miércoles, 25 de noviembre de 2020

LA DESERCIÓN, porJosé Rivero Vivas


LA DESERCIÓN

Obra C.03 (a.03)

José Rivero Vivas


(Situado en Londres, LA DESERCIÓN

corresponde al primer relato de la serie, y da título al volumen. Escrito entre los años 1967-1970, algunos de ellos han sido publicados en prensa; no obstante, el libro permanece inédito. Visto ahora, muchos años después, ha variado su estructura, con la introducción de otros cuentos de expresa afinidad..

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Tenerife

Islas Canarias

Noviembre de 2020

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José Rivero Vivas

LA DESERCIÓN

... y fui, porque tenía que ir; no me quedó más remedio. Entraba dentro de mi cometido en el Centro Hospitalario, y tuve que cumplir con mi obligación. No tenía malditas ganas de acercarme por aquel depósito, pero hube de llenarme de arrojo y pechar con cuanto significaba de fastidioso y adverso. No había otra alternativa, sino secundar órdenes del boss, que en absoluto se mostraba inflexible y airado; así que, cualquier reticencia estaba por demás. Las cosas se suceden en su lógico proceso y nos vemos forzados a tomarlas cual vienen; de lo contrario, nos arriesgamos a fracasar en la inútil demanda por superar su mayor o menor incidencia en nuestro oportuno desarrollo. No cambian ellas por sí solas, aunque se ponga todo el empeño del mundo en hacerlas variar. Llegan a su antojo, y basta; con su sorpresivo discurrir, hay que aceptarlas.

En distintas ocasiones me habían mandado al mismo destino; pude, gracias a Felipe, cerril acendrado, librarme, porque me quitaba la cesta de las manos y se desternillaba en mi nariz. Se creía valiente a fuer de poco delicado, y confundía mi compasión con falta de ánimo y coraje. Qué se le va a hacer.

-Trae acá, chiquillo -me decía burlón-, que te asustan los fiambres.

Agarraba el paquete y se mofaba de mi pánico ante los difuntos, tal vez excesivo; aunque natural y sensato. Es que su apariencia me inspira... no pavor, que sería tonto: un muerto no hace ya daño ni a su propio recuerdo. Pero, no sé. El ser extinto es una especie de emisario mudo, no comunicativo, cuyo mensaje es evidente: no necesita hablarlo, puesto que, él mismo, es manifestación de lo que calla. Es su omitido discurso lo que me infunde grave respeto cuando contemplo al interfecto, y que, sin duda alguna, Felipe no comprendía. Supongo que no han de ser numerosos los que entiendan este sentir, común, empero, a muchos; su raciocinio no los lleva más allá de considerar que al fallecido se le teme por lo de aparecer envuelto en una sábana, como sudario, con la cabeza cubierta bajo una vela encendida. Bah...

También la mala suerte mía tiene miga. Cuando pedí trabajo en aquel conocido Hospital de Londres, un edificio de ladrillo rojo, con aire de convento, near of Gower Street, lo que primero me ofrecieron fue lidiar con muertos. ¡De qué manera, oiga! El jefe de Personal se hubo reído de mi pusilanimidad, y me advirtió que perdía el empleo por no ser lo recio que la función requería. Pero... es que tener que llevarlos al crematorio...

-¿Cómo cree usted que voy a ganarme la vida llevando hombres a quemar?

-Son despojos.

-Son seres humanos... que no viven. Pero son hombres y mujeres, y ello me conmueve.

-Hay que endurecerse.

-Lo que usted diga, pero no voy.

Mi firme determinación despertó su simpatía, y decidió colocarme en el almacén general, en donde no tendría que tratar directamente con los enfermos, ni mucho menos con quien hubiese fenecido; de este modo, mi sensibilidad no sufriría el encontronazo con una realidad que sobrepasaba mi entereza. Le di las gracias, y me despedí.

Dos días más tarde arribó la fecha de ocupar mi puesto.

*

En el almacén conocí a Míster Barnes, el encargado, alto y flaco, comprensivo y amable, con quien tuve ocasión de departir, en larga y amistosa charla, sobre las peculiaridades del Reino Unido en años previos a la guerra; me instruyó asimismo acerca de las dificultades sobrellevadas en la década de los cuarenta hasta alcanzar, en la siguiente, la mejora que redundó en el welfare state del momento actual. Allí conocí a Felipe, el gallego que tocaba la trompeta en la banda de su pueblo y no se cansaba de hablarme de la Interminable, o quizá la Inacabada de Schubert. Nuestra labor consistía en llevar los artículos consignados y entregarlos a quien estuviera al frente de la sala o del departamento en cuestión. Nada más. Era una dicha, porque en un hospital tan grande -consta de varias manzanas de edificios, comunicadas bajo tierra-, tenía que morir más de una persona al día... Y el horno, sin cese, quema que te quema.

Pero, mira por dónde, la fortuna me la juega. La morgue era un departamento más, adonde había de llevar, sin dilación, el equipo requerido, preciso, más de una vez, para realizar la oportuna autopsia a quien acabara sus días de manera inesperada. Era tarea ineludible, y había inexcusablemente de ir. Me enviaban a verle la cara al forense, o su ayudante tal vez; lo cierto es que nunca había tropezado uno igual ni imaginaba su particular característica. No como los demás hombres, seguro. Posiblemente tuviera semblanza de malo, porque, para estar allí dentro... haciendo una labor ingrata. Qué trabajo. Acaso poseyera imagen de Caronte, con banco en lugar de barca. Quién sabe.

El corredor, por donde iba y venía frecuentemente, se había tornado tétrico y espeluznante, como si ultra humanas figuras entretejieran un carnaval prohibido, de tendencia subversiva y burlesca; el caso es que se hallaba sombrío y sórdido, y su tenebroso fluir me impregnaba hasta la médula. La misma gente, que a menudo había visto cruzar a mi vera, me parecía fantasmas, espíritus, aparecidos, espectros danzantes que deambulaban en mítico halo de hondura y misterio.

Mi marcha, hacia uno y otro extremo in the collection of buildings, era una tortura prolongada, que me mantenía cortado el aliento y el corazón lleno de fatídicos presagios. El gracioso de Felipe, en tono festivo y guasa, sin sopesar mi vulnerable condición, tratando de restar reserva al asunto, con extrema zafiedad, una vez me refirió:

-Hay uno rajado de arriba abajo, con todo el mondongo fuera. Pero, no temas: le levantaron la tapa de los sesos y la echaron a un lado; tiene el pellejo, con pelo y todo, sobre la cara: sus facciones están ocultas y no se te grabarán en la testa. Si no te aproximas, no importa: está tan amarillo que lo tomarás por un muñeco de cera.

Brutal, Felipe, en su exposición; pero expresivo como nadie tras su alarde descriptivo. Sin embargo, no comprendía aquella pueril truculencia en quien practicaba y aun se declaraba auténtico amante de la música. El cuadro señalado me llegó hasta la raíz, y, mientras andaba solo por Huntley Street, camino del depósito, en la esquina con Grafton Way, de mi mente no se apartaba la escena minuciosamente anunciada.

Míster Barnes, que apenas nos entendía, le reconvino con la mirada, al tiempo que le sugería más sutileza. Después, dirigiéndose a mí, me alentó:

-Go, Louis. Don't be afraid.

Felipe, a pesar de su rudeza, se hubo expresado con intención de desvanecer mi aprensión, ya que no pudo librarme del encargo, como de costumbre. Dentro de todo, era buen compañero; adivinaba que no soportaría la prueba, y procuraba minimizarla.

Seguí avanzando, corredor adelante ahora, hasta llegar a la puerta del mortuorio. La empujé, cedió, y... torné a dejarla como estaba, falto de arrestos para entrar. Algo flotaba en su seno que me impedía traspasar aquella divisoria ignorada: un sentimiento de incertidumbre, o un temor incierto, se apoderaba de mi voluntad y no me dejaba actuar. No sé. Fuerte emoción me atarazaba y no me permitía libertad. Era en sí horrendo, y no le veía sentido.

Pensé volver sobre mis pasos y exponer a Míster Barnes que yo no servía para llevar a cabo la misión encomendada; no estaba preparado para meterme allí dentro, donde ignoraba lo que hallaría. Que lo transmitiera al Jefe y tratara de explicarle mi postura respecto del acuciante conflicto que me cernía; por ello no estaba dispuesto a traspasar aquel hueco sin conocimiento de lo que me aguardaba. Me asaltaba la impresión de que violar aquella entrada supondría atravesar el umbral del más allá, con plena conciencia de este más acá, y se me antojaba que los del otro lado no tomarían a bien mi intempestiva incursión en su morada. Tuve, de pronto, vergüenza, de ser sorprendido en aquel trance, indeciso y cobarde, con lo cual, mi poco valor quedaría de manifiesto. Me lo propuse, al fin, y, zas, adentro.

Desemboqué en un pasillo interminable, largo y estrecho, terriblemente desnudo, a lo largo del cual anduve, despacio y cauteloso, hasta llegar a unas hojas batientes, firmemente afianzadas en sus goznes. Empujé, pasé y dejé la caja en el suelo. De momento, no advertí rareza alguna. Pronto percibí un olor extraño, como a colonia y tabaco, y supuse que sería formol, o cualquier otro producto desinfectante, utilizado al mismo tiempo para suavizar la intensidad de la descomposición. Recorrí lentamente la estancia con la mirada: sus paredes, de un amarillo tenue, alicatadas hasta el techo, no mostraban ornamento alguno, y se notaba hondo vacío en torno. Unas pequeñas gradas se veían en el rincón, al fondo, prolongadas hacia el centro, donde había una mesa... ocupada: un cadáver reposaba, cubierto con blanco lino, en espera de la hora de su disección, o la operación que fuere. Aunque había tajantemente llegado hacía rato.

Me sentí en suma sobrecogido por la certeza de verme frente a un muerto de verdad, encerrado con él en aquella cámara, que hacía de tumba momentánea. En rápida sucesión cruzaron ante mí las miles de fábulas que oí contar, siendo niño, acerca de quienes han dejado de existir, y que en mi mente quedaron grabadas como testimonio del medio ignaro y supersticioso en que transcurrió mi infancia.

Las alucinaciones fueron desechadas y empecé a adivinar el trozo de amalgama, yerta y silente, perceptible a través del níveo tejido. Noté contrariado que el desasosiego hizo mella en mí y sufrí súbita calentura de estado febril: fantasmagorías vanas anduvieron rondando mi cabeza hasta dejarme completamente exhausto.    

  Entonces compareció la realidad, tan cruda, que pasé a ver al yaciente abierto en canal, con sus vísceras esparcidas sobre la fría losa, con lo cual adquiría una apariencia, esperpéntica y grotesca, de masa pútrida y corruptible. Los versos de Gustavo acudieron a mi memoria, y, estremecido por la fúnebre visión, mi fantasía voló en pos de la imagen ofrecida a través del agitado sueño, que me brindaba aquella estampa horrenda. Al tiempo, musité: ¿Somos vil materia…?

Todavía estuve un rato mirándolo en su forma última, sin plena consciencia de lo que veía y total ignorancia de cuanto observaba, cual si una laguna esporádica se produjera en mi cerebro. Después, mi pensamiento tornó a Felipe y su idea del muñeco de cera... ¿Cómo juzgarlo? ¿Era realmente un tipo irracional, o se trataba de alguien resuelto, que espontáneamente pasaba de nimiedades y mórbidas aprensiones terrenas?

-Ante su vista –me dijo en cierta ocasión, de vuelta de su encargo-, no sientes lo que ahora. Te das cuenta de que no es nadie ya, sino un pedazo de algo concluido. Un cacho de leño se me representa a mí.

Sí. Felipe tenía razón; aquello era materia inerte; acaso una pieza de madera, como él mismo lo calificaba.

Pese a esta apreciación, intuí que allí faltaba algo más, cuya naturaleza desconocía. Estaba seguro. Advertida la disociación, su huella se hubo definitivamente esfumado con el postrer estertor del durmiente en ausencia. ¿Qué era? No sé. Los sabios que lo estudien hasta aportar explicación. Yo no hice más que percibir aquella estima, como auténtico sentimiento, que desbordó toda previa sensación, dejándome sumido en el enigma indescifrable que de hito en hito me acongojaba.

Preso de amarga excitación, no me apartaba del lugar, sino que permanecía fijo en el examen de aquel hecho impenetrable, cuyo origen no lograba descifrar. Es que allí, además de la vida, se echaba en falta algo, que bien pudiera ser lo que llamamos alma. Sí, eso era: allí no estaba el alma, y me dio cierto repelús inferir su partida.

Acaso no fuese retiro, sino que moraba oculta en el interior del cuerpo, íntegro todavía. Más tarde, tras su desgarradura, surgiría, si es que la llevaba dentro. Pero no. Lo consecuente era que lo hubiese abandonado ya, cumpliendo su ciclo transmigratorio; de aquí ese sentimiento de carencia en el ambiente. Ya Míster Barnes, sobradamente ilustrado, me hubo hablado de metempsicosis, después de haberle confesado mi desaliento en presencia del finado.

Lo suyo es que, a mi entender, el alma se había escindido de quien hubo de haber marchado unida hasta la hora final. Fue, por lo tanto, convicta de traición, al no haber continuado fiel a su misión de acompañarlo indefinidamente. Luego, no se trataba de divorcio, sino de deserción; falsa, a su pesar, el alma, que cruzó ella la frontera y lo dejó detrás.

A influencia de este augurio, empecé a querer menos la propia mía, consciente de que un día habría de abjurar de mí, dejándome solo frente a la podredumbre que habré de ser. Es experiencia que me disgustaría soportar, pese a mi sincera admiración por el soneto Yo a mi cuerpo, de Domingo Rivero, excelente poeta grancanario, profundo, sobrio y aun estoico.

Hubiese preferido que estas cosas estuvieran dispuestas de distinta manera, o poderlas modelar yo, al menos. Que no fueran así, vaya. Que mi alma, para su transformación, en lugar de volar a las alturas, fugándose de mí, se mantuviera en torno mío, revoloteando cual grácil y diligente mariposa. Que comiera tierra, como yo, si necesario fuere, y que se dejase de obedecer etéreos mandatos... Pero, no equivoquemos el altruismo, que nadie pondera. Como no tenemos poder para simular su desvío, se ha de acatar el designio supremo cual adviene.

Había, obviamente, algo más que me intrigaba y me tenía subyugado. Se trataba de la paz del muerto, jubilosa y serena que, a solas fruía. Nadie se atreva, pues, a fastidiar su descanso, que goza el cuitado de inmunidad frente a cualquier necedad humana.

…, que a papas y emperadores/ y prelados, subraya Jorge Manrique en sus Coplas. Todos al fin igualados en este trance sublime, donde el ser se siente ya liberado de insustanciales pasiones; estado hermoso y discreto, en el que no resaltan vicios ni virtudes, fustes ni enseñas; loable en sí por su inaudita y traslúcida dimensión. Qué prodigio. Qué ocaso estupendo aquel del finito sujeto. Allí estaba, quieto, sosegado, elocuente; sin duelo, sin lágrimas, sin quejumbrosos parientes que llorasen desolados su pérdida irreparable. Rígido y quieto, estirado sobre la mesa, evocaba solemnidad en su agotada carrera, al par que, de custodia, lo envolvía el silencio, bello cual la muerte misma... 

-Can I help you­?

Me volví sobresaltado: la vida, inoportuna esta vez, vino a arrancarme de aquel espacio de acabamiento en que estaba participando, y no se lo agradecí al personaje. Lo miré, y le vi cara de ultratumba; quizá fuera por asociación, cual nos ocurre al visitar un psiquiátrico, donde cada desconocido nos aparenta ido. De cualquier manera, aquel hombre, encargado del departamento, tenía aspecto de estar aposentado en la otra orilla. Y quién sabe.

Le señalé la caja con los enseres y le presenté el recibo. Firmó y me lo devolvió después.

Me fui, a lo largo del pasillo, tremendamente desierto, hasta desembocar en el punto de mi indecisión primera; crucé la barrera, y entré en la atmósfera viviente que vibraba alrededor de aquel lugar de muerte. Acto seguido, irrumpí fuera, frente a la Private Wing, buscando sosegar mi espíritu y disimular el aire demudado de mi faz, terrosa y alterada en mueca indecible.

Inspiré hondo y miré en torno, sin advertir nada distinto en el edificio de ladrillo rojo, que hube dejado en ese instante. No quise pensar. ¿Para qué? No hice siquiera comparaciones entre el antes y el después de mi singular circunstancia y mi particular desvelo; las cosas son como son, y cada situación encierra su duende y su enigmática esencia. Tal vez por ello me afectó enormemente aquel estado inmóvil del difunto, y marché del lugar macabro encareciendo lo hermoso que aparecía envuelto en su sábana de hilo, cuya fina albura lo impregnaba de límpida prestancia, realzando, al mismo tiempo, el tono excelso de aquella cámara, cuyo austero espacio albergaba la hora cierta de…

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José Rivero Vivas

LA DESERCIÓN

Londres, 1967

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