LA IGLESIA PEDERASTA
DAVID TORRES
Con los pederastas
católicos sucede lo mismo que con las cucarachas, que cuando ves una
correteando por el suelo de la cocina, puedes jurar que ya hay centenares
infestando el baño y la cocina. El escalofriante informe de 1.356 páginas
realizado por un gran jurado de Pensilvania confirma una vez más lo que era un
secreto a voces: que la iglesia católica está podrida de arriba abajo y que el
abuso a niños se trata de una práctica generalizada, institucionalizada y
organizada desde las más altas instancias; un crimen inmundo que compete a
sacristanes, curas, obispos, cardenales y que llega hasta la grotesca figura
del Papa Bergoglio, ese tentetieso con tiara que asegura que no habrá perdón
para los pederastas y que ha sido amigo, encubridor y protector de violadores
infantiles desde su época de arzobispo de Buenos Aires hasta sus tenebrosos
tejemanejes en la silla de Pedro.
El relato de los
setenta años de abusos sexuales en seis diócesis de Pensilvania se lee como una
Biblia negra que muestra la verdadera cara del catolicismo. Más de un millar de
niños destrozados, más de trescientos sacerdotes culpables, una trama mafiosa
que actuaba con completa impunidad gracias a una maquinaria de terror
perfectamente engrasada que funcionaba a base de encubrimientos, silencio y
amenazas. Sin embargo, la palabra “violación”, la palabra “abusos”, se queda
muy corta. Como advirtió John Barth, “lo único real son los detalles”. Y los
detalles que salieron a la luz durante el proceso provocan tales arcadas que
uno se pregunta cómo a Bergoglio no se le cae la cae de vergüenza, si la
tuviera. Un sacerdote obligando a un niño desnudo a que posara como el niño
Jesús. Otro que violó a una niña de siete años mientras la visitaba en el
hospital después de que la operaran de anginas. Otro que, tras un rosario de
denuncias por abusos infantiles, acabó trabajando en Disney World gracias a una
carta de recomendación de la iglesia.
Aparte de una rabia
y un asco infinitos, lo que emerge de la lectura esa Biblia monstruosa es la
certidumbre de que la pederastia en la iglesia católica nunca es la excepción,
sino la regla. Lo demuestra el hecho de que, durante siete décadas, no sólo se
cometieron allí violaciones y asquerosidades sin límite, sino que se desarrolló
también un protocolo de emergencia que se aplicaba en el caso de que saltara
algún escándalo, una especie de manual de instrucciones para intentar distraer
la atención y echar tierra al asunto. El punto uno señala que nunca hay que
decir las cosas por su nombre (“no diga violación, sino contactos
inapropiados”); el cuarto, que si un cura debe ser trasladado de diócesis,
nunca debe especificarse el motivo sino decir, por ejemplo, que está de baja
por “fatiga nerviosa”. El último, verdaderamente repugnante, revela la
auténtica dimensión del crimen: “Finalmente y, sobre todo, no diga nada a la
policía. El abuso sexual, aunque sin penetración, siempre ha sido un delito.
Pero no lo trate de ese modo, sino como un asunto personal, dentro de casa”.
En todas partes
cuecen habas y en todos los ámbitos hay criminales, pero este último punto
muestra la familiaridad con que la iglesia católica, desde hace siglos, no sólo
disculpa sino que fomenta la pederastia. “Un asunto personal, dentro de casa”.
El propio Bergoglio tiene un amplio historial de mirar para otro lado: encubrió
personalmente el escándalo de los abusos a niños sordomudos en la iglesia de
Mendoza, ha protegido a violadores de niños por todo el mundo, de Francia a la
República Dominicana y de Chile a España, y tampoco ha movido un dedo ante las
más de 1.200 denuncias de curas pederastas desde que entró al Vaticano. Sí, lo
mismo que con las cucarachas.
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