LA BANALIZACIÓN DEL AMOR
LIDIA FALCÓN
Las confidencias de
las jóvenes sobre sus relaciones amorosas me descubren que la principal queja
sobre el comportamiento de sus parejas varones es la falta de fidelidad. Con
apenas veinte años los muchachos de hoy no consideran importante guardar la
fidelidad a su novia.
Pero no estamos en
los años 70 rompiendo tabúes patriarcales ni se recuerda el hipismo ni el amor
libre ni las relaciones abiertas que se implantaron a partir del mayo del 68.
Ahora se regresa al engaño y a la hipocresía decimonónicas. Un muchacho tiene
relaciones con varias chicas a la vez y las engaña a todas mientras dura. Y
cuando se le piden explicaciones niega toda responsabilidad.
Jóvenes y hombres
en la edad de entregarse incondicionalmente a la pasión amorosa hoy tienen la
moral del cliente de prostíbulo. Ni fidelidad ni lealtad. Todo son mentiras. Y
sospechamos que comentan sus triunfos con sus iguales.
Las muchachas con
las que he hablado muestran una desilusión y una desconfianza amarga insólitas
a su edad. Me dicen que no es posible ir a una discoteca con el deseo de
encontrar pareja porque los que van allí son unos cafres. Y preguntadas si
había algún otro lugar para ello, responden que no, que todos los que van a
ligar son unos sinvergüenzas. Literalmente.
En definitiva sus
tiempos de ocio los emplean en reunirse en cafeterías y pubs con las otras
amigas, que también han sido víctimas de los mismos engaños.
Hace más de medio
siglo Pitigrilli, escritor italiano que publicaba en La Codorniz, escribió un
artículo explicando que en una clase de bachillerato una profesora había
encontrado una nota de un alumno dirigida a una compañera en la que decía: “Dime si me quieres. Pon una cruz en el SI o
en el NO”. Y había dos círculos que contenían las respuestas.
Pitigrilli hacía
unos comentarios irónicos sobre el viejo arte de seducir reducido en aquel
momento a la respuesta de una encuesta.
Muchos años después
retomé el tema ante algún acontecimiento semejante y recordé el diálogo de
Romeo y Julieta sobre el buho y la alondra, en la madrugada de la noche de
amor, que en aquel momento se reduciría entre los amantes a una conversación
banal sobre el frío o el calor del dormitorio. Hoy trataría sobre los twits que
hubieran recibido en el móvil.
La banalización del
amor corre parejas a la banalización de una sociedad que ha perdido los grandes
objetivos de la existencia humana: la libertad, la igualdad, la fraternidad. Y
que ya no persigue la construcción de un mundo socialista y feminista, en el que
debe encontrarse el encuentro gozoso de
los sexos en la comunión de los cuerpos, en condiciones de reciprocidad. Aunque
ese amor no sea eterno y la relación sexual solo se base en el agrado y la
amistad. Siempre la amistad leal y el placer compartido con sinceridad. Sin
engaño ni burla.
Pero el tiempo de
hoy es más confuso. No sólo se banaliza la relación amorosa y el encuentro
sexual sino que se pervierte. Por parte, fundamentalmente, de los varones, que
consumen cotidianamente prostitución porque consideran a la mujer un producto
mercantilizado. Con la pornografía se han formado ya varias generaciones de
hombres desde la adolescencia.
No es ya la teoría
del vaso de agua -considerar la relación sexual únicamente la satisfacción de
una necesidad como la sed- que tanto criticó Lenin, argumentando que se puede
saciar la sed con un vaso de agua limpia pero que nadie querría beber un agua
sucia y contaminada. Se refería a la prostitución y las principales críticas
partieron de las feministas que le reprocharon comparar a las prostitutas con
agua contaminada. Pero el contaminado no es la prostituta sino el hombre que la
alquila, la veja y la desprecia. Como el joven que engaña a las novias a las
que utiliza a la vez, mientras se burla de su ingenuidad.
En el tiempo
presente se acepta que todas las variantes sexuales son legítimas y deseables.
Así defienden la prostitución, algunos incluso la pedofilia, como signo de
avance y posmodernidad. No solo ya no hay que hablar de amor y mucho menos de
fidelidad, sino ni siquiera de lealtad.
Para quien conoció
de las mismas protagonistas la apasionada defensa que del amor libre hicieron
las anarquistas contra la represión siniestra de la Iglesia, y estuvo en el
epicentro de las batallas del 68 y de la evolución de los 70 y la Transición,
viendo los sinceros intentos de construir unas relaciones amorosas y sexuales
nuevas con la defensa de la pareja abierta, las comunas y el hipismo, y
defendimos el divorcio, el control de natalidad y la homosexualidad, como
afirmación de la libertad de amar, este presente resulta sórdido cuando no
siniestro.
Declaraciones hay
de personajillas elevadas hoy a la categoría de ideólogas que enredadas en
confusos parlamentos sobre género, teoría queer, homosexualidad, bisexualidad,
lesbianismo, transexualidad, obvian mencionar el amor. Resulta concepto
demasiado anticuado para las pretensiones de posmodernidad que tienen.
Recuerdo la
película –que al final contradice su propio título- ¿Por qué le llaman amor
cuando quieren decir sexo? Y querría replicar preguntando: ¿Por qué solo hablan
de sexo y nunca de amor?
En 1987 publiqué un
número de Poder y Libertad, la revista del Partido Feminista, sobre el amor. Ya
en aquel momento estas teorías comenzaban a destruir la ideología y los anhelos
que nuestras antepasadas, desde Regina de Lamo a Alejandra Kollöntai, y Kate
Millet y yo misma habíamos construido, ladrillo a ladrillo, con el dolor de la
propia experiencia, sobre el amor que pretendíamos no patriarcal. Si en el
Patriarcado cupiera el amor. Y mi trabajo se titulaba Condenar a muerte el
amor.
Pero era el amor
que esclaviza a las mujeres a la dependencia afectiva de un hombre maltratador.
Toda la literatura, la ideología religiosa, la cultura dominante, ha situado
desde el principio de los siglos a la mujer supuestamente enamorada de su amo,
que tiene derecho a esclavizarla. Toda la literatura infantil clásica nos habla
del príncipe azul que rescata a la pobre Cenicienta del sojuzgamiento de una
madrastra y hermanastras –otras mujeres- y sitúa la mayor felicidad en contraer
matrimonio.
Había que acabar
con ese estereotipo sin duda. Y ya llevamos varios siglos intentándolo. Pero no
se trataba de tirar al niño con el agua sucia del baño.
Cuando Jiménez de
Asúa, el gran jurista republicano e institucionista, escribe su hermoso alegato
Libertad de amar y derecho a morir contra las trabas al divorcio y en defensa
de la eutanasia, no quería decir que había que establecer relaciones sexuales
efímeras, promiscuas, basadas en mentiras, y tantas veces agresivas, con toda
clase de seres humanos para ser considerado liberado. Ni por supuesto matar a
todo el que nos molestara, como critica la derecha.
Ciertamente la
libertad siempre queda mermada cuando el ser humano se enamora, pero considera
que compensa sobradamente la dependencia afectiva que se establece con la
persona amada por la riqueza de sentimientos, de solidaridad, de entendimiento
intelectual y de placer que proporciona esa relación.
Ciertamente para
ser considerado absolutamente libre no hay que depender de ningún sentimiento:
ni amor a los padres y a los hermanos, ni cariño por los amigos ni lealtad a
los compañeros. Pero entonces se es un monstruo.
Recuerdo un
documental sobre los perros del desierto en el centro de África, donde un grupo
de esos animales está velando a otro que agoniza. Allí, de pie, mirando el
horizonte, los compañeros esperan que muera para no dejarlo solo. Existen
muchas especies animales que son monógamas y la pareja se ayuda durante toda la
vida. Y naturalmente las que conviven en manada para sobrevivir.
Ya sabemos que
hemos heredado la promiscuidad de los homínidos, y nadie puede defender hoy la
prohibición del divorcio ni de las relaciones sexuales esporádicas y gratas sin
el compromiso del matrimonio. Pero ningún hombre éticamente responsable puede
mentir y engañar a la pareja a la que se le ha prometido amor y fidelidad para
continuar la faena con varias mujeres a la vez, como los jovencitos de hoy.
Tacharán de
anticuada y romántica esta defensa del amor fiel, pero al fin y al cabo, esos
tan vanguardistas y posmodernos lo que han inventado ahora es el adulterio, la
poligamia y la prostitución, tan antiguos como la humanidad, y contra los que
luchamos bravamente en los tiempos en que el feminismo defendió los
trascendentales cambios que eran precisos en las relaciones amorosas y sexuales
entre hombres y mujeres para lograr la felicidad.
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