MENTIRAS Y
TRAMPAS A COSTA DEL PUEBLO
JUAN TORRES
Cuando estalló
la crisis y se hizo evidente la responsabilidad de los grandes bancos, las
autoridades internacionales anunciaron reformas profundas para acabar con la
insolvencia y la inestabilidad financiera. Sin embargo, lo cierto es que o no
han llegado a aplicarse o han sido tan laxas que sólo han servido para
disimular los problemas reales de la banca internacional.
Una de las
primeras fue un significativo anticipo de lo que vendría después. La Unión
Europea y más tarde Estados Unidos permitieron que los bancos registrasen los
activos tóxicos que estaban perdiendo valor según su precio de adquisición
(mucho más alto) y no según el de mercado, como es obligado si se quiere que el
balance refleje fielmente la situación patrimonial de una empresa.
Más tarde, el
Comité de Supervisión Bancaria de Basilea estableció un nuevo marco regulador
(los Acuerdos de Basilea III) que, entre otras cosas, reforzaba
significativamente las exigencias de capital de los bancos, justamente, para
evitar que pudiera estar artificialmente sobrevalorado o para que no resultase
en un momento dado insuficiente para hacer frente a deterioros en el valor de
sus activos. Concretamente, elevaron el llamado ratio de solvencia (que es el
cociente entre el capital y el activo ponderado por riesgo) del 2% al 8%, de
modo que al ser más elevado quedase cubierto en mayor medida el riesgo de
pérdidas por falta de recursos de la entidad y más a salvo de dicho riesgo sus
acreedores. Y, además, se reforzó la calidad de los activos que pueden
computarse como parte del capital.
La respuesta
del Gobierno ante esa reforma muestra a las claras lo que de verdad está
ocurriendo en el sistema financiero. Los bancos españoles habían acumulado en
años anteriores los llamados “activos fiscales diferidos”, que son ahorros en
impuestos que una empresa va a obtener en el futuro como consecuencia de haber
tenido pérdidas o de haber hecho provisiones en el pasado. A diferencia de lo
que antes sucedía, con los acuerdos de Basilea III esos activos ya no podrían
seguir formando parte del capital porque ahora sólo pueden serlo los que sean
capaces de ser usados “inmediatamente y sin restricción por las entidades de
crédito para la cobertura de riesgos o de pérdidas”. Lo que no ocurre con los
diferidos españoles puesto que, por definición, dependen de la capacidad de la
empresa o entidad financiera de generar beneficios en el futuro.
Al no poder
incluirlos, la mayoría de los bancos españoles se mostraría como lo que son:
entidades insolventes o incluso quebradas. Pero el gobierno de Rajoy vino en su
ayuda estableciendo por decreto que el Estado garantiza la recuperación de esos
activos (por valor de 40.478 millones de euros). Lo hizo decretando, por un
lado, que responde por ellos en caso de que algún banco no pudiera utilizarlos
para compensar beneficios futuros y, por otro, suprimiendo el plazo límite de
18 años para llevar a cabo la compensación de las pérdidas o la obligación de
que se dieran beneficios y se pagasen entonces impuestos para poder aplicar la
compensación. Es decir, haciendo que esos activos ya no sean “dependientes de
rendimientos futuros” sino auténticos créditos contra la Hacienda Pública y,
por tanto, susceptibles de computarse como capital.
Esta es la realidad
de las reformas financieras: encubrimiento de la quiebra bancaria y ayudas
públicas para que bancos zombis sigan ganando dinero. Y, mientras tanto, la
economía sigue sin la financiación que necesita con urgencia para salir de la
crisis.
Juan
Torres López es Catedrático de Economía de la Universidad de Sevilla i co-autor
del texto base para el programa económico de Podemos
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