LA INVISIBILIDAD DE LOS PUEBLOS
CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
Los abusos constantes de los grandes poderes corporativos, con la abierta complicidad de un sistema neoliberal disfrazado de desarrollo, han transformado a la política internacional en un siniestro juego de poder en donde la vida humana ha dejado de existir como un factor en la toma de decisiones. Este marco, cuyos límites se reducen a la búsqueda incesante de concentración de la riqueza, ha convertido al planeta en un campo de batalla en el cual se impone una estrategia de exterminio. El fenómeno de las migraciones, en este contexto, no se reduce a huir de la violencia o a la búsqueda de mejores oportunidades -como algunos pretenden creer- sino a la urgente necesidad de conservar la vida.
Los Gobiernos,
especialmente de los países más desarrollados, pretenden criminalizar a las
enormes caravanas de seres humanos desplazados de sus territorios. Los culpan
por escapar de guerras que esos mismos países han provocado, sin otra excusa
que el saqueo de sus riquezas. Los satanizan por tener la audacia de proteger a
sus familias contra la perversa invasión de sus territorios y la destrucción de
su hábitat. Esos países desarrollados que acumulan privilegios con la mano
derecha mientras devastan continentes enteros con la izquierda, han
invisibilizado a los pueblos y les han quitado su dignidad.
Los derechos
humanos, a pesar de todas las convenciones, tratados y discursos mediante los
cuales se pretende proteger una idea abstracta y caduca como el de su respeto
irrestricto, se violan a destajo bajo un sistema aparentemente legal cuyo
objetivo es convertir al mundo en un territorio abierto al saqueo y a la
exclusión de las grandes mayorías. En este planeta, la vida y la supervivencia
cuelgan de un hilo fino; la codicia imparable de grupos de poder -tales como la
industria farmacéutica, las industrias minera y petrolera, las compañías que se
han apoderado del agua y de los océanos- han transformado a la Humanidad en un
recurso o en un obstáculo, dependiendo de sus mezquinos intereses,
escatimándole el protagonismo que le otorga su naturaleza.
Con el mayor de los
cinismos, pretenden hacernos creer en la legitimidad de sus supuestos derechos
y que los nuestros -como pueblo que somos- no existen más. Nos inoculan virus
para desarrollar vacunas que engrosarán sus ya abultadas arcas, nos convencen
de que migrar es ilegal, nos quieren sometidos y callados a fuerza de represión
y, gracias a todo eso, van definiendo un mundo a su conveniencia. Los países
más desarrollados gracias a nuestro patrimonio -África y América- desprecian
nuestra cultura, nuestro color y nuestro derecho a vivir libres de sus
invasiones y lejos de su industria bélica.
Nos condenan por
constituir un estorbo para sus planes de explotación y plantan en nuestros
Gobiernos a seres corruptos y criminales, individuos dóciles capaces de
entregar a sus naciones a cambio de sobornos. Para ello, asesinan a líderes
cuya conciencia se oponga a sus intenciones. De ese modo, hemos transitado por
una historia cargada de pérdidas; una línea de tiempo que nos ha dejado
cicatrices profundas y miedos tan acendrados que paralizan el espíritu y lo
condicionan. Estos pueblos, invisibles para los grandes poderes económicos y
políticos, son la fuerza viva indispensable para enderezar el rumbo.
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