TIMOS E ‘INFLUENCERS’
ANÍBAL MALVAR
Al menos doscientos
jóvenes españoles han sido estafados por una peculiar empresa que les cobraba
por irse de cooperantes a países como Ghana, Sri Lanka o Tailandia. Cuando
llegaban a los lugares de destino, en lugar de campamentos de trabajo, escuelas
donde enseñar u hospitales donde curar los llevaban a una playa, les invitaban
a una cerveza y les iban preparando para lo que les tenían programado: un tour
fotográfico con niños hambrientos para que los enseñaran a sus amigos de
Instagram.
La reacción de los
jóvenes que denunciaron la estafa alumbra un poco de esperanza en el futuro. En
lugar de aceptar el mes de turismo de postureo e Instagram entre negritos
hambrientos, se han vuelto a España a desmontar el chiringuito del emprendedor
Yago Zarroca.
Su empresa, Yes We
Help, calculó mal el grado de idiotización de la joven sociedad española. Su
agresiva campaña publicitaria en Instagram, con famosos —ahora los paletos les
llaman influencers— retratándose en estas falsas misiones humanitarias, logró
que muchos chavales cayeran en la trampa. Pensaba Zarroca que un estudiante de medicina es tan
gilipollas como para irse a Ghana solo para inflar su currículum progreguay en
las redes sociales. No todos somos Pablo Casado, Cristina Cifuentes y tal. El
estafador subestimó a los estafados.
Falta saber ahora
en qué lugar queda el famoseo que contribuyó a la estafa colgando fotos y
mensajes solidarios en las redes. Estos personajes fueron el cebo del engaño:
dieron respetabilidad a la firma, la vendieron como una suerte de oenegé
formativa. ¿Cobraron o los engañaron a ellos también? ¿Sea como sea, cómo
deberían actuar ahora?
Los influencers son
el viejo famoseo de las nuevas generaciones, los peñafieles de los millenials.
Gente que, con mayores méritos publicitarios que artísticos o intelectuales, se
convierte en una corriente de pensamiento, estética y ética en sí misma. Todo
el mundo sabe que sus textos en la redes no los escriben ellos, y también es de
todos conocido que sus espontáneos selfies llevan su espontánea soledad
acompañada por un maquillador, un fotógrafo, un iluminador, un photoshopista
experto y el cobrador del frac, también llamado agente. Pero aun así, su
opinión cuenta a la hora de ver un programa de televisión, comprar una marca de
zapatos o elegir entre una égloga de Garcilaso y un tractatus de Boris
Izaguirre.
Rebusco en la red y
aun no encuentro ninguna explicación o disculpa por parte de estos
dicharacheros vendedores de buena conciencia, ahora que se ha desmontado la
calcutada timadora de Yago Zarroca.
Escribía en estas
mismas páginas Desirée Bela-Lobedde una inteligente guía de comportamiento para
los jóvenes que acuden a este tipo de iniciativas solidarias. Y les invitaba a
partir desnudos del “síndrome del salvador blanco”.
Sería también
necesario revisar la ética de esos influencers –como una tal Dulceida, Paz
Padilla y Octavi Pujades (algunos ni me suenan)– que no profundizan en la
naturaleza de los negocios que promocionan. Al final de toda esta historia, las
perjudicadas serán las oenegés honradas y convencionales, pues de confusiones
interesadas está plagada la prensa neocón, y aprovechará este turbio asunto
para ensuciar la cooperación en general. No les gustó nunca la cooperación. Por
cooperación, ellos entienden la pesetilla del domund en la hucha de la monja.
Lo demás es buenismo. Y a los buenistas les pasan estas cosas.
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