LA MIRADA DE PLATA
en la literatura de Agustín Díaz Pacheco
«Sólo falta un pistolero, John Wesley Hardin que administre justicia con
doña Julia Maura, el negro y Oscar Wilde, y los profetas pioneros de la
literatura en balde».
SARA
BARRY
— ¿Qué pinta ese barbuda ahí en medio? —dijo el
muchacho negro de Hollywood que acompañaba a Oscar Wilde en el rodaje del plató
97.
— Parece un guionista de la Recesión —comentó el
personaje.
Gritos rituales: ¡Se filma! ¡E1 Rojo! ¡Silencio!
Encaramado en el techo, encarnando a su Chejov
Fitzgerald Chaplin, de textura morisca como la misma Julia Maura aunque de
chispas hebreas, esbozó Agustín Díaz el ensayado gesto del resentido soldado
Brecht. Luego un zapatista mexicano de adiviñas y trabadillas de una Revuelta
(¿En balde?) que empuña una mirada de plata. ¿Hay miradas como la plata?
¿Pueden ser herméticas las miradas? ¿Especulares visiones?
Díaz Pacheco nos presenta el campo de la batalla
literaria y vital empujándonos a la primera trinchera. Desde allí, agazapados
en la línea de fuego, la mirada y el tiempo se abrazan al dolor. Ladrones del
tiempo por toda la geografía humana y personajes que se mantienen coherentes en
el silencio. Y beben.
— ¿Pero qué es esto, la tragedia antológica del cuenta
polaco? —inquirió el director revisando la escena 358.
—No, ―respondió el camarógrafo sirviendo con ritual el
café «arteria aromática que arremanga la nariz del personaje».
—Encuentro característico que se acueste al barbudo en
la escena anterior, ¡pero no aquí! —gritó enfurecido de nuevo,
Pasaron el decorado de los Nenúfares y dejaron el de
la Noche insomne, el centinela se acerca a Playa CRONOS, en una correría donde
recuerda la muerte de su padre, su abuelo, su identidad... Aquí aparece Zoé
Qualungue inesperadamente: Un jugador de ajedrez y fumador de pipa, largo y a
veces soez, dado a la filosofía. De cuando en cuando toma bebidas «espeleólogas
de sus grutas interiores». Emergen entonces jinetes de la tormenta y se escucha
«Riders on the storm», la banda sonora de Doors, bajo boca de lobo de lunas.
Los movimientos de la cámara son geométricos en su
trazado. Las figuras tratan de revolucionarse metonímicamente y perderse lejos
de su origen.
El escritor siente la literatura como Tárrega sus
descubrimientos sonoros, con el entusiasmo y el pesimismo de los crédulos.
Hombres y perros penetrados de psicología, desnudándose como un sacerdote en el
último peldaño de una escalera. La obra de arte no puede mostrar la realidad,
quizá espejearla. La aguja doliente del tiempo y el hilo que corre por nosotros
hasta la última puntada. El cordón que cose párrafos y reflexiones entre los
agujeros de la vida noche.
En otro fragmento aparecen el revó1ver y la máquina de
escribir, como fusil y evangelio en las manos de Camilo Cienfuegos. Y la
escritura se parece al manejo de armas. Valor, meticulosidad, pulcritud,
conservación y puntería, parecen usos muy distintos a los que se presentan al personaje
cuando se dispara la bala de los vagabundos que se escapan al escritor, quien
al final describe el infierno.
La
contradicción de que el azar se pueda hacer costumbre, sólo se explica por una
teoría como la de los «sincronismos» de José Antonio Padrón. La turba de años
va cayendo sobre los álbumes de fotos familiares entre las que destaca la de
aquel hombre junto a un Ferrari en la monacal Laguna de los años 30. Otras del
destacamento de un destacado antepasado con el Regimiento Volante de Infantería
de New Orleans. Porque PACHECO no está en la isla, ni contesta al teléfono ni
está sentado en el bar, quisiera que este libro fuera más «importante» por
cosas «distintas» a la que es: el recuento doloroso y sincero de su experiencia
como colector de relatos ajenos, y arreglista, que lo han convertido en
implacable con los suyos propios. Una «revolada» que lo enfrenta como a Cabeza
de Perro con el único pelotón posible: el de su conciencia artística, ante la
vista lejana del enemigo y los diablitos de Changó.
@ Roberto Cabrera
Fragmentode un de un ensayo
«La
historia simbólica y poética de varias marginaciones» ha titulado el ensayista
Amadou Ndoye el texto más conocido de Díaz Pacheco: El camarote de la
memoria, y allí nos son desvelados los más insospechados secretos sobre
esta novela borondina «el canario lucha contra unos enemigos invisibles,
peligrosos e inasibles en cuanto que viven, respiran, duermen con su dueño
(...) como decía Galdós el hombre lleva dentro de sí mismo su propio infierno.
Contradicciones e inestabilidades lo sacuden y zarandean a despecho suyo para
mantenerlo fuera del ser. Así el capitán Montelongo en la novela de Agustín
Díaz Pacheco, no dispondrá de hombres sino de “una colección de incertidumbres,
un nudo de desconfianzas”. Así el isleño como aquel protagonista, surgirá de la
oscuridad y avanza sigilosamente, sorprendiendo a sus interlocutores cuando
sale a escena. A lo largo del relato se expone que las sombras, tinieblas
surgen al compás de la lectura. Todo lleva la marca de la nocturnidad. La noche
encubre lo que uno se esconde hasta a sí mismo». Hijos de la noche, cita
Amadou, los protagonistas caminan, se internan en los meandros y recovecos de
su aventura, aparentemente indolentes, sin importarles demasiado la utilidad de
sus fines; pero hay otra razón, el capitán pensará: «lo importante en esta
travesía ha sido ir al encuentro del temporal y capturar la luz. La altura y el
abismo de la luz». Ha pensado en el viaje del insular hacia el mundo de los
«hombres libres». Los procedimientos poéticos de que se vale Díaz Pacheco son
apreciados por Amadou como reminiscencias de la originalidad surrealista
canaria. La poesía hace que los personajes se incorporen a una realidad cósmica
donde fluye una corriente de animismo que nos permitirá proyectarnos al tiempo
mítico para resucitar la unidad perdida entre historia, personajes, fuerzas
exteriores e impulsiones íntimas. Hombre e isla abrigan el mismo sentimiento.
@ Roberto Cabrera
del libro Reflejos, el vigía
editora
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