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jueves, 2 de agosto de 2018

LA BANALIZACIÓN DEL AMOR


LA BANALIZACIÓN DEL AMOR
LIDIA FALCÓN
Las confidencias de las jóvenes sobre sus relaciones amorosas me descubren que la principal queja sobre el comportamiento de sus parejas varones es la falta de fidelidad. Con apenas veinte años los muchachos de hoy no consideran importante guardar la fidelidad a su novia.

Pero no estamos en los años 70 rompiendo tabúes patriarcales ni se recuerda el hipismo ni el amor libre ni las relaciones abiertas que se implantaron a partir del mayo del 68. Ahora se regresa al engaño y a la hipocresía decimonónicas. Un muchacho tiene relaciones con varias chicas a la vez y las engaña a todas mientras dura. Y cuando se le piden explicaciones niega toda responsabilidad.


Jóvenes y hombres en la edad de entregarse incondicionalmente a la pasión amorosa hoy tienen la moral del cliente de prostíbulo. Ni fidelidad ni lealtad. Todo son mentiras. Y sospechamos que comentan sus triunfos con sus iguales.

Las muchachas con las que he hablado muestran una desilusión y una desconfianza amarga insólitas a su edad. Me dicen que no es posible ir a una discoteca con el deseo de encontrar pareja porque los que van allí son unos cafres. Y preguntadas si había algún otro lugar para ello, responden que no, que todos los que van a ligar son unos sinvergüenzas. Literalmente.

En definitiva sus tiempos de ocio los emplean en reunirse en cafeterías y pubs con las otras amigas, que también han sido víctimas de los mismos engaños.

Hace más de medio siglo Pitigrilli, escritor italiano que publicaba en La Codorniz, escribió un artículo explicando que en una clase de bachillerato una profesora había encontrado una nota de un alumno dirigida a una compañera en la que decía:  “Dime si me quieres. Pon una cruz en el SI o en el NO”. Y había dos círculos que contenían las respuestas.

Pitigrilli hacía unos comentarios irónicos sobre el viejo arte de seducir reducido en aquel momento a la respuesta de una encuesta.

Muchos años después retomé el tema ante algún acontecimiento semejante y recordé el diálogo de Romeo y Julieta sobre el buho y la alondra, en la madrugada de la noche de amor, que en aquel momento se reduciría entre los amantes a una conversación banal sobre el frío o el calor del dormitorio. Hoy trataría sobre los twits que hubieran recibido en el móvil.

La banalización del amor corre parejas a la banalización de una sociedad que ha perdido los grandes objetivos de la existencia humana: la libertad, la igualdad, la fraternidad. Y que ya no persigue la construcción de un mundo socialista y feminista, en el que debe encontrarse  el encuentro gozoso de los sexos en la comunión de los cuerpos, en condiciones de reciprocidad. Aunque ese amor no sea eterno y la relación sexual solo se base en el agrado y la amistad. Siempre la amistad leal y el placer compartido con sinceridad. Sin engaño ni burla.

Pero el tiempo de hoy es más confuso. No sólo se banaliza la relación amorosa y el encuentro sexual sino que se pervierte. Por parte, fundamentalmente, de los varones, que consumen cotidianamente prostitución porque consideran a la mujer un producto mercantilizado. Con la pornografía se han formado ya varias generaciones de hombres desde la adolescencia.    

No es ya la teoría del vaso de agua -considerar la relación sexual únicamente la satisfacción de una necesidad como la sed- que tanto criticó Lenin, argumentando que se puede saciar la sed con un vaso de agua limpia pero que nadie querría beber un agua sucia y contaminada. Se refería a la prostitución y las principales críticas partieron de las feministas que le reprocharon comparar a las prostitutas con agua contaminada. Pero el contaminado no es la prostituta sino el hombre que la alquila, la veja y la desprecia. Como el joven que engaña a las novias a las que utiliza a la vez, mientras se burla de su ingenuidad.   

En el tiempo presente se acepta que todas las variantes sexuales son legítimas y deseables. Así defienden la prostitución, algunos incluso la pedofilia, como signo de avance y posmodernidad. No solo ya no hay que hablar de amor y mucho menos de fidelidad, sino ni siquiera de lealtad.

Para quien conoció de las mismas protagonistas la apasionada defensa que del amor libre hicieron las anarquistas contra la represión siniestra de la Iglesia, y estuvo en el epicentro de las batallas del 68 y de la evolución de los 70 y la Transición, viendo los sinceros intentos de construir unas relaciones amorosas y sexuales nuevas con la defensa de la pareja abierta, las comunas y el hipismo, y defendimos el divorcio, el control de natalidad y la homosexualidad, como afirmación de la libertad de amar, este presente resulta sórdido cuando no siniestro.

Declaraciones hay de personajillas elevadas hoy a la categoría de ideólogas que enredadas en confusos parlamentos sobre género, teoría queer, homosexualidad, bisexualidad, lesbianismo, transexualidad, obvian mencionar el amor. Resulta concepto demasiado anticuado para las pretensiones de posmodernidad que tienen.

Recuerdo la película –que al final contradice su propio título- ¿Por qué le llaman amor cuando quieren decir sexo? Y querría replicar preguntando: ¿Por qué solo hablan de sexo y nunca de amor?

En 1987 publiqué un número de Poder y Libertad, la revista del Partido Feminista, sobre el amor. Ya en aquel momento estas teorías comenzaban a destruir la ideología y los anhelos que nuestras antepasadas, desde Regina de Lamo a Alejandra Kollöntai, y Kate Millet y yo misma habíamos construido, ladrillo a ladrillo, con el dolor de la propia experiencia, sobre el amor que pretendíamos no patriarcal. Si en el Patriarcado cupiera el amor. Y mi trabajo se titulaba Condenar a muerte el amor. 

Pero era el amor que esclaviza a las mujeres a la dependencia afectiva de un hombre maltratador. Toda la literatura, la ideología religiosa, la cultura dominante, ha situado desde el principio de los siglos a la mujer supuestamente enamorada de su amo, que tiene derecho a esclavizarla. Toda la literatura infantil clásica nos habla del príncipe azul que rescata a la pobre Cenicienta del sojuzgamiento de una madrastra y hermanastras –otras mujeres- y sitúa la mayor felicidad en contraer matrimonio.

Había que acabar con ese estereotipo sin duda. Y ya llevamos varios siglos intentándolo. Pero no se trataba de tirar al niño con el agua sucia del baño.

Cuando Jiménez de Asúa, el gran jurista republicano e institucionista, escribe su hermoso alegato Libertad de amar y derecho a morir contra las trabas al divorcio y en defensa de la eutanasia, no quería decir que había que establecer relaciones sexuales efímeras, promiscuas, basadas en mentiras, y tantas veces agresivas, con toda clase de seres humanos para ser considerado liberado. Ni por supuesto matar a todo el que nos molestara, como critica la derecha. 

Ciertamente la libertad siempre queda mermada cuando el ser humano se enamora, pero considera que compensa sobradamente la dependencia afectiva que se establece con la persona amada por la riqueza de sentimientos, de solidaridad, de entendimiento intelectual y de placer que proporciona esa relación.

Ciertamente para ser considerado absolutamente libre no hay que depender de ningún sentimiento: ni amor a los padres y a los hermanos, ni cariño por los amigos ni lealtad a los compañeros. Pero entonces se es un monstruo.

Recuerdo un documental sobre los perros del desierto en el centro de África, donde un grupo de esos animales está velando a otro que agoniza. Allí, de pie, mirando el horizonte, los compañeros esperan que muera para no dejarlo solo. Existen muchas especies animales que son monógamas y la pareja se ayuda durante toda la vida. Y naturalmente las que conviven en manada para sobrevivir.

Ya sabemos que hemos heredado la promiscuidad de los homínidos, y nadie puede defender hoy la prohibición del divorcio ni de las relaciones sexuales esporádicas y gratas sin el compromiso del matrimonio. Pero ningún hombre éticamente responsable puede mentir y engañar a la pareja a la que se le ha prometido amor y fidelidad para continuar la faena con varias mujeres a la vez, como los jovencitos de hoy.

Tacharán de anticuada y romántica esta defensa del amor fiel, pero al fin y al cabo, esos tan vanguardistas y posmodernos lo que han inventado ahora es el adulterio, la poligamia y la prostitución, tan antiguos como la humanidad, y contra los que luchamos bravamente en los tiempos en que el feminismo defendió los trascendentales cambios que eran precisos en las relaciones amorosas y sexuales entre hombres y mujeres para lograr la felicidad.
 


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