LA SANIDAD DE LOS POBRES
OLGA RODRÍGUEZ
Hace unos años tuve que ir a urgencias en un gran hospital de Madrid. El personal sanitario no daba abasto, la espera de los pacientes era larga y la falta de espacio, evidente. Nos apelotonábamos en los pasillos. Quienes podíamos, permanecíamos de pie; algunos se sentaban o se tumbaban en el suelo.
Me asignaron una cama para pasar la noche, en una habitación con otros siete pacientes más. Había escasez de mantas y algunos tiritaban. El personal sanitario hacía lo que podía: "Fulanita, voy a mirar en la otra planta, tenemos que conseguir más mantas como sea". Iban, venían, apurados, esforzándose, con la sensación de un quiero y no puedo.
A mi lado una mujer
mayor yacía en su cama. Se quejaba con un hilo de voz, la respiración
entrecortada. "Ay, ay", decía: "Duele". "¿Habéis
localizado ya a algún familiar?", preguntaba algún sanitario de vez en
cuando. La respuesta era negativa.
La tarde fue larga,
y la noche, más. Las expresiones de dolor de la mujer crecieron. De madrugada
me asomé al pasillo para pedir que alguien la atendiera, pero había urgencias
mayores. La queja de la enferma derivó en una especie de agonía. Volví a
levantarme para buscar a alguien. Grité. Vino una enfermera, la observó, la
arropó y volvió a irse. Corrí tras ella: "No podemos hacer nada. Necesita
una operación de urgencia, pero hay lista de espera".
La mujer tenía una
pierna inflamada como un botijo, apenas le llegaba la sangre. Mascullaba entre
débiles sollozos. Empujé mi cama para acercarla a la suya, me recosté y busqué
su mano. Apreté mis dedos con los suyos. Al cabo de un rato dejó de gemir. Me
pregunté si seguía viva.
Amaneció con un sol
de otoño, de película antigua, de infancia, que me recordó a la luz milenaria
de Roma o al naranja desteñido del sol egipcio. Se colaron algunos rayos por la
ventana de la habitación, visibilizando las motas de polvo que se movían a
cámara lenta. La estancia se llenó de una textura granulosa, con una luz
difuminada, semejante a la atmósfera de las aulas de las escuelas del
postfranquismo. Es probable que mi fiebre distorsionara la percepción
ambiental. Al fin llegó alguien para supervisar a mi vecina de cama. Seguía
respirando, pero estaba muy grave. "Hemos localizado al hijo, está
viniendo para aquí", les oí decir con alivio.
El hijo, un hombre
de unos 50 años, llegó a primera hora de la mañana. De su conversación con los
médicos deduje que llevaban tiempo intentando acceder al tratamiento que su
madre necesitaba, esperando una operación quirúrgica, demandando atención. El
personal sanitario asentía cuando él hablaba. "Hacemos lo que
podemos", dijeron varios antes de tener que salir corriendo a atender a
otros.
Aunque era de día
seguía haciendo frío. "Mamá", murmuró el hombre, sin sentirse
observado por la de la cama de al lado, que era yo. "Esta es la sanidad
que nos han dejado a los pobres", susurró. La madre acertó a gemir de
nuevo. Alguien trajo al fin una manta para ella.
El desmantelamiento
de la sanidad pública madrileña, su abandono, es un proceso que viene de lejos.
El saqueo y la desposesión de un servicio público esencial se inició con un
claro objetivo: derivar recursos públicos a la sanidad privada, ahuyentar a los
pacientes de la pública, convertir un derecho esencial en un negocio para enriquecimiento
de algunas oligarquías que sostienen a los políticos privatizadores.
Desde entonces, el
sálvese quien pueda ha ido a más. Madrid, Comunitat Valenciana, Catalunya,
Navarra, Murcia, Andalucía, La Rioja, País Vasco y Baleares están derivando
dinero público a la sanidad privada, con la excusa de que la pública no puede.
Es la pescadilla que se muerde la cola. Si se ha gobernado durante años para
privilegiar a la privada en detrimento de la pública, ésta última no tendrá la
capacidad necesaria, escenario perfecto para justificar que de nuevo se desvíen
recursos económicos a la privada.
Andalucía abonará
170 euros por paciente en planta de un centro privado, y 700 por paciente en
UCI. La Comunidad de Ayuso, Madrid, supera esas cifras: 700 euros por paciente
en planta, 2000 por paciente en UCI, como desvelaba este diario hace unos días.
La privada se
beneficia así del dinero público, mientras la pública habrá quedado aún más
esquelética cuando todo esto pase, si nada cambia. El sistema neoliberal facilita
estas dinámicas. Los mercados se erigen por encima de los Estados, lo que
permite que algunas farmacéuticas, como antes hicieran varios fabricantes de
mascarillas o respiradores -parando incluso aviones en el último momento si
surgía un mejor postor- busquen más beneficio económico a costa del chantaje.
La pregunta es
cuántas personas tienen que morir en una sala de urgencias por no recibir la
atención precisa, como aquella mujer sin nombre llorada por su hijo. La
cuestión es cuánto tiempo estarán nuestros gobiernos europeos normalizando la
voracidad de un sistema antes de anteponer los intereses de la mayoría social
creando industria y fabricación propia y limitando los privilegios de los que
más tienen. O se apuesta por una política impositiva más proporcional o la
calidad del escudo social seguirá disminuyendo. Usando el lema de algunas
manifestaciones estadounidenses recientes, Tax the rich.
De fondo, Europa
tiene que decidir si está al servicio de los intereses de las grandes
multinacionales, dejándose usar, manipular y abusar por ellas -como el asunto
de las vacunas está mostrando- o si quiere, por el contrario, abandonar la
subordinación a las transnacionales, poniendo límites a las leyes de la jungla
del mercado, priorizando los intereses de la población. En el fondo es
sencillo: ¿Queremos estar en la era al servicio del capital, o al servicio de
la humanidad?
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