EL INCREÍBLE MÁSTER
MENGUANTE
DAVID TORRES
A
estas alturas el célebre máster de Cifuentes va camino de convertirse en el
misterio más fascinante de la literatura española, por encima incluso del Poema
del Cid y del Lazarillo de Tormes. Con ambas obras maestras sucede que se
conserva el manuscrito pero se desconoce el autor, mientras que con el máster
de Cifuentes pasa que se conserva el autor pero no el manuscrito. En mis
tiempos de filólologo en la Universidad Autónoma de Madrid, entre litrona y
litrona en el parque, discutíamos sobre aquella acalorada contienda entre
Menéndez Pidal y Colin Smith, donde el primero sostenía que faltaban las
primeras páginas del manuscrito del Poema del Cid, pues el cantar se abre con
un verso terriblemente abrupto, mientras que el segundo clamaba que no podía
atribuirse al azar el comienzo más hermoso de cualquier literatura. Tenía razón
Colin Smith. Ni la Ilíada con su “Canta, diosa, la cólera aciaga de Aquiles
Pelida”, ni El Quijote, ni Cien años de soledad, ni En busca del tiempo
perdido, ni Moby Dick, ni Lolita, ni La metamorfosis tienen una obertura
comparable a la del viejo cantar que inaugura la épica castellana:
De
los sus ojos tan fuertemente llorando
tornaba
la cabeza y estábalos catando;
vio
puertas abiertas y postigos sin candados,
alcándaras
vacías, sin pieles y sin mantos.
Sin
embargo, hacía mal Colin Smith en subestimar el poder del azar, porque en el
caso del máster cifuentil no es que se hayan perdido las dos primeras páginas,
sino que sólo ha quedado el título, la hoja con las notas y el diploma. Para
colmo de mala suerte, ahora unos especialistas salen con la hipótesis de que es
posible que dos de las firmas de los profesores del tribunal estuvieran
falsificadas. Dos de tres, al menos. Con ello, el enigma académico de Cifuentes
alcanza una estatura shakespereana, ya que siempre hubo sospechas de que los
dramas y las tragedias del gran bardo inglés no las escribiera él sino Marlowe,
Bacon o el Duque de Oxford. No obstante, la teoría que últimamente ha cobrado
más crédito es que, en realidad, las obras de Shakespeare no son de puño y
letra de William Shakespeare sino de un desconocido poeta isabelino que se
llamaba, por casualidad, William Shakespeare.
Las
excusas numantinas de la propia Cifuentes, defendiendo con uñas y dientes la
autoría y la validez de su máster, resultan admirables, sobre todo porque nadie
duda de la autoría: de lo que dudan es del máster. Sus argumentos irrebatibles
recuerdan los de aquel abogado magistral que no podía creer en el certificado
de defunción de la víctima y le planteó una espectacular batería de preguntas
al forense autor del certificado. ¿Le tomó el pulso al cuerpo del señor Jones?
No, señor. ¿Le auscultó el corazón? No, señor. ¿Le puso un espejito en la nariz
para comprobar que no tenía aliento? No, señor. ¿Y entonces cómo puede usted
concluir tan alegremente que el señor Jones estaba muerto? Porque alguien le
había serrado el cráneo, le había sacado el cerebro y lo había dejado encima de
la mesa. ¿Y no cabría alguna remota posibilidad de que el señor Jones siguiera
vivo? Es posible, siempre que trabajara en su bufete.
Entre
los expertos que se han puesto del lado de Cifuentes en esta desigual batalla
contra el sentido común, se encuentran María Teresa Feito Higueruela, asesora a
sueldo del gobierno de Madrid, amiga personal de Cifuentes y filóloga para más
señas. El otro experto es Mariano, un hombre que siempre que pone la mano en el
fuego por un presunto sospechoso -Bárcenas, Matas, Aguirre, Barberá- ha salido
con la mano indemne y el presunto hecho cenizas. Por desgracia, el año pasado
perdimos al último pensador que podía haber arrojado algo de luz en la
irresoluble maraña del máster cifuentil, Chiquito de la Calzada, quien no
dejaba de advertir a un estudiante que todo el mundo tenía un graduado escolar
mientras que el estudiante, lo que tenía, era una etiqueta de Anís del Mono.
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