DE DOMINGO PÉREZ MINIK
ENTRADA Y
SALIDA DE VIAJEROS: AL HILO DE SU RELECTURA
MARÍA TERESA DE VEGA DÍAZ
Nunca supe,
hasta hace unos días, que Pérez Minik se llamaba Domingo Pérez Hernández. ¿Qué
le hace a un hombre buscar el seudónimo?, se pregunta Julio Tovar en Diálogos,
a propósito de otro escritor canario, Alonso Quesada, nom de plume, junto con
el pintoresco Gil Arrebato, del que fue bautizado como Rafael Romero. ¿Se trata
de una frivolidad amable? O quizá sus conciencias mudaron de piel, y a ello
siguió ese instante en que necesitaron una nueva designación para sus rastros,
o para sus rostros, aquellos que emergían. De Pérez Minik dejamos a un lado
aquellos que adoptó para evitar ser reconocido por esa “autoridad” que le
encerró en la prisión de Fyffes unos meses.
Lo cierto es
que, como suele suceder en estos casos, los dos morarían para la eternidad de
sus escritos en esos nombres elegidos, eufónicos, alejados de los apellidos
corrientes, de la no contundencia de sus naturales marchamos.
De esos
viajeros que visitan la isla y que Pérez Minik nos presenta elogiosamente,
realzados por sus adjetivaciones singulares, admirables, de tres o cuatro
elementos en airosa cadena, quiero mencionar –y recordar para los lectores- a
unos determinados protagonistas. En primer lugar a André Breton, que nos
descubre, como dice el cronista con gracia, el tesoro, ignorado por los
isleños, de una isla surrealista, así declarada “oficialmente” por el escritor
francés. Se basa su declaración en su percepción de las Cañadas del Teide, las
arenas negras de nuestras playas, el drago milenario.
Así pues,
surrealismo paisajísitico que es, simplificando, lo raro, lo nunca visto, el
fruto de la alquimia de los poderes telúricos, heréticas plasmaciones ajenas a
los paisajes mansos o amansados. Tales
criaturas minerales, más grandes que nosotros, y que como nosotros están en ese
inconsciente de todos como lección del poder creador de la naturaleza, de su
impulso profundo a lo grandioso –aquí y en otros lugares del mundo- suponen
irrealidad solidificada que nos habla de las grandes pasiones. Son, arrancadas
del sueño, descontextualizadas, estampas que alteran el ánimo domado.
Otro viajero
que llega y sale –encantado- de la isla
es el arquitecto italiano Alberto Sartoris. En La Laguna, ha reconocido la obra
de los grandes arquitectos coloniales, se ha quedado maravillado ante el
convento de las monjas Claras y, después de un tiempo de meditación, afirma: He aquí un bellísimo fruto de
arquitectura funcional de otras épocas. Será difícil encontrar hoy un artista
que conciba y ejecute con medios tan pobres, pero con tanta fidelidad y tan
ceñido a lo que es el espíritu de la iglesia, un convento de monjas.
En la iglesia
de la Concepción de La Laguna, lo que más admiró fue la iluminación del templo.
Dice el cronista que por los ventanales caía un tejido de luz hermosísima, que
el visitante celebró como lograda de manera muy difícil por el arquitecto de la
vieja parroquia. Pero, ante las Cañadas
del Teide, del que Pérez Minik aprecia un “escorzo onírico indiscutible”, ha
permanecido un rato largo en silencio. Después ha dirigido la vista a algunas
especies minerales y vegetales indígenas.
Los Llanos de Ucanca son difíciles de asir, piensa el crítico canario. Y
que, para este huésped, es siempre superior la obra del hombre insular a la
geografía de su contorno.
Lo que leo me
hace pensar: En las tierras bajas, por muchos sitios de la isla, se ve el Teide
cuando puede verse. Envuelto en sus celajes, fantasmagórico, es una visión
prodigiosa, asombrosa, tal vez surreal, inmóvil centinela que vigilará, porque
quizá afecte a su destino, las prospecciones petrolíferas que sumen a muchos
canarios en el escorzo, especialmente retorcido, de la interrogación. Es
–seguimos- una visión arrebatadora, pero ¿fecundante?
Quizá su figura
inmutable, su mole nos suma en un estado
de recóndito narcisismo, de fusión paralizante con lo que se nos antoja
sublime. Dada la familiaridad con esa estampa, el misticismo que nos posee es
fugaz y leve y podemos, al menos, tener ilusionantes proyectos. Tal vez alguno
se abandone a su contemplación indefinidamente, pues sabe que su beatitud no es
objeto de procedimiento inquisitorial alguno.
El Teide, La
Concepción, Las Claras las percibimos como cosas acabadas. Nos gustan las cosas
acabadas, el sosiego mineral. La estabilidad sentimental. Pero, como casi todo,
esta placidez tiene un sesgo negativo, incita a la inacción. Es una
contradicción sin embargo solucionable. El origen belicoso, volcánico del
Teide, las arenas negras producto del trizarse rocosas formaciones, deben fortalecernos para defender nuestro
espacio vital y místico si, y repito si, estuviera amenazado. La romana
Aprositus, la isla imposible se crió en este solar atlántico, del que somos
plantas, sin más seudónimos para su visibilidad, criaturas de comedidos
silencios y, tal vez, de consecuentes penitencias.
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