TENGO UN PROBLEMA CON LOS TAXIS
GABRIELA WIENER
Tengo un problema
con los taxis del primer mundo. Basta leer cualquiera de mis libros para notar
una inquina exagerada, un ensañamiento. En especial los taxis de Barcelona, tal
vez por aquella anécdota ocurrida hace unos años, en la noche en que empecé con
los trabajos de parto y el taxista que me llevaba al hospital me dijo que
tuviera cuidado, que no le fuera a manchar el coche. Por si fuera poco, los
ginecólogos, que no fueron mucho mejores, me regresaron a casa porque aún no
había dilatado lo suficiente, y después de llamar sin éxito a otro taxi durante
una eternidad –por lo que me dijeron los sábados no suele haber demasiado
servicio porque los borrachos también podrían mancharles el coche, aunque eso
fue ya hace más de una década– me vi obligada a llamar a una ambulancia con todo
lo aparatoso y efectista que es para una mujer que creía en el parto natural.
También creo que mi odio a los taxis se debe a que por lo general no puedo
pagarlos. Para alguien como yo, que ha sido una usuaria compulsiva en otros
tiempos, en otras latitudes y a otros precios, supuso toda una gestión
emocional aceptar que ya no podían formar parte de mi vida normal. Cuando los
tomo aún sudo frío mirando el taxímetro en los semáforos.
Tengo un problema
con los taxis, pero no con los del segundo y tercer mundo, porque allí son otra
cosa. Me despiertan una hermandad, una solidaridad visceral, son como el espejo
de nuestra cultura y de nuestros bolsillos. No son productos de lujo, como en
Europa. Para empezar, estoy estos días en Lima, una ciudad con uno de los
sistemas de transporte público más infernal del mundo, un espacio caótico en el
que en la “hora punta” pueden soportarse retenciones de hasta dos horas,
dependiendo de a dónde quieras llegar. En ese contexto, la idea del taxímetro
–con esas retenciones los taxistas se harían millonarios o nadie tomaría taxis–
es tan exótica como los taxis voladores, solo superado por esa entelequia
conocida como los sindicatos de taxistas.
Allí hace dos
décadas cualquiera podía ser taxista, circular y trabajar sin licencia. Si
quieren ver algo bonito vean el documental Metal y melancolía, filmado en Lima
en 1993. En una escena, un policía se acerca al taxi en el que está la
documentalista y le pide sus papeles. Cuando el policía pregunta de qué trata
la película, ésta le contesta que sobre los taxistas en Lima. El policía
comenta entonces: “ah, yo también soy taxista, de repente me pueden filmar a
mí”. Hasta mi papá en alguna época tuvo un cartelito de taxi que colgaba para
ganarse unos extras. Antes de que llegaran las App la gente solo se acercaba,
preguntaba ¿cuánto me cobra de tal sitio a otro?, el taxista hacía una
estimación y tras una negociación siempre a la baja, el cliente decidía
subirse. Ahora aún es habitual entre los que no usan las App, que son la
mayoría. Los taxistas son por lo general gente de clase media empobrecida o
directamente de pocos recursos. Hay taxis aún que se caen a pedazos de viejos.
Desde que llegó la panda de Uber, pareciera que todo ha cambiado, sí, pero no
para la mayoría de taxistas, tal vez solo en que su pauperización se ha
acelerado.
Me explico: Allí
sufren a la par los taxistas de toda la vida y los taxistas que trabajan para
Uber o Beat, porque básicamente son las mismas personas. Es tan libre y salvaje
el mercado y tan poco regulado el servicio de taxis que los conductores pueden
trabajar para una empresa tradicional, para una con aplicación y para sí mismos
a la vez. He estado usando las aplicaciones estos días, pude disfrutar no solo
de vehículos que llegan en menos de dos minutos a tu puerta, también de una
semana en que se ofertó un “a mitad de precio”: llegué a pagar por recorridos
de veinte minutos sorprendentes 3.5 soles, es decir un euro, que no llega ni
para la gasolina. Un caramelito sabroso para quien no esté familiarizado con
algo llamado derechos de los trabajadores.
Tengo un problema
con los taxis porque el otro día se me acabó la batería del móvil, oh desgracia
para un usuario de Uber, y tomé un taxi normal en la calle, es decir un coche
de 1999. El señor era uno de esos raros especímenes que no se ha unido todavía
a la moda de las App, aunque tampoco lo descarta del todo. Me contó que lleva
25 años de taxista, así que no necesita gps, porque él es un gps, se conoce
todas las calles de Lima. Para llegar a cubrir un sueldo mínimo trabaja de
lunes a domingo, de 7 de la mañana a 10 de la noche. Cena con su mujer, ve
televisión y se duerme, y al día siguiente todo igual. “Solo quiero dormir”, me
dijo. Sin duda, lo mejor de los taxistas en Perú es que te hablan de su vida y ponen
radio romántica, pero entiendo que eso no a todo el mundo le gusta.
De vuelta a las
ventajas y desventajas de Uber y compañía, a parte de la libre competencia y la
necesidad de modernizar un servicio anquilosado y a veces patético, está el
argumento a favor de la seguridad en la convulsa urbe de América Latina. El
consejo más ofrecido por una madre (bueno, de la mía), aparte de “que se ponga
condón” es: “no tomes nunca taxis en la calle”, pues se suele decir que los
robos, secuestros y violaciones pueden ocurrir en taxis que tomas alegremente
por ahí. Pero lo cierto es que hay evidencias de que pueden cometerse también
en la era de las aplicaciones. Ahí está el caso de la chica violada y asesinada
en México por un chófer de Cabify, que forzó a la compañía a anunciar la
creación de un botón del pánico. O algo que es vox populi y que yo misma he
comprobado: muy a menudo el taxista que conduce no es el taxista con licencia
que aparece en la foto. La trampa de la modernidad y la picaresca de siempre
coexistiendo. Hace rato que ahí lo público nos lo arrebataron. Ni qué decir de
los derechos laborales. Y las reglas de convivencia nunca existieron.
En España, en
cambio, aún hay resistencia, aunque se trate de señorones taxistas de Barcelona
y sus coches relucientes defendiendo sus derechos y atacando la competencia
desleal. El fantasma de futuros oligopolios, más crudos en su refinamiento
tecnológico, sobrevuela el conflicto entre los trabajadores del taxi regulado y
las empresas líquidas de transporte, que por ahora han llegado pisando fuerte,
endulzando a los clientes con tarifas y caramelitos y botellines de agua,
amenazando con llenar de coches contaminantes la ciudad, que ni siquiera son
suyos, precarizando a los taxistas de toda la vida y creando burbuja. Dicen que
pronto todos estaremos ahí como todo estamos en Facebook. Mientras, Uber sigue
subiendo sus acciones en la Bolsa y algunos aprovechan para meter en la colada
a Ada Colau –el terror de AirBnb y Uber, quien ha propuesto una salida
medianamente reguladora– para ver si así logran al menos rasguñarla
políticamente y de paso al municipalismo.
Tengo un problema
con los taxis y con los grandes problemas de Europa. Cuando estoy en Perú de
vacaciones, entre edificios descomunales de Movistar y Repsol, me dan ternurita
y asquito.
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