LOS DESFAVORECIDOS TRABAJADORES POBRES
TXARO GOÑI
Según la RAE, desfavorecido es quien posee escasos recursos económicos, y, sin embargo, no existe un único concepto que nos describa quién puede llegar a considerarse una persona desfavorecida. Al contrario, cuando hablamos de estas personas, de estos ciudadanos, nuestra mente se dirige a realidades a veces muy diferentes. Personas que viven en riesgo de pobreza, migrantes, mujeres solas al frente de hogares con hijos o dependientes a su cargo, personas sin cualificación, parados de larga duración, el colectivo de ex reclusos, personas con diversidad funcional, etc. No obstante, todos ellos tienen un punto en común, un riesgo más elevado que el resto de la población de no encontrar hueco en el mercado de trabajo. A fin de cuentas, cuentan con más posibilidades de estar excluido socialmente. Tienen más difícil que el resto encontrar un trabajo digno, estable y duradero. Ellos representan a los empleados precarios.
Para bien o para
mal nos situamos en el mundo dependiendo del trabajo que realizamos, sea
remunerado o no, y el valor social que posee. Cuando se reclama un trabajo
decente, se está reclamando que todas las personas trabajadoras puedan
satisfacer sus necesidades y las de su familia. En Europa hace tiempo que ha
aparecido una nueva clase de trabajador, el llamado trabajador pobre. Según el
INE, de las personas con trabajo, el porcentaje de población en riesgo de
pobreza relativa era en España, en 2018, último año del que se tienen datos, de
un 12,2% para mujeres y de un 13,5% para los hombres. Con estos datos se hace
obvia la necesidad de una mayor protección de los trabajadores, en especial los
más vulnerables. La falta de trabajo, o el desempeño de uno “indecente”, afecta
a la dignidad, a la autoestima, genera estrés y otros problemas de salud e
imposibilita la integración social. La Carta de los Derechos Fundamentales de
Unión Europea recoge en su artículo 15 que toda persona tiene derecho a
trabajar y a ejercer una profesión libremente elegida o aceptada. Este derecho
se incumple ya que son muchos los ciudadanos europeos que tienen que aceptar
trabajos en condiciones laborales pésimas y muy alejadas de lo que se entiende
por trabajo decente.
Más allá va el
artículo 35 de Constitución, en el que se dice que “todos los españoles tienen
el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión
u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente
para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso
pueda hacerse discriminación por razón de sexo”.
Puede entenderse
que el Derecho Fundamental al trabajo no implica que el Estado proporcione un
puesto de trabajo a cada ciudadano pero sí que haga lo necesario para que se
creen puestos de trabajo dignos para toda la ciudadanía. Un salario mínimo
adecuado que permita a la persona trabajadora vivir dignamente es una de las
actuaciones que el Estado puede emprender. Cuando la cuantía del salario mínimo
es la adecuada se produce un impacto social positivo cohesionando a la
población y reduciendo la desigualdad, sobre todo la de género. Son las mujeres
en mayor número que los hombres las que perciben un salario mínimo. Más allá de
introducir en los discursos eslóganes europeos, teniendo en cuenta que no es
invención española lo de “no dejar a nadie atrás”, hay que concretarlos en las
políticas que se realizan, con propuestas reales para favorecer a esos y, sobre
todo, a esas que se encuentran en la parte baja de nuestras comunidades.
Pero también otros
salen beneficiados con un salario mínimo más adecuado a la realidad
socioeconómica. Por una parte disminuye la precarización económica del resto de
trabajadores. Por otra parte se ayuda a mantener la demanda interna, ya que
estos ciudadanos necesitan gastar para satisfacer necesidades o mejorar las
condiciones en las que viven. Acceder a un empleo digno de cuantía suficiente
da acceso a vivienda, salud, educación y participación en el producto social lo
que puede activar la economía, sin duda. Pero incluso los contratantes salen
ganando, ya que se garantiza la competencia leal entre empleadores pues
contribuye a proteger a los que pagan salarios dignos a sus trabajadores, que
también los hay.
En esta crisis del
COVID-19, que se sobrepone a otras crisis, no se puede volver la idea del
famoso efecto derrame. No podemos esperar a que la economía mejore para atender
las necesidades de las personas trabajadoras más vulnerables porque no es
cierto que “si alimentas al caballo con suficiente avena, una parte caerá en el
camino para los gorriones”, como decía Galbraith en 1982.
Pero además de un
salario mínimo más acorde con los Estados de nuestro entorno -estamos lejos
todavía de los salarios mínimos de Francia, Alemania, Bélgica o Países Bajos-,
hay otras propuestas interesantes. En concreto para los colectivos más
vulnerables, un acompañamiento efectivo para su inclusión práctica en el
mercado laboral parece imprescindible. Personas que se preocupen de personas,
recordando que somos interdependientes y que todos en algún momento de nuestra
vida vamos a necesitar de otros.
El acceso al
mercado de trabajo de estos ciudadanos más vulnerables tiene que tener en
cuenta las necesidades y las características de estas personas. Como se ha
dicho, los vulnerables trabajadores pobres tienen muchas caras. Hay que tener
en cuenta los problemas de comunicación y expresión escrita y oral, los
problemas de acceso a nuevas tecnologías, los problemas de conciliación, los
problemas que surgen de las diversidades funcionales, y otras cuestiones que
presentan esta parte también importante de la ciudadanía. Lo tienen difícil, y
acompañarlas en la búsqueda de empleo y en el inicio de su desempeño laboral,
mediante orientadores que intermedien con las empresas, puede ser una manera
adecuada para que el esfuerzo del empleado y el empleador llegue a buen puerto
y sirva para ambos.
Se pueden ampliar
los sectores en los que estos ciudadanos pueden ejercer su actividad eliminando
los estereotipos socioculturales que valoran a estos ciudadanos como individuos
con pocas habilidades o cualidades para el trabajo, que no tienen interés en él
y relacionándolos con entornos deprimidos y conflictivos. Los trabajadores
pobres no son únicamente marginados ni exclusivamente pertenecientes a culturas
con tradiciones, religión, etnia o idioma que no les favorece en su
incorporación al mercado laboral.
Se necesitan
reformas legislativas consensuadas, obviamente. El Estado, los sindicatos e
interlocutores sociales, pero sin duda también los empresarios, que tienen que
empezar a ser un agente determinante en la consecución del ODS nº8 relativo al
trabajo decente para todos. La demanda de un cambio dialogado en el mercado
laboral, con un nuevo modelo productivo alejado de un crecimiento ilimitado en
un medio limitado que proporcione empleo de calidad para toda la ciudadanía es
creciente. Una empresa no puede ser exitosa si no consigue que los empleos que
genera produzcan ingresos superiores al umbral de la pobreza.
Una economía como
la que queremos crear, basada en la vida, en las personas y en el conocimiento
que estas tienen, para ser exitosa depende de las cualificaciones y
motivaciones de la fuerza laboral. Por eso las personas son tan importantes.
Una economía para ser justa no puede olvidar a parte de esa fuerza laboral, la
de los grupos más desfavorecidos; todos ellos tienen algo que aportar y todos
ellos tienen que poder acceder a un mercado de trabajo digno.
Economistas sin
Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión de la autora y ésta no
compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.
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