CURAS MUY MACHOS
JUAN CARLOS ESCUDIER
La obsesión de la
Iglesia católica con los homosexuales es enfermiza y ni el Papa, tan moderno y
chiripitifláutico, ha podido sustraerse a esa patología. El Catecismo aconseja
acogerlos con delicadeza, no sin antes aludir al inexplicado “origen psíquico”
de la homosexualidad y definir sus actos como depravados o “intrínsecamente
desordenados”, contrarios a la “ley natural” y, por supuesto, reprobables. Un
homosexual cristiano ha de sobrellevar su cruz y entregarse a la castidad
“mediante virtudes de dominio de si mismo” si quiere alcanzar la gracia divina.
La Curia nunca ha
podido aceptar que la homosexualidad se descubre y no se elige por pura
perversión, porque hacerlo implicaría poner patas arriba su propia doctrina. Si
los gays nacen y no se hacen, ¿cómo explicar que Dios, omnipotente y
omnisciente, creara al mismo tiempo seres humanos ‘naturales’ y ‘antinaturales?
¿Se despistó el Creador en algún momento? ¿Debería haber trabajado también el
séptimo día y poner más atención a sus figuritas de arcilla en vez de echarse
la siesta?
Esta contradicción
ha institucionalizado la homofobia hasta en las normas que tratan sobre la
formación de nuevos sacerdotes, donde se aconseja no admitir en los seminarios
a personas con tendencias homosexuales evidentes, lo que implica optar por el
pelo en vez de por la pluma. Esto mismo fue lo que expresaba este viernes con
gran escándalo el secretario general de la Conferencia Episcopal, Luis
Argüello: “Pedimos varones célibes y dentro de esta configuración de varones
célibes pedimos también que se reconozcan y sean enteramente varones y, por
tanto, heterosexuales”. Y aunque luego rectificara –“no quiero decir que los
varones homosexuales no sean perfectamente varones”, el mensaje estaba ya
lanzado: La Iglesia quiere curas “de sexo varón, de género varón”, cuya
tendencia sexual “no sea de atracción por el mismo sexo”, curas muy machos, en definitiva.
Dicho de otra manera, la Iglesia se pasa por la sotana las leyes de no
discriminación.
Argüelles se
limitaba en cualquier caso a reproducir el pensamiento del Papa Francisco, que
es capaz de decirle a un víctima gay de los abusos sexuales de un sacerdote que
Dios le hizo así, le quiere así “y a mi no me importa” y, al mismo tiempo,
justificar la no admisión de homosexuales al sacerdocio para no poner en
peligro “la vida del seminario” y prevenir “escándalos” que “desfiguran el
rostro de la Iglesia”.
Esta santa
hipocresía es la manera vaticana de decir que los homosexuales son serpientes
en el paraíso que harían de las escuelas para futuros presbíteros
reproducciones a escala de Sodoma, lanzando a sus compañeros pastillas de jabón
en las duchas como si fueran manzanas del árbol prohibido. Y lo que es más
grave, sugiere una vinculación directa entre la homosexualidad y la pederastia.
Lo que viene a mantener el Papa es que si la Iglesia estableciera un ‘cordón
sanitario’ e impidiera la ordenación de sacerdotes homosexuales los escándalos
de abusos a menores desaparecerían.
Por algo muy
parecido -afirmar que “sodomía y pedofilia son dos ramas del mismo tronco”- el
periodista Eulogio López fue condenado este año a seis meses de cárcel como
autor de un delito de odio. “La dosis de menosprecio y descrédito que encierran
estas palabras es sencillamente brutal, intolerable para una sociedad basada en
el respeto a la dignidad y la libertad de las personas”, proclamaba la
sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid. Según el fallo, relacionar
homosexualidad y pedofilia “colisiona frontalmente con la opinión científica
(…) Nada de esto puede proclamarse con relación a las personas homosexuales si
no es desde la más palmaria intención de humillarles”.
No es amor sino
odio lo que destila el representante de Dios en la Tierra cuando aconseja a los
padres de niños homosexuales recurrir a psicólogos para que les traten, como si
su inclinación fuera un trastorno al que sólo se puede poner remedio si se
ataja a tiempo. El Papa es un señor muy moderno, un hombre de su tiempo, sin
ningún género de dudas.
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