DUNIA SÁNCHEZ
Todavía escucho el
tronador silbido grotesco de los bombardeos. El grito agónico de niños, de
niños, de madres, de padres ante la devastación. Y nosotras cogidas de la mano
madre. Sí, de la mano ante una ciudad destruida, harapienta, vagabunda de la
nada. Me dijiste márchate madre y te obedecí. Vete a un lugar mejor, donde la
sangre y rostros grises no se agiten en horror de la muerte. Ahora estoy aquí,
emigrando, en un campamento que llaman de refugiados donde el feroz con
colmillos de agujas hace los días penosos. Un campamento donde la suciedad, los
blancos techos de lona y la aglomeración insostenible de humanos nos da de la
mano. Tus manos. Sí tus manos, tal vez, nunca debí de huir. Pero me obligaste
madre. Y aquí estoy en medio de la oscuridad de este mundo. Una oscuridad que
le apetece ser eterna, infinita colindando con las almas perdidas en su caminar
cansado. Pero te digo una cosa, llegaré.
El tiempo es indeterminado, confuso pero llegaré. No sé cuándo. Nos volveremos
a ver y tus manos giraran en torno a las mías y tus manos sabrán de la alegría
del vivir y tus manos no limpiarán más cuerpos amputados, heridos, sangrados y
tus manos no serán ojos de esta guerra inacabable. Ay, madre, ya nos veremos.
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