DÍAS DE LECTURA
Decía
Proust que quizá no haya días más plenamente vividos que aquellos que pasamos
con uno de nuestros libros preferidos
CARMEN
G. DE LA CUEVA
La playa. Alfred Victor Fournier (1929).
Hay un hermoso texto de Marcel Proust sobre la lectura, más exactamente, sobre los días entregados al placer de leer en la infancia que he tenido muy presente este verano mientras leía El libro de los niños de A.S. Byatt. Decía Proust que quizá no haya días más plenamente vividos que “aquellos que creímos dejar pasar sin vivirlos, aquellos que pasamos con uno de nuestros libros preferidos”. Los que supimos encontrar desde niños refugio, sosiego y aventura en los libros, no hemos abandonado ese gusto. A mí me sigue pasando con algunos libros: aunque sea febrero o noviembre, en mi cuerpo siempre será verano porque es la única estación en la que parece estar permitido encerrarse en las páginas de un libro como quien cierra la puerta de su cuarto propio de un portazo.
Los que supimos encontrar desde niños refugio,
sosiego y aventura en los libros, no hemos abandonado ese gusto
La pieza de Proust, que es de
1905 –una época en la que habría distracciones, imagino, pero no teléfonos
móviles como prolongaciones de nuestro cuerpo–, es una delicia, recuerda a En
busca del tiempo perdido, sobre todo, al primer volumen, Por el camino de
Swann. La voz que entrelaza ideas e imágenes parece la misma que la del niño
que recuerda las noches en la casa familiar mientras esperaba ansioso a que su
madre subiera a darle un beso antes de dormir. Y es que por la escritura de
Proust no pasa el tiempo, al menos, yo lo siento así. Quiero pensar que pasarán
cien años más y seguiremos leyéndolo como si lo hubiera escrito para nosotros.
Confieso que empecé tarde con El tiempo perdido, a los treinta y dos años. Fue
la maternidad lo que me llevó a él, porque en ese momento tan vulnerable, donde
me sentía tan expuesta, Proust me hablaba de algo que había cobrado un matiz
nuevo para mí, una importancia transcendental: el tiempo. Y también me hablaba
de la infancia, de la soledad. Proust escribe como si quisiera hilar las capas
de la vida y de los tiempos en un único ovillo. Y vuelvo a él, en verano casi
siempre, a sus novelas o a sus artículos, porque me atrapa la sencillez y la
profundidad de su prosa y la nostalgia de todo ese mundo que se fue.
En Días de lectura (I), dice
Proust que, para los que andamos extasiados leyendo, cualquier cosa que nos
distraiga de la página es un obstáculo que nos aparta de un placer divino: “El
juego para el cual venía a buscarnos un amigo en medio del pasaje más
interesante, la abeja o el rayo de sol molestos que nos hacían levantar los
ojos de la página o cambiar de sitio, la merienda que nos habían obligado a
llevarnos y que dejábamos en el banco a nuestro lado, sin tocarla, mientras
encima de nuestra cabeza el sol iba perdiendo fuerza en el cielo azul, la cena
para la cual teníamos que regresar y durante la cual solo pensábamos en subir
enseguida para terminar el capítulo interrumpido”. Ya no somos niños ni tenemos
siempre la capacidad de asombrarnos con el mundo y las historias de la misma
manera, con la misma intensidad. Tampoco los obstáculos son los mismos: el que
viene a buscarme para jugar en medio del pasaje más interesante es mi hijo, no
hay apenas abejas pululando por ahí y es imposible leer al sol en este tórrido
verano apocalíptico, pero hay guisos que cocinar, ropa que tender, camas que
hacer y artículos por escribir. Cualquier cosa es un obstáculo que me hace
interrumpir el capítulo. Cuando se publique esta pieza, habrán pasado algunas
semanas desde que terminé de leer el libro de Byatt pero, mientras escribo
esto, sigo extasiada, embelesada, abstraída, ensimismada por las novecientas
cincuenta y dos páginas de El libro de los niños. Siempre será mi libro
preferido del verano de 2023 y, al igual que para Proust, cuando pasen muchos
años y mire hacia atrás, será el único almanaque que habré conservado con la
esperanza de ver reflejados en sus páginas todo aquello que ha dejado de
existir.
Descubrí a A.S. Byatt leyendo
sobre una de mis escritoras inglesas preferidas: Margaret Drabble. Es más, este
verano comencé releyendo La piedra de moler y terminé por leer todo lo que se
ha traducido de ella, desde La niña de oro puro hasta los cuentos de Un día en
la vida de una mujer sonriente, pasando por Una jaula en un jardín de verano y
Llega la negra crecida. Byatt es hermana de Drabble, tres años mayor, y autora
de muchísimas novelas, entre ellas, Posesión, que ganó el Booker en 1990. El
libro de los niños, una novela de casi mil páginas que abarca un período
histórico que va desde finales de la época victoriana hasta las postrimerías de
la Primera guerra mundial, desde 1895 hasta 1919, fue publicado en 2009 y
reeditado por Lumen este verano (traducido por Miguel Temprano García). Desde
que vi la edición, sentí cierta atracción por el título, confié ciegamente en
que, si tenía tan solo la mitad de talento narrativo que Drabble, merecería la
pena, y he acabado hechizada por esta historia, emocionada hasta el llanto. El
argumento parece sencillo y mágico al mismo tiempo: Olive, una escritora de
cuentos de hadas es la protagonista de esta historia que narra la relación
entre los niños y los adultos. Me interesó precisamente eso, todo lo que hay
por explorar literariamente en ese abismo entre el asombro de los hijos y la
mirada de los padres. Es un libro pesado, gigantesco diría, un libro que pesa
un kilo y medio y que me ha acompañado durante una semana a la playa y al
parque, que se ha llenado de miles de minúsculos granitos de arena, y de espuma
de mar, un libro que ha sufrido las gotas de café con hielo, los helados de
turrón y las manitas pringosas de mi hijo. El día que lo vuelva a abrir dentro
de algunos años, toda esa memoria saltará sobre mí y me empañará los ojos. El
verano en que mi hijo tenía cuatro años y yo treinta y siete y pasamos unos
días en las playas de Chipiona, y yo me entregaba al placer divino de la
lectura mientras mi hijo me enterraba los pies en la arena. Este libro de Byatt
es de las mejores novelas que he leído en muchísimos años, una novela que me ha
dado hermosas palabras nuevas, que me ha contado un tiempo en el que se
forjaron visiones del mundo que extienden sus raíces hasta el presente. Es un
libro donde las niñas se preguntan si pueden amar y desear una vida propia al
mismo tiempo, donde los niños tienen una sensibilidad hermosa y extraña y, como
decía, mágica. Hay marionetas, hadas, bosquecillos, piedras con agujeros que
permiten ver mundos pequeños, diminutos e invisibles a los ojos adultos, hay
abortos, y abusos, hay deseo y violencia, hay padres egoístas que escriben y
crean mundos imaginarios para sus hijos, pero luego son incapaces de ofrecer
amor, hay guerra, hay trincheras y muerte, muchísima muerte, y también hay
poesía. Es un libro redondo, una muñeca rusa que contiene poemas, miles de
referencias, cuentos dentro de otros cuentos. Es un libro brillante, erudito,
muy sabio. Y, sobre todo, gozoso. Podría haber tenido dos mil, tres mil, cuatro
mil páginas, un libro infinito que se fuera haciendo y deshaciendo como los
castillos de arena de mi hijo. A mi alrededor, era curioso, todos me
preguntaban por el libro, me incitaban a que lo dejara en casa, a que no lo
cargara en la bolsa de la playa, a veces, he preferido llevar el libro al
pesado termo de agua helada. Por eso me he visto tanto en esa pieza de Proust:
una niña, he sido una niña ensimismada en las páginas de un libro largo, pesado
y antiguo, y una niña feliz también. Así que, mientras ha durado, además de
madre, he sido una niña, amiga de mi propio hijo, he tenido una visión
especial, única sobre la infancia. Por unos días, el equilibrio entre mi hijo y
yo ha sido mucho más puro y libre. ¿No es maravilloso que un libro pueda darnos
todo eso?
El libro de los niños es de las
mejores novelas que he leído en muchísimos años, una novela que me ha dado
hermosas palabras nuevas
“Luego la última página estaba
leída, el libro se había acabado”, dice Proust. Y al cerrar el grueso volumen,
más ancho y pesado si cabe, porque contenía dentro toda la arena y toda la
espuma de mar y la risa y las gotitas dulces y pringosas de helado y las
lágrimas por todos los jóvenes caídos en las trincheras de Europa y por todos
los sueños que no llegaron a cumplirse, sentí el tumulto que se había
desencadenado en mí, me levanté del sofá y me puse a andar por el salón
secándome las lágrimas todavía, se había hecho de noche y apenas se veía nada,
al otro lado del balcón la luz de la tarde se apagaba y yo estaba sola. Me
había quedado sola. Mi hijo estaba con su padre y aquellos seres a los que
había prestado más atención y ternura que a las personas de carne y hueso,
aquellas personas por las que había temblado de emoción y sollozado, no las
vería nunca más, no sabría nada más de ellas.
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