domingo, 12 de mayo de 2024

RESENTIMIENTO Y LITERATURA

RESENTIMIENTO Y LITERATURA

SANTIAGO ALBA RICO

El escritor Juan Manuel de Prada recibe un premio. Foto de archivo - EP

La lectura de Mil ojos esconde la noche, la descomunal última novela de Juan Manuel de Prada, o la lectura de su descomunal primera parte (que es la que se acaba de publicar), me invita a dos reflexiones concomitantes: una sobre el concepto de resentimiento, la otra sobre nuestra relación actual con la literatura.

 

Veamos. ¿Qué es el resentimiento? Fernando Navales, el narrador y protagonista de esta locura ambientada en el París "español" de 1940, es un resentido. Su resentimiento tiene un origen concreto, como todos: no ha podido perdonar a Pedro Luis de Gálvez, el bohemio anarquista que protagonizó la otra obra mayor de Prada (Las máscaras del héroe), que le salvara de la muerte. Ahora bien, esta vida, así liberada, queda liberada de algún modo para el mal. La generosidad de su enemigo, que ya no puede desmentir (pues Gálvez ha sido fusilado) y a la que debe la supervivencia, emancipa su alma de cualquier vínculo moral o afectivo. Esto es importante. Con independencia de su etiología concreta, el resentimiento siempre tiene su propio proyecto; consiste en su propio proyecto sobre el mundo.

 Navales es un tipo introspectivo consciente de su libertad negativa, a la que no opone ninguna resistencia interior y que examina, al contrario, con irónico placer narcisista, recurriendo una y otra vez al Tiberio (1939), la conocida obra de Gregorio Marañón, exiliado en París y objeto implacable del odio vengativo de nuestro héroe. Navales se complace en todos los síntomas descritos por el execrado médico oportunista: "el resentimiento", dice, "es una pasión impersonal, a diferencia del odio y de la envidia, que suponen siempre un duelo entre quien odia o envidia y quien es odiado o envidiado". O más adelante: "La envidia y el odio tienen un sitio concreto dentro del alma y, si se extirpan, el alma puede quedar intacta. En cambio, el resentimiento anega el alma entera, gangrenándola por completo".

 

Anega el universo en su totalidad, podríamos añadir. El resentimiento, en efecto, no es como la envidia, que desea algo que los demás tienen: lo que desea es la destrucción misma, al menos simbólica, del otro. El resentimiento tampoco es como la ambición, que quiere trepar o hacerse reconocer en público: solo aspira a la degradación del mundo circundante. Pensemos, por ejemplo, en Yago, el personaje del Otelo de Shakespeare; su pasión erosiva se activa, sí, a partir de la envidia: había deseado el cargo, la riqueza y el amor de los que goza ahora el capitán moro. Pero, una vez en marcha este frío delirio, no le excitan ni el mando ni el dinero ni el sexo: solo le interesa la descomposición moral de un mundo al que ya no demanda lo que le negó. El resentimiento, si se quiere, es una revuelta contra la bondad humana; es de una potencia insidiosa pero revolucionaria: pretende transformar el universo: ambiciona que todo el mundo se vuelva malo o, al menos, ridículo. "El acicate del resentimiento no tiene por qué ser necesariamente la ofensa", dice Navales; "al resentido, para ponerse frenético, le basta la actitud noble de un hombre cabal". De ahí que el resentimiento, en su obra de demolición reptil, combine los pequeños gestos corruptores con la más minuciosa y creativa maledicencia.

 

En este sentido, el resentimiento despliega sobre todo un verbo rico y viperino. Mantiene vivas las dos lenguas: la de víbora que envenena todas las ventanas y la de la creación literaria, inseparable siempre de la chismorrería, ya sea tóxica o benigna. La literatura, no lo olvidemos, no es un medio para transmitir un mensaje; es un medio para transmitir un lenguaje. En el caso del resentimiento, ese lenguaje se vuelve casi ineludiblemente barroco; la cólera insulta pronto y mal y se calma en el exabrupto sumario; el resentimiento, en cambio, no se sacia jamás; es un innovador del insulto, un maestro del vituperio, un renovador del refinamiento degradatorio. La operación de transformación del mundo que emprende el resentimiento es en sí misma, quiero decir, una operación literaria. Navales (uno de los pocos personajes de ficción de la novela de Prada) es un falangista culto que ha empuñado ora la espada ora la pluma, que ha leído a los grandes autores del siglo de Oro y que odia, sin duda, los estilemas campanudos de Pemán y Giménez Caballero; y que moviliza, por eso mismo, todos los recursos verbales de su paleta invectiva en favor de la destrucción lingüística del otro. Navales es un virtuoso del insulto, un acróbata de la descalificación políglota (a veces bruscamente grosera y más a menudo copiosamente culterana), un sibarita de la gollería verbal ignominiosa. Sus frases percuten en el cerebro del lector y se mantienen durante muchos minutos, vibrantes y pegajosas, en el umbral de la glotis. El resentimiento culto de este héroe infame necesita palabras y palabras; apenas alcanza a su felonía el caudal léxico de la lengua castellana, a la que sorbe la médula; su maldad bate hasta la espuma una lengua que es al mismo tiempo de la época y de la historia, trufada de cultismos quevedianos y de arcaísmos vivificados por la guerra civil.

 

 

Una de las cosas más reseñables del libro de Prada es que la lengua prodigiosa de Navales consagra de manera apabullante la relación orgánica que existe, a mi juicio, entre el resentimiento y el esperpento. El resentido culto, al volcar sobre él su acidez, vuelve esperpéntico el mundo circundante. Eso es lo que hacían, no sé, Gracián y Quevedo y, más tarde, Valle-Inclán (o el gran hijo de puta de Cela). Navales lo mira y lo nombra de tal modo -el mundo- que de él nada, o casi nada, puede salvarse: aparece siempre bajo una luz quebrada y aceitosa, con contorsiones de mono tranco, con andrajos de mil colores y monerías de bufón. Parafraseando a Pessoa, la lengua de este resentimiento consciente (el arte del mal) es "imparcial como la nieve"; difunde su protervia insidiosa a izquierdas y derechas, sin hacer distinciones: Navales, en efecto, desprecia a los artistas del exilio republicano (sobre todo al "pintamonas" de Picasso) pero no menos a los monárquicos, los liberales y los nazis, sin excluir a sus propios compañeros falangistas, a los que tiende mil abyectas celadas.

 

Es posible (o no) que Prada, del que políticamente disiento en cuestiones mayores, no esté de acuerdo con lo que voy a decir a continuación, pero tendrá que aguantarse: solo los autores pequeños son dueños de sus obras. Mientras que las mediocres dicen una sola cosa, la que quiere decir el escritor (y por eso son malas), las buenas novelas (y aún más las grandes) dicen muchas más, y algunas de ellas, porque las dicen sus personajes, no tienen por qué corresponderse con el pensamiento o la ideología de quien las ha dado a luz. Veamos. Nietzsche habla del resentimiento de los vencidos, que se habría impuesto paradójicamente -sostiene el filósofo- a través del cristianismo y su renuncia institucional a la vida. Ahora bien, existe asimismo un resentimiento de los vencedores que es muy esperpéntico y muy español; un resentimiento muy presente, por ejemplo, en nuestra derecha memoriosa, incapaz de dejar atrás la guerra civil, incapaz de olvidar su violencia victoriosa, incapaz -he escrito otras veces- de perdonar a los vencidos. Estas derechas (que el personaje de Prada, más bien rojipardo, despreciaría) carecen del refinamiento barroco de Navales y por eso, mientras fakean, mienten e insultan, se vuelven ellas mismas esperpénticas sin necesidad de una invectiva gracianesca procedente del exterior: pensemos en Ayuso entronizada de rojo pasando revista a las tropas el 2 de mayo o en Abascal tocado, material y simbólicamente, con un morrión de Flandes. Añadamos que, junto a este resentimiento del vencedor, hay también, claro, un resentimiento izquierdista minoritario cuyo estilo, muy diferente, no es literariamente más depurado; pues sueña menos con transformaciones que con revanchas y, renunciando a incidir en la realidad, se refugia bajo la campana sorda de las grandes verdades y las grandes denuncias; es decir, en el placer narcisista, negativo, de nombrar la maldad de los otros, incluidos -o sobre todo- los propios compañeros de viaje.

 

La audacia literaria de Prada consiste en que da la palabra (un volcán de palabras) a un fascista español resentido en un momento particularmente electrizado de la historia: la ocupación nazi de París entre 1940 y 1944. A unos les gustaría que Mil ojos esconde la noche fuese una novela "comprometida"; a otros les apetecería (tan imparcial es la maldad de Navales) poder reprocharle "equidistancia". Esta es la segunda reflexión que quería hacer. ¿Desde dónde leemos hoy una novela? ¿Qué es para nosotros, lectores voraces del siglo XXI, la literatura? Costó un largo esfuerzo histórico, de obra y de crítica, que se aceptase la política ("ese pistoletazo en medio de un concierto", según Stendhal), como legítimo objeto literario. Hoy, al contrario, parece difícil sacarla de sus entrañas; necesitamos cada vez más reconocer en los libros una constelación identitaria compartida, un mensaje claro acorde con los valores que defendemos en el mundo real. Pero eso no es literatura. La perfidia, la mala leche, el rencor, el odio, la crueldad son objetos literarios tan legítimos como el amor o la revolución; el placer de golpear indiscriminadadamente el mundo hasta el esperpento forma parte inalienable de una de nuestras tradiciones literarias más fecundas y decisivas. De una novela no deberíamos poder decir nunca si es de izquierdas o de derechas, feminista o no, ecologista o menos; solo si es buena o mala. Como he dicho otras veces, la literatura no consiste en un combate contra el mal; consiste en un combate contra la mala literatura. Cuando leemos o escribimos tenemos que defender, sí, la buena literatura, y no la verdad o el bien, porque solo la buena literatura dice más cosas de las que quiere decir el autor y cosas también distintas de las que quiere oír el lector: entre ellas, a veces, la verdad y el bien. Y la belleza, que no siempre es blanca y rubia. El apabullante trabajo de investigación que Prada vuelca en la trama queda diluido, con una naturalidad pasmosa, en el color de la pasión rencorosa del protagonista; la celebración bárbara, tremendista y barroca del lenguaje, por su parte, hace imposible localizar una posición ideológica directriz; también impide que el lector se identifique (o siquiera simpatice) con ninguno de los personajes, reales o ficticios, que desfilan por sus páginas. Esto es muy molesto, sobre todo si uno tiene su corazoncito republicano y sus querencias afectivas. Pero creo que todo lector que se precie de serlo debe desear, cuando abre un libro, ser molestado y no sencillamente adulado en sus creencias y sus mañas literarias.

 

Hoy nos enfrentamos a los dos peligros de siempre, aunque agravados por las condiciones sociales de la recepción, cada vez más moldeadas por el fanatismo y el puritanismo. El primer peligro es el de confundir al autor con su obra o con sus personajes. Se supone (pues) que no debería gustarme la novela de un escritor que no piensa políticamente como yo. El segundo es el de confundir a los personajes con el lector ideal que represento a mis propios ojos. Se supone (es decir) que no debería gustarme una novela cuyo protagonista no me gusta o no me cae bien, con el que no puedo identificarme, en el que no puedo reconocer un universo afectivo afín o un proyecto de vida deseable. Ahora bien, ¿es que puedo identificarme con Maldoror, el personaje del conde de Lautréamont ("soy feo, soy malo, los cerdos vomitan al mirarme")? ¿O con Grieben, el narrador nazi de "La noche del Uro", del comunista Dalton Trumbo? ¿O con el fascista Sandrino de "Un héroe de nuestro tiempo", la extraordinaria novela de Vasco Pratolini? ¿O con el Bardamu ácido y misántropo de "Viaje al fin de la noche", obra maestra del antisemita Ferdinand Celine? En un momento en el que se lee y escribe probablemente más que nunca, podría empezar a preocuparnos la supervivencia de la literatura si descubriéramos de pronto que ya no queremos leer las obras citadas o que no queremos medirnos, cuando escribimos, con ellas. El placer ( y la verdad) que nos proporciona la literatura no podemos sustituirlo por ningún otro ni encontrarlo en ningún otro sitio. Tomárselo en serio (como hace el chiflado genial de Prada) no es la mejor manera de salvar el mundo, no, pero sí de salvar nuestro interés por él.

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