origen del mundo y de la humanidad, también la pregunta sobre la muerte, fue y
es una constante en la vida.
En el caso de las
civilizaciones Quechua, Aymara, Maya, Azteca, entre otras, explicaron la
“muerte”, como parte de un ciclo de la Vida en constante regeneración. Mas no
como un fatal final, o fracaso existencial. Por eso, incluso en nuestras
comunidades bautizadas la “muerte” de un ser querido no se llora, se celebra
con fiesta. Abundante comida, bebidas y música.
Quienes fallecen y
se reincorporan al vientre húmedo y fresco de nuestra Madre Tierra no
desaparecen de nuestra convivencia cotidiana. Ellas y ellos, renacidos a una
nueva dimensión existencial, diferente a la nuestra actual, continúan siendo
“sujetos” en y para la comunidad cósmica, con sus derechos y obligaciones.
Continúan siendo sujetos históricos colectivos, acuerpando e impulsando las
inconclusas historias familiares y/o nacionales.
En nuestras
filosofías, las y los “difuntos”, no desaparecen, ni se van. Existen y
coexisten con y entre nosotros/as hilvanando una infinidad de interrelaciones
en la comunidad cósmica y humana. Esta es nuestra mayor certeza que difumina en
nosotros el tenebroso miedo a la muerte.
Casi siempre veía a
mis padres, en su cotidianidad ritual, invocando o clamando a sus parientes y
amistades difuntos, junto a sus apus. Unas veces para agradecer por las
bondades de la vida, otras veces para afrontar las dificultades. Y, cuando
llegaba el mal llamado Aya marq’ay killa (mes de la procesión de difuntos, en
quechua), la comensalía con familiares difuntos alcanzaba su máxima algarabía
entre el 1 y 2 de noviembre. Era cuando los herq’es (niños, en quechua)
comíamos en abundancia, panes dulces, golosinas…
Guamán Poma cuenta
que en Aya marq’ay killa (noviembre) las panacas (clanes) y familias subían a
los chullpares (lugares donde se depositaban los cuerpos difuntos para su
biodegradación orgánica) llevando regalos, comidas y bebidas en abundancia,
música.
Dichos festejos se
hacían los tres primeros años del difunto. Luego, en el mismo mes, los esqueletos
eran bajados en procesión, para hacerlos partícipes de las fiestas comunitarias
y/o familiares, e incorporarlos a la vida comunitaria. Terminada la fiesta, se
los colocaba en algún espacio importante de la vivienda, y desde allí, ejercían
su rol protector.
En la actualidad,
en buena parte de Los Andes, como en el Sur de México, se celebra con algarabía
la fiesta de los “difuntos” entre finales de octubre e inicios de noviembre.
Pero, no es una fiesta de los muertos. Sino, es toda una fiesta familiar y
comunitaria que evidencia la vivencia y convivencia con los Otros seres vivos
(quienes partieron de la faz de la tierra).
Es una
conmemoración del nacimiento hacia esa otra dimensión existencial, que
Occidente llama muerte. En esa celebración de cumpleaños comunitario, esos
Otros seres vivos visitan en grupos a sus familias para festejar la Vida. Y
luego de las fiestas, las y los visitantes se van en grupos, compartiendo
vivencias y regalos recibidos, para continuar haciendo historia con los suyos desde
sus lugares.
Con este raciocinio
ritual, los pueblos indígenas, encontramos la manera de aceptar y convivir con
la “muerte” sin mayores sobresaltos, ni desesperos. El o la indígena, no muere,
ni desaparece. Quien fallece, renace y construye las historias inconclusas de
sus pueblos desde dimensiones cósmicas, en interacción permanente con los
“vivos”. Nadie nace para morir. Nacemos para renacer. Esta es y debería ser
nuestra mística y certeza existencial para hacer más llevadera las
incertidumbres más lacerantes que ni la promesa de la resurrección cristiana ha
podido sosegar en el ser humano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario