miércoles, 10 de mayo de 2023

ARSENIO IGLESIAS, EL CONSTRUCTOR DE UN SUEÑO

 

ARSENIO IGLESIAS, EL CONSTRUCTOR DE UN SUEÑO

XOSÉ MANUEL PEREIRO

“Hay un hombre en Riazor al que tratan como un cabrón / nadie se quiere acordar que fue él quien nos ascendió, nos salvó en la promoción y a la UEFA nos llevó / Tribuna menos criticar, dedicaros a animar / Arsenio tú nunca te irás, con los Blues siempre estarás / Este canto es para ti, venga todos a cantar: Arsenio quédate, Arsenio quédate, Arsenio quédate!"

 

(Canto de los Riazor Blues)


 

“Arsenio Iglesias, el que fuera entrenador de Deportivo y Real Madrid, entre otros, ha fallecido en la mañana de este viernes a los 92 años”, reza el titular de un importante diario deportivo. Se puede no decir ninguna mentira y no contar nada verdadero, y este es un claro ejemplo. Es cierto que Arsenio Iglesias Pardo (Baiuca, Arteixo, Nochebuena de 1930) entrenó al equipo coruñés y al madrileño, pero eso es como decir –con perdón– que un austríaco apellidado Hitler participó tanto en la Primera Guerra Mundial como en la Segunda. A ningún entrenador lo han despedido cientos de personas haciendo cola durante la noche y bajo la lluvia para visitar la capilla ardiente, y miles arropando el coche fúnebre que lo llevó a su última residencia. Y muchos han ganado títulos muy importantes, en más de un equipo, algunos también se han hecho carne con su club, pero pocos como él han hecho realidad un sueño que permaneció incluso después de su retirada. Tampoco demasiados han logrado que su personalidad trascendiera –para bien– a su profesión, hasta el punto de ser querido no sólo por los seguidores de su equipo, sino por los de los rivales acérrimos. “Era el segundo abuelo de todos”, dijo alguien en Twitter.

 

El hijo pequeño de una familia numerosa (numerosa de las de antes, nueve hijos) y humilde. Tanto, que el primer regalo de Reyes que recuerda fue una naranja. Empezó a jugar al fútbol como empezaban antes los brasileños: descalzo con una pelota improvisada. Después en el Penouqueira, llamado así por un monte de la zona cuyo nombre (viene a significar “peñascal”) ya da idea de las condiciones en las que se jugaba. El dribling endemoniado que tenía lo llevó al Bergantiños y antes de cumplir los 20 años ya estaba en el Fabril (el filial del Deportivo, con tanta historia que jamás se ha dejado llamar “Deportivo B”). Y en la temporada 1951-52 debutó en Primera con el Deportivo. Contra el Barcelona en Les Corts. El suyo fue el único gol que encajó en el partido Ramallets. Las crónicas dicen que el recién llegado fue a pedirle perdón al mítico portero. Él lo desmintió –“soy aldeano, pero no tonto”–, pero por ahí sigue rodando la especie.

 

Arsenio le metía goles a Ramallets, pero seguía recorriendo todos los días en trolebús el trayecto entre Arteixo y la ciudad

 

Arsenio le metía goles a Ramallets, pero seguía recorriendo todos los días en trolebús (el transporte público de la época en A Coruña) el trayecto entre Arteixo y la ciudad. O más exactamente, la Plaza de Pontevedra. Allí, además de la sede del Deportivo, estaba la frontera. La de la-Coruña-de-toda-la-vida. Incluso en aquellos años, en sus árboles colgaban los aperos los campesinos que venían de Arteixo, de las comarcas de Bergantiños y Soneira, a ofrecerse como hortelanos. Mentalmente –y físicamente no demasiadas veces– Arsenio nunca traspasó ese límite. Todo, desde sus amigos a sus inversiones inmobiliarias y negocios –entre ellos una librería–, estaba en esa zona “extramuros”. Los coruñeses del otro lado del istmo se lo reprocharon en varias ocasiones.

 

Como a Luis Suárez, Amancio Amaro y en general a todos los que destacaban en el Deportivo –y no sólo en el Deportivo, claro–, al fino driblador le llegó la llamada de los grandes. Tenía una oferta del sempiterno agujero negro, el Real Madrid, pero se decidió por otro equipo blanco: el Sevilla, que entonces adiestraba Helenio Herrera. Aquella temporada, 57-58, jugó con el equipo andaluz la Copa de Europa. Al siguiente, sin Herrera, recaló en el Granada (el suyo fue el único tanto granadino en la final de la Copa contra el Barça) y después jugó en el Oviedo y en Albacete antes de cerrar su etapa de jugador, en 1966. Al año siguiente abrió la de entrenador en el equipo en el que prácticamente se había estrenado en su faceta anterior, el Fabril, y de ahí, como veinte años justos antes, al Deportivo. Lo subió a Primera División y lo mantuvo allí dos temporadas más. En 1973 inició otro peregrinaje: el Hércules, al que subió a Primera, y después erró por los banquillos del Zaragoza, Burgos, Elche y Almería.

 

Para él fue una vida de emigrante. Uno más. En los cinco años que jugó en el Deportivo y vivía en Arteixo no llegó a pisar una sala de cine, nunca entró en un casino (“entré una vez en uno en Montevideo, en los años 50, pero entré por una puerta y salí por otra”) y en Zaragoza la directiva llegó a llamarle la atención porque la pensión en la que vivía no era la adecuada al rango de entrenador del equipo de la ciudad. “No fui muy feliz en ese sentido, aunque profesionalmente las cosas no me podían ir mejor. Supongo que será el carácter, un poco quisquilloso. Yo sé lo que es vivir en una constante soledad, pero solo, solo”, me confesaba en una entrevista en 1993.

 

La peregrinación acabó en 1982, cuando regresó al Deportivo. Estuvo tres años, y se fue. Quizá porque cuando los resultados o el juego no cumplían las expectativas, siempre altas, de la afición, había gritos en tribuna de “vuélvete a tu pueblo”, entre otros. Estaba en el Compostela cuando un presidente recién nombrado, con nombre y apellido de emperador, Augusto César (César es apellido) Lendoiro, lo fue a buscar para evitar el desastre: el equipo estaba a punto de bajar a Segunda B (donde está ahora, pese que al flamante nombre de 1ª RFEF). Arsenio lo salvó, esa temporada, lo condujo a semifinales de copa en la siguiente y en la tercera lo depositó en la División de Honor, como había hecho 20 años antes. Lo dejó allí y anunció que se retiraba. Se volvió a su pueblo, al que lo mandaban los de tribuna cada dos por tres.

 

La ausencia, y el retiro, no llegaron a durar ni una temporada. El entrenador con pedigrí que contentaba a los espectadores de puro habano, también con nombre de emperador, Marco Antonio Boronat, acercó al equipo a la sima de Segunda, y Lendoiro volvió a llamar a la puerta del pueblerino. El Dépor se salvó en el último partido. Entre los muchos espectadores que no las tenían todas consigo aquella tarde había dos brasileños. “Bebeto y yo ya teníamos un acuerdo con el Dépor, pero nos mirábamos incrédulos: si pierden ¿vamos a jugar en Segunda?”, me contó después Mauro Silva, el enorme jugador que hasta entonces nunca había metido un gol y después no sé si metió uno. Con Bebeto, que ya entonces era internacional, Mauro, los hermanos Fran y José Ramón González, un serbio al que no conocía nadie y vino regalado, Djukic, y unos segundos espadas sacados de aquí y de allá (el portero, Paco Liaño, que después fue Trofeo Zamora dos temporadas y comparte con Oblak el récord de portero menos goleado en una temporada, recibió la llamada cuando ya había decido retirarse) armó el que sería el Súper Dépor.

 

La memoria es traidora. Nos asegura que Arsenio Iglesias fue el eterno entrenador del Deportivo

 

La memoria es traidora. Nos asegura que Arsenio Iglesias fue el eterno entrenador del Deportivo. Y sí, lo condujo en 566 partidos oficiales, el récord del club (jugó con su camiseta 146 veces), pero la etapa del Súper Dépor (“tanto Súper y tanta hostia”, despotricó una vez que le empataron en los últimos minutos) fueron tres temporadas y media. La Champions como segunda residencia. La Copa del Rey conseguida contra el Real Madrid en su propio campo el año en que celebraba su centenario y el título de Liga tenían a otra persona al timón, Javier Irureta, pero para la memoria quedarán como triunfos de Arsenio. Como Juan el Bautista, él preparó el camino.

 

En aquella primera temporada, la 91-92, logró la permanencia. En la del 92-93, el Dépor fue líder varias veces y acabó tercero y clasificado para la UEFA. En la siguiente, se mantuvo en cabeza media liga, y en la última jornada, el título dependía del partido en casa contra el Valencia, que no se jugaba nada. Nada futbolístico. “Cuidado con la fiesta, que te la quitan de los fuciños, pero inmediatamente”, había advertido. Todos hemos visto aquel penalti que Djukic falló (yo hasta en Singapur, un año después) como todos intuimos qué iba a pasar en cuanto el serbio tomó aliento y carrerilla. No se ha contado tanto que miles de espectadores saltaron al campo a abrazar al desolado jugador, y que Arsenio (“yo ya venía llorado de casa”) dio una rueda de prensa en la que no echó los habituales balones fuera que se echan en estos casos, pidió perdón por desilusionar a todos los aficionados (“Nadie sabe lo que siento por esos neniños, cuando los veo por España adelante, descamisados, siempre detrás del equipo…”, había dicho de los Riazor Blues en una ocasión) y se fue, con toda la sala de prensa aplaudiéndole, puesta en pie.

 

Quizás también el fútbol escriba derecho con renglones torcidos. En la temporada siguiente, de nuevo subcampeón, el Deportivo se jugaba ante el Valencia su primer título, la Copa del Rey, en el Bernabéu. Era junio de 1995. Estaban 1-1 en el minuto 79, cuando una tormenta qué llegó a inundar los vestuarios interrumpió el juego. En el primero de los 11 minutos restantes que se jugaron una semana después, Alfredo Santaelena, un jugador de estatura discreta, superaba de cabeza a Andoni Zubizarreta, la torre que defendía la portería valenciana. Todo el mundo asumió que aquel título, el primero del Deportivo (recientemente se ha descubierto que ganó otra Copa en 1912), era algo que el destino le debía a Arsenio Iglesias. El entrenador, quizá para curarse en salud, había declarado antes del partido: “La derrota es más humana”. Esta vez, sin embargo, les tocó a otros ser más humanos.

 

La prensa madrileña se cebó en él de una forma que, en algunos casos, hoy sería delito de odio

 

E, igual que había hecho cuando devolvió al equipo a Primera, ganó el título y se fue. Había tenido roces con algunos jugadores, y sobre todo con el presidente Lendoiro, que no se recataba en anunciar que había fichado para su puesto a John Benjamin Toshack. Se fue de Riazor solo, sin más compañía que la de su amigo O Navallas, su compañero de mili y chófer del Deportivo. De nuevo no fue cierto. El Real Madrid había despedido a Valdano a media temporada 95-96, y requirió al entrenador de moda. El Arsenio que actuaba como un padre de los jugadores, vigilando hasta la cantidad de vino que tomaban, se encontró con un vestuario de divos a los que nada les decía un viejo con acento gallego. Raúl González, cuando todavía era un imberbe, le montó una trifulca en público cuando lo sustituyó. En un viaje a Zaragoza, el bus hizo una parada no prevista en una gasolinera, y el utillero bajó apresurado y volvió con bolsas de hielo. “No se habrá lastimado alguno…”, le preguntó inquieto Arsenio a su segundo Mariano García Remón. El segundo subió al piso de arriba del bus y comprobó que el hielo era para enfriar, pero no ningún músculo dolorido. De la misma forma, la prensa madrileña se cebó en él de una forma que, en algunos casos, hoy sería delito de odio. Después de un calvario de 19 partidos, Arsenio Iglesias volvió a casa. Esta vez de verdad. Únicamente se puso el chándal de nuevo para dirigir, en compañía de Fernando Vázquez, a la selección gallega en varios partidos entre 2005 y 2008.

 

Más o menos a la misma hora en que los restos de Arsenio Iglesias eran enterrados en el cementerio de Arteixo, escuché unas declaraciones del presidente del Real Madrid, Florentino Pérez, en las que decía que los árbitros debieran proteger a los jugadores que daban espectáculo. Me vino a la cabeza otra frase del viejo entrenador: “Estoy harto de los ganadores natos”.

 

 

 

 

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Xosé Manuel Pereiro

Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias

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