jueves, 23 de agosto de 2018

EL YUGO Y LAS FLECHAS DE LA DERECHA


EL YUGO Y LAS FLECHAS 
DE LA DERECHA
JUAN CARLOS ESCUDIER
La derecha española ha sido avisada por algunos de sus más relevantes condotieros de que la exhumación de Franco prevista por el Gobierno es una trampa para que el personal confirme que el PP es el heredero de la dictadura y que en su ADN predominan genes bajitos, con voz atiplada y poco democráticos. El aviso se ha extendido a Ciudadanos, por eso de que a los clones les pasa lo mismo que a las monas que se visten de seda, aunque la seda sea de color naranja. Ni unos ni otros parecen haber hecho mucho caso al consejo.

Parten estos áulicos consejeros de que no existe relación alguna entre la derecha actual y el viejo franquismo salvo en la mente calenturienta del rojerío y que, en consecuencia, el plan de remover la pesada lápida del Valle de los Caídos y trasladar a otro lugar la momia que yace debajo es una argucia para establecer un nexo ficticio entre sus líderes y el antiguo régimen, un burdo truco, una colosal infamia.


La premisa contiene el error de considerar que el franquismo se extinguió en el cataclismo lacrimógeno de Arias Navarro en televisión, cuando lo cierto es que su legado fue mucho más que sociológico. Hubo continuismo desde la jefatura del Estado al último negociado ministerial y franquistas ‘presentes’ durante décadas en cada estamento, desde la Judicatura a la Policía y desde el Ejército –cuyos supervivientes siguen firmando hoy manifiestos de desagravio al dictador- a la política. No es casualidad que Alianza Popular fuera fundada por un exministro franquista ni que treinta años después un tal Mayor Oreja definiera la etapa más negra de la historia reciente de España como un período de extraordinaria placidez.

Así pues, ni el franquismo se esfumó de repente ni la derecha democrática nació por generación espontánea aunque el empeño por ocultar sus orígenes haya sido constante. Perviven en ella raíces franquistas junto a un conservadurismo decimonónico que entendía la democracia como la antesala del caos, se oponía a la modernidad y trataba de conjurarla con un sistema electoral corrupto que tan bien manejó Cánovas del Castillo. Tras el fracaso de Maura y su revolución conservadora, la derecha se alió con la dictadura de Primo de Rivera, se mantuvo en pie de guerra contra la República y alentó la sublevación franquista, siempre en guardia contra cualquier avance en derechos sociales. Esa es su historia.

También es la razón por la que sólo en un ocasión se ha hecho desde sus filas una condena explícita del franquismo, en un obligado y penoso lavado de cara que no pudo eliminar tanto hollín acumulado. En esa resistencia a abjurar del pasado hay, sin duda, un componente electoral pero también una cuestión de principios. En sus llamadas constantes a mirar al futuro y no reabrir heridas sobrevive su pecado original.

Puede que la exhumación de Franco sea una gigantesca campaña de propaganda de la izquierda y una manera de apuntalar la inmensa minoría parlamentaria del Gobierno pero también debería ser una oportunidad para que la derecha entierre definitivamente sus fantasmas. Nada cambiará hasta que no entienda que los huesos que permanecen en las cunetas y los ejecutados de manera injusta y sumarísima por un régimen asesino no son sólo los muertos de una parte sino los de todos.

Asumir esa memoria histórica y colectiva es incompatible con la indiferencia ante la glorificación póstuma del dictador y con los subterfugios para oponerse al traslado por decreto de sus restos con el argumento de que no hay urgencia que lo justifique. Va siendo hora de que la derecha se libre de su yugo. Y de sus flechas.
 


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