TONY LEBLANC SE COME UNA MANZANA
DAVID TORRES
En 1977 Tony Leblanc prometió a José María Iñigo que la semana siguiente en el programa Noche de fiesta iba a hacer algo que nadie había hecho jamás en televisión. El día señalado se presentó con un bongo y la funda de una guitarra; se sentó en una silla; carraspeó; golpeó el bongo para comprobar la afinación; abrió la funda de la guitarra; sacó una servilleta, un plato, una manzana y un cuchillo; los colocó encima del bongo; se puso a pelar la manzana y se la fue comiendo a trozos sin dejar de mirar al público muy serio y sin decir una sola palabra. Al concluir, se puso en pie gritando "ale hop" y la gente, que ya llevaba tres minutos partiéndose de risa, rompió a aplaudir entre un vendaval de carcajadas. Cuando Iñigo le preguntó si lo que había hecho tenía algún mérito, Leblanc respondió que, de momento, a él no le gustaban las manzanas; que se había jugado el físico; que su número era arte puro y que además había actuado desinteresadamente porque lo que cobrase iba a donarlo a su mujer para que pudiera comprar ropa a sus hijos.
Con este desparpajo
irreverente, Tony Leblanc empuñó la palanca de cambios del humor para inaugurar
una nueva era no sólo en la televisión sino en todo el país, algo así como la
manzana de Adán y Eva sin Eva y sin Adán: la marcha atrás del pecado original.
Como dicen las propias Escrituras, aquel árbol del que Dios prohibió comer el
fruto, era la fuente del conocimiento, el árbol del bien y del mal, y en 1977,
cuando en España llevábamos ya cuatro décadas hambrientos, agobiados, contando
los mismos chistes y sin comernos una rosca, llega un señor con cara de pobre y
se come una manzana sin inmutarse, sin aspavientos, sin exageraciones, sin el
menor indicio de provocación sexual. Una manzana que, evidentemente,
simbolizaba otra cosa. Vaya usted a saber cuál.
Thank you for
watching
Con una manzana
monda y lironda y varias décadas de adelanto, Tony Leblanc profetizó ARCO y el
arte conceptual; profetizó a Mariano y sus performances de chichinabo;
profetizó a Felipe leyendo en el periódico los desaguisados de su propio
gobierno; profetizó a Aznar comiéndose las armas de destrucción masiva, mire
usté; profetizó a Fernández Díaz condecorando a una Virgen de madera; profetizó
los ERES andaluces, las comisiones por las mascarillas defectuosas, las
comisiones de investigación que no investigan una mierda; profetizó a Zapatero,
a Cospedal, a Matas, a Barrionuevo, a Guerra y a su hermano, a Rato tocando la
campana, a Bárcenas y sus cuadernos de contabilidad, a Abascal haciendo la mili
con veinte años de retraso, al rey Juan Carlos en bragas y a España entera en
pelotas.
Pudo hacer todo eso
porque se dedicaba al humor blanco, no a la crónica política ni a la crítica
social, de manera que aquellas películas tontorronas de los cincuenta y los
sesenta no sólo sorteaban impunemente la censura sino que iban pintando los
episodios nacionales del franquismo con una fidelidad impensable en los
documentales del NODO y los diarios lameculos del régimen. Este era un país de
sinvergüenzas dando el timo de la estampita; un país de muertos de hambre
intentando amañar un combate de boxeo; un país de pringados condenados a ver el
fútbol en el bar y de mujeres sin más destino que el matrimonio; un país
construido a mayor gloria del toreo donde unos desgraciados intentan lanzar un
cohete a la Luna y el astronauta aterriza en el desierto de Almería en mitad de
un spagueti western.
Al final, cuando
hacía muchos años que había dejado el cine y también el teatro por culpa de un
accidente de coche, Santiago Segura lo rescató del olvido para que participase
en otro retrato imperecedero de la España eterna, Torrente, el brazo tonto de
la ley, una película que tuvo varias secuelas en la ficción y en la realidad,
con Roldán, Villarejo, el CNI y unos cuantos ministros del Interior que salían
calcados del celuloide. Tony Leblanc siempre contó que había nacido -hace justo
cien años- en el Museo del Prado, concretamente en la sala de tapices de Goya,
aunque probablemente era una invención suya: forzosamente tenía que haber
nacido junto a los Caprichos o a los Fusilamientos del 3 de mayo para redondear
el asunto.
Fue botones,
ascensorista, portero de fútbol, boxeador -campeón de Castilla del peso ligero-
y luego actor, guionista, productor, escritor y hasta compositor de canciones
que tarareaba de oído, antes de que un músico profesional las pasara a limpio
en la partitura. Tuvo éxitos y fracasos, estrellatos y eclipses, aunque nunca
actuó en una película mítica, tal vez porque no era uno de esos actores
magistrales como Fernando Rey o Paco Rabal, tampoco uno de esos cómicos
todoterreno que, al estilo de López Vázquez o Alfredo Landa, los ponías en una
tragedia y te arrancaban las lágrimas. En su caso, la tragedia siempre estaba
detrás, agazapada en una posguerra interminable en la que se vivía a salto de
mata y de la que se escondió debajo de un peluquín. No era fácil saber cuando
hablaba en serio, menos aún en aquel momento estelar en que no podía hablar
porque tenía la boca llena, masticando una manzana que era, entre otras muchas
cosas, la simple y puñetera libertad.
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