viernes, 24 de abril de 2015

REMOCIÓN

REMOCIÓN
Roberto Cabrera

Igueste alto de lengua, manto negro de arena. Tan solitario como siempre, lleno de mangos y telas de araña. Se escucha la escuela batiendo palmas. Lo expectante como nube, la luz, rizoma del asombro y el aire. Era un tiempo para poner la vista en la bahía, tan quietas sus luces sobre el azul teñido, que adivinan la vida en camarotes como pequeñas lámparas cambiantes.
         Qué dicen las pestañas de esa boca gustosa que presienten los labios. Pelaje de liebre y alas de ángel, el peso en los dedos, la palma nirvana, los brazos se enganchan.
         Quizás sea esa una nueva oportunidad de poner en claro el legado de Isaac de Vega en nuestro intelecto y en nuestros corazones. Hay una película que pasa y pasa y se rebobina en nuestra memoria. Puede que sea un film con varios finales, un documental o teatro donde el drama o la comedia se intercalan y se ofrecen actores y decorados que transcurren en la ciudad, en el campo, en exteriores que ruedan por los callaos de las playas de Igueste o exteriores que filman sus casas. Aparecen sus hijas; Antonia, su mujer; otros parientes, Pascasio, Juan José; mas sobre todo sus inseparables Rafael Arozarena y José Antonio Padrón o Antonio Bermejo.
         Me parece que por encima de las anécdotas es crucial centrarse en su literatura, aunque no quisiera dejar a un lado su forma de vida, su filosofía. Es imposible dejar de observar a nuestro autor como un hombre cargado de preguntas, de incertidumbres y del anhelo de vida suprema. Y vienen a nuestra mente: su irrenunciable sencillez, la aristócrata docilidad de su trato, amén de la solidaridad con sus amigos.
         Al conocimiento de la obra de Isaac me llevó el azar y un amigo, quien entre cervezas y salmón a la plancha me prestó Fetasa. Era un tiempo de lectura existencialista y muchos proyectos. Una gran efervescencia vitalista y rizomática de resistencia a las establecidas jerarquías a todos los niveles y es en este sentido en el que la obra de Isaac de Vega vino a sugerirnos una perspectiva completamente rompedora y augural.
         Y como dije no solo era un novedoso paradigma para la inversión literaria marcada a nivel local y universal por el llamado boom, sino una potente literatura para escrutar todos los demás mundos, social, político, filosófico o lingüístico.
         A cualquiera podría preguntársele ¿por qué no ha leído Fetasa? Aquella novela semiolvidada, muy poco o nada referenciada para los pupilos universitarios sumidos en el estructuralismo o en los círculos más o menos ortodoxos del histórico materialismo, sería algo insólito.
         ¡Lanza tu obra como se arroja una piedra al aire, que si es buena, un día brillará como un sol! Solía decir de Vega.


         Tiene uno miedo a las ediciones en tapas duras, donde a veces finiquitan a cualquiera, donde se supone que ya todo está dicho del autor, y este pasa a “mejor vida”. Es la pérdida de aquellas rústicas tiradas, donde la magia y los lugares, los tiempos y espacios magnéticos parecen enterrarse entre las acartonadas portadas. Esas cantinas rurales, perros salvajes que hablan con las plantas en sus refugios naturales, largas caminatas en cósmica soledad por rutas sorprendentes donde las piedras, los árboles y la tierra del camino emiten voces delirantes.
         Fetasa, Jazz y Harlem metafísico, Un maldito de la mejor novela, Entre el sensualismo y Fetasa, El cauce de la narrativa canaria, Acerca de las incógnitas de Isaac de Vega en su literatura o Fetasa motor rotativo, fueron algunos títulos que a lo largo de varios años dediqué a nuestro autor en diferentes momentos de su trayectoria y mi vida. Otros muchos hicieron lo propio, seguramente impresionados como yo por novelas como Parhelios, Tassili o también por sus geniales cuentos en Cuatro Relatos, o Conjuro en Ijuana, Cuando tenemos que huir o Viento.
         Por un momento pareciera que todo este cúmulo de historias y textos inundaría de legítima forma incluso territorios escolares y juveniles, pero lamentablemente esto no ocurrió, se impusieron los libros-fórmula, el dominio de las grandes editoriales y la basura literaria, salvo honrosas excepciones. Quién sabe si aún estemos a tiempo, hay que preguntárselo a tantos profesionales, hombres y mujeres, que siguiendo ese juego fácil de inercia epistolar, continúan proyectando en sus pupilos esta ausencia; prefiriendo aquellos rudimentos aprehendidos en remotas aulas sin despertar a esta visión universalista e insular que desprenden relatos como los de Isaac de Vega. Es una tragedia particular que no se resuelve en el victimismo, y por otro lado una enorme congratulación por este sedimento que el autor y sus colegas literarios han ido depositando en el poso de la narrativa canaria, en una hasta saludable marginación. Un descubrimiento que será para muchos toda vez abandonadas las aulas, una catártica experiencia para todos. Lejos del karma están dispuestos para nuevos renacimientos, ahora, en unos años, siempre.

         Echo un vistazo al célebre discurso de ingreso en la Academia de la Lengua, allá por el 2002. Recuerdo a un Isaac preocupado antes de confeccionar el texto. Y ahora al releerlo observo con qué claridad perfila lo que no era, luego fue y lo que será de una obra literaria, explicitando de dónde arranca el ansia de modernidad que desconocieron ellos, los escritores un tanto famélicos y desinformados como se reconocen hasta mezclar el anterior surrealismo con un reciente entonces existencialismo. Ese apartamiento de todo lo que no fuera desnudez e integridad, soledad con su esencial ser hasta que la madre Naturaleza viva se haga parte del hombre. Concluye así de manera algo doliente “porque nada ha de perdurar de estas historias nuestras, si no es acaso en libros restringidos o en estudios eruditos”.

         Sorprende en la etapa que abarca los años cincuenta, en cuanto a la crítica literaria que desarrolló fundamentalmente en Gaceta Semanal de las Artes, cómo se muestra tan crítico con el arte social, con el boom literario y con otras nuevas tendencias. Un espíritu inconformista late ahí, un solemne disgusto y un escepticismo radical. No es preciso buscar más palabras para tratar de alumbrar lo que se percibe oscuro, como desazón crepuscular que todo lo envuelve; todo parte de una ingénita imperfección: el presente, el pasado, la política, el arte, la música, la arquitectura, las gentes. Absolutamente todo aparece corrompido y lleno de incertidumbres. Isaac de Vega lo retrata y ese dolor áureo es lo que resplandece precisamente en toda su obra, un salir del folklore para entrar en lo áspero, lo que en mayor medida lo ha convertido en inasimilable para distintas generaciones. Es voz de desprecio, la conocida y kantiana insociable sociabilidad humana.
        
         Las páginas se avivan y bien merece que muchas de sus imágenes perduren para siempre aunque nadie sepa si sus tesis fetasianas lo convencieron a él mismo en su innata rebeldía. Estos escritores insulares tenían las cartas marcadas desde el principio, desde el inveterado veneno que inocularon a una generación. Pero quién, quiénes fueron esos envenenadores. La mediocridad, la política, las erratas y pese a que muchos se propondrían empujar esta estética literaria más allá, más arriba, no fue posible sino hasta un pasajero reconocimiento. Se llega a la conclusión de que pagarían caro su voluntario “estar afuera”, que Rafael Arozarena dejaría claro en una entrevista: no deseamos que se hable de lo fetasiano, ni que sea bandera de nadie, no somos un grupo operante...
        
         Algunos de sus cuentos que he vuelto a releer echan la vista atrás, son años juveniles, son señales y estando atentos se observan avatares entre líneas que hacen la vida imposible. Donde todo fue fracaso y una mueca de labios retorcida, cuando se aprecia la vida pero los hombros se encogen y sigues caminando con manos en los bolsillos, a veces se patea una piedra. Ahí estabas tú, hombre de poros abiertos mirando el horizonte o las cercanas mareas sin el más acá del aprecio y tus talones suben a la guagua; es un vagón que rueda sin destino, no es la aventura de llegar sino el puro viaje lo que cuenta. Dejadme atrás sin rencor del vuestro  navideño villancico. Allí ocurrió algo desgraciado. Minimizado entre los contadores, ralentizado entre los vates, otra vez renace la idea de borrar la desdicha y el pesar de las madres. Son señales y yo estaba atento, cosas que hacen la vida imposible.         
         El ahora sigue igual, casas en ruinas, todo un catálogo de la infelicidad. Taberneras deslenguadas, músicas atronadoras que abroncan locales, jóvenes irredentos, gentes chabacanas y textos rebosantes de léxicos malsonantes. Parece que toda la inmundicia debe ser borrada y originar algo nuevo, aunque no se sepa a ciencia cierta cómo hacerlo. Su  ecoliteratura se eleva magnífica y magistral en Bubanguera y los perros abigeos y en la introducción del libro Viento, donde aparece dicho relato. Y en un texto de título Sobre el sentido y el paisaje, se ilustran algunas ideas que sirven de hilo conductor. Son tres estadios que mueven el arte de la escritura: cuando se empieza a escribir existe el influjo de lo que se ha leído, y se escribe, comenta De Vega, no principalmente para decir lo que sentimos, sino para producir arte.
Luego, cuando ya se ha escrito viene el darse cuenta de que ha sido un trabajo del espíritu, no sólo de la inteligencia. En el tercer estadio hay un manejo de las palabras que no tiene por objeto la producción de frases bellas, sino el expresar estados y ambientes, de otra manera inalcanzables. Esto en lo referido al sentido, pero por otro lado está el paisaje físico –dice– que nos ha tocado vivir, el que impresionó nuestra infancia, con las olas y el mar de nuestro particular atlántico.

         Desde varias perspectivas se ha enfocado la obra de Isaac de Vega. La hermenéutica al modo clásico ha sido mi forma preferida, interpretación libre de sus textos. Pero ha habido otras: estructuralismo, genealogía,  funcionalismo, fenomenología. Casi todas ellas puestas de relieve en diferentes ensayos críticos como en el conocido volumen: Fetasianos. En el año 83 publicamos el cuento Oleágine. Hacíamos por entonces la revista Menstrua Alba. Su paisaje era conmovedor. La charca de la casona, los antiguos cines de la ciudad, hoy desaparecidos, los viejos saladeros en la costa; pero sobre todo las relaciones de poder que se sucederán en su obra y que alguien algún día conseguirá explicarnos: cómo nace y cómo se apodera del corazón humano esa sensación de vacuidad frustrante, aquella imposibilidad de un salir afuera, ese remolino y chupadero tan lejano a la esperanza frente a la autoridad de los mediocres.
        
         Éramos un puñado de jóvenes imberbes frente a una vida narrativa larga y azarosa y por tanto todo un campo de investigación se abrió sobre nuestro propio pasado y devenir. Saltamos entonces a una interacción vital llena de parodias. Estamos en alguna casa de estudiantes escuchando música a toda pastilla con De Vega y Padrón, es casi la madrugada y decidimos volver a la tertulia Arkaba en Santa Cruz, lo hacemos dentro de una furgoneta y pilotados por una joven sin carné. O volvemos a La Laguna otra noche y un tipo de aspecto peligroso hace auto-stop. El “escarabajo” de Isaac se detiene y lo recoge, pero ante la realmente peligrosa conducción del maestro de Ijuana, el personaje prefiere apearse mucho antes de llegar a su destino aplastado en su asiento por el miedo. O llegando a un cafetín en la ciudad, cuando debemos apurarnos en llegar a la presentación de un libro de Bermejo; Duque, perro inteligente donde los haya, salta por la ventana del vehículo a la altura del Parque, e Isaac se baja como autómata y corre vociferando entre el paseo de las cañas y la sorpresa de los viandantes: ¡Duque! ¡Duque! ¡Vuelve!.. Y es que el amor a los animales era una constante en Isaac de Vega, si no léase el cuento Por mi corazón mezquino, y se comprenderá. Duque volvió, encontró el camino y subió la escalinata del cafetín en mitad de la presentación, como invitado de lujo.
        
         Entonces conocimos a Mingo, camarero de a bordo que recorriera medio mundo en el Irpinia o el Surriento, amigo de Isaac, o a Moyo, antiguo piloto de lanchas rápidas por las costas de Anaga. El estraperlo, todo el cambullonaje y la sutil tropa que discurre por entre un paisaje vernacular. Caldo de cultivo de una narrativa incomparable que además se traslada desde este espacio marinero, hasta altas cumbres o también a otro, lacunar en contraste; a veces frente a una burguesía provinciana que quedará retratada de entintados oropeles. El narrador buscará meter la cuchilla entre los enrejados que atrapan los pájaros enjaulados en merenderos periféricos donde acostumbran a comérselos y frente a la sorpresa y el disgusto de comensales y mesoneros. Tendrá que huir para no verse envuelto en diatribas dialécticas con supuestas “buenas gentes”, cuya cobardía no puede soportar. Se verá abocado a un repliegue hacia lo íntimo al encontrar imposible la connivencia con el nuevorriquismo, la chabacanería o la rendición de todo aquel que ha sido arrastrado por la pendiente inercia de la integración o del fatal conformismo.

         En lugar del sarcasmo o un despliegue cínico, todo aquello se torna en insoportable pesadilla, quizá hasta en culpabilidades y se buscará en otros motores de la psicología, la ciencia, la filosofía, los nuevos descubrimientos, una explicación, un asidero para que ese ser en mitad de un paisaje único pueda trascender. Mas será sueño imposible, porque la nada, la náusea o fetasa, van a impedir esa ataraxia. Y el camino quedará abierto a nuevos pasos que se dirigen no se sabe bien adónde y que la noche llevará peripatética a nuevas luces que ya se adivinan a lo lejos con la incertidumbre de hallar nuevas existencias vacunadas por ese mismo veneno donde rebota una indescifrable pero perceptible oleágine que todo lo penetra.





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