UN TRISTE CUERVO AZABACHE:
EDGAR ALLAN POE
GERARDO AUSTRALIA
Edgar Allan Poe ha
sido uno de los pocos poetas en la historia que se ha dado el lujo de dejar
plantado al mismísimo presidente de Estados Unidos en turno, prefiriendo
quedarse en la cantina que se le atravesó camino a su cita en la Casa Blanca
(¡aplausos!).
Corría el año de 1843 y entonces Poe gozaba de cierta fama como escritor y crítico de literatura en periódicos importantes, pero pasaba por uno de sus periodos, digamos, “traviesos”, de harta pachangüela que lo había dejado sin trabajo. Entonces los amigos le consiguieron en Washington, D.C., una cita personal con el entonces presidente John Tyler, que en deferencia con los conocidos ofrecía un puesto en la secretaría de aduanas, en Filadelfia, donde lo único por hacer era sentarse tras un escritorio por ocho horas al día y recibir un pago mensual a cambio, algo totalmente desconocido para el bohemiazo de Poe. Además, conocería en persona al presidente. Sin duda le contaría sus planes literarios, entre ellos la publicación de una revista de literatura nunca antes vista, su sueño dorado. Algunos dijeron que el lánguido poeta sí trató de llegar a la entrevista, pero al pasar por recepción con el abrigo y los ojos al revés, la camisa de fuera y cantando a todo pulmón La Despeinada, ja-ja ja-ja, se le regresó por donde venía.
Edgar Allan Poe es
sin duda uno de los pilares fundamentales de la literatura, pero también
ejemplo de una de las vidas más tristes de su época. ¿Cuál es la importancia de
esta sufrida alma? Pues ser el creador de uno de los géneros más reeditables
hoy en día no sólo en la literatura, sino en el cine y la televisión: la novela
policíaca, la de detectives. Ninguna película o serie de misterio existiría sin
Los crímenes de la calle Morgue (1841) de Poe. También fue maestro indiscutible
del cuento de horror y uno de los principales contribuyentes a la ciencia
ficción, además de ser el primero en convertir al cuervo, esa inteligente ave
negra y solitaria (Corvux Corax), el símbolo de los decadentes y románticos que
asumieron el color negro como insignia de todo lo que hoy nos gusta aducir como
underground.
Me detengo tantito
en este color, porque su connotación psicológica es interesante. En el antiguo
Egipto el negro era símbolo de crecimiento y fertilidad; muchas tribus
africanas, como los Masai, lo relacionan con la vida y la prosperidad, mientras
los japoneses con la feminidad. En China era considerado el rey de los colores
y en algunas épocas la gente se teñía los dientes de negro como algo cool
(hacer esto aquí significaría un exceso de huitlacoche en la quesadilla).
Una de las
características que más llaman la atención de este color es que crea la
sensación de protección. Sin embargo, ha tenido muy mala prensa (en color y en
personas), pues normalmente se le vincula con lo desconocido, aterrador,
oscuro, maligno y la muerte. También con la tristeza, el sufrimiento, la
soledad y ya echados a andar con la crueldad, la mentira, la manipulación, la
traición y el ocultamiento. ¡Pobre negro! (en las dos acepciones). Sin embargo,
psicológicamente, dice los expertos, “genera sensación de elegancia y suele
sugerir seguridad y fuerza, así como distintividad. Su uso práctico suele
desembocar en los demás la apreciación de una mayor confiabilidad e incluso
atractivo” (leer aquí). ¿Qué pintor famoso fue el que dijo “el negro es el
único color que dice: no te molesto, no me molestes”?
Pero volviendo a
nuestro cuervo azabache: durante su vida Allan Poe fue el rey de los saleros,
una vida marcada por la serie de leñazos que doña Fortuna no dudó en propinarle
no una, sino cien veces, ¡aún después de muerto! Por ejemplo, en la década de
los ochenta del siglo pasado, a más de cien años de su muerte, los admiradores
neoyorkinos de Poe presionaron al alcalde de la ciudad para que levantara una
placa conmemorativa en el lugar donde el afamado poeta había escrito su
incomparable poema El Cuervo, en 1845 (el cual sólo le dio nueve dólares de
ganancia). El alcalde no tuvo objeción, Poe había vivido en una mugrienta
granja en medio del bosque en la zona donde hoy se encuentra la calle 84 y
Broadway. Se nombró una corta vía en su honor y todos contentos. Días después
alguien notó que en la reluciente placa el apellido del escritor estaba mal
escrito: Allen, en vez de Allan. Entonces los jijosdesú, en vez de arreglar la
errata, prefirieron quitar la calle (emoji encabronado).
Flaco, frágil,
ojeroso, pálido verdoso, cabezón de frente amplia y siempre vestido de negro
con los rulos del pelo, también negros, enmarañados, Poe fue el clásico Sísifo
solitario atragantado en su perenne ya casi. La muerte se encargó de espantarle
cualquier momento de alegría durante su vida: su querida madre murió de
tuberculosis cuando él era un niño; su único hermano murió alcohólico y
tuberculoso antes que él; su adorada esposa murió en sus brazos también de
tuberculosis; sólo le sobrevivió su hermana, retrasada mental, quien terminó
sus días paupérrima deambulando por las calles de Baltimore, vendiendo
estampitas con la cara de su famoso hermano cabeza de melón.
No en balde nuestro etílico poeta hace del abismo el personaje principal de su escritura. De ahí su mórbida fascinación por lo sobrenatural, la locura y el asesinato, por la epilepsia, la catatonia, la inquietud de saber qué se siente ser enterrado vivo y un entusiasmo por todo lo que pusiera al hombre en trance (incluyendo drogas y alcohol).
La relación entre el alcohol y Edgar Allan Poe fue contradictoria. Realmente no le gustaba beber, sino él buscaba el efecto y la euforia. Por lo mismo, cuando tenía enfrente el trago, lo tomaba de un jalón, feroz, como si “quisiera matar algo adentro de él, un maldito gusano que no se moría con nada” (Charles Baudelaire). Julio Cortázar dio su versión: “Se ha dicho que Poe, en los períodos de depresión derivados de una evidente debilidad cardíaca, acudía al alcohol como un estimulante imprescindible. Apenas bebía, su cerebro pagaba las consecuencias”. Su tolerancia para el chupirul era cero, dos copas y comenzaba a buscar el plano horizontal. Además, era sabido lo terrible que la pasaba en las crudas con unas cefaleas de terror que lo tiraban en la cama por días. Además, sus borracheras eran intermitentes: a las rachas báquicas venían periodos de seria sequía, ya sea por semanas o meses. Cuando sobrio Edgar era un gentleman, educado, trabajador puntual, escritor prolífico y cortés hasta la exageración.
Eso sí, que quede
claro: ninguna de sus historias o poesías fueron escritas bajo la influencia
del alcohol. Pero cuando rompía su promesa nuestro cuervo tostado y solitario
echaba vuelo en picada al tormentoso torbellino de su existencia y entonces lo
despedían del trabajo en turno, agredía e insultaba a la gente que lo ayudaba,
se peleaba sin sentido con seres imaginarios y terminaba cargando el doloroso
costal del arrepentimiento por mucho tiempo.
Mucha gente que lo
conocía decía que había salido igualito a su padre biológico, un chico bonito
de familia acomodada, que mandó a freír espárragos la carrera de abogacía para
dedicarse a ser actor, profesión en la que era malísimo. Para colmo padecía la
némesis del histrión: pánico escénico. Por eso para darse valor bebía, y para
cualquier otra cosa seguía bebiendo. De este borrachín intemperado Edgar heredó
tres cosas: su flaqueza por el juego, la manía de pedir prestado a los demás y,
por supuesto, la manera de beber ya sin vaso.
La madre, de
ascendencia irlandesa, fue una actriz de cierto prestigio que comenzó su
carrera a los cinco años y nunca paró. Era una mujer talentosa y profesional que
a las tres semanas de parir ya estaba en el tablado. La familia vivía en una
maleta, y cuando el padre vio nacer al tercer hijo, Edgar, prefirió convertirse
en mago desapareciendo para siempre.
Elizabeth Arnold
Poe tenía veinticinco años cuando soltó la primera flema sanguinolenta frente a
sus hijos. Edgar la había visto tantas veces morir en el escenario que pensó se
trataba de otra puesta de escena, hasta que es separado de sus hermanos y
adoptado por una bondadosa pareja de Virginia, John y Frances Allan, quienes no
podían tener hijos.
La madre adoptiva
fue amorosa y protectora, pero cuando Edgar por fin comenzaba a saberse amado
murió. El padre adoptivo, inmensamente rico, se convirtió en un cabroncete
terco, macho y borracho boyante, quien lo trató con la punta del zapato toda la
vida. Su relación con él fue siempre funesta. De él Edgar sólo heredó el
apellido, que hasta nuestros días es una y otra vez mal escrito.
El único año
ligeramente feliz en la vida de Edgar Allan Poe fue 1836, cuando por fin
consiguió su primer trabajo como escritor en una revista neoyorkina y se
enamoró perdidamente de su prima hermana, Virginia, de 13 años, con quien se
casa. Por fin tiene una familia, un hogar donde lo quieren, respetan y de
regreso de su trabajo le tienen la pantufla a buena temperatura y su ajenjo
bien frío. Pero cuando las cosas comenzaban por fin a tomar su cauce la huesuda
asesta nuevamente el tortazo, arrebatándole a la esposa, en 1847, detonante que
llevó a Edgar a abandonar cualquier tipo de esperanza y a dejarse llevar por
los delirios del artificial stimulus, como él mismo llamaba a la bebida.
Jamás se repuso.
Dos años más tarde de la muerte de su amada se le vio deambulando por las
calles de Baltimore en estado delirante, alucinando, sucio y vestido con ropas
de otro hombre. Sería el compositor Joseph W. Walker quien lo reconoció tirado
en la banqueta. Murió cinco días después, a los 40 años, en una triste mañana
de domingo del 7 de octubre.
Durante su vida Poe
sobrevivió gracias a su crítica literaria, donde era famoso por despiadado. Le
decían Tomahawk Poe, por dar certeros golpes sin miramientos a quien fuera. Sus
cuentos, poemas e historias nunca lo sacaron del apuro en el que siempre estuvo
sumergido. Sin embargo, un dato curioso es que hubo un libro a su nombre que
logró verdadero éxito en las librerías, aunque la idea original no fuera suya.
Se trata del Primer Libro de Conquiliología, texto ilustrado y dedicado a las
conchas de los moluscos. La idea era de un Thomas Wyatt, autor del primer
Manual de Conquiliología en el mundo, quien pidió a Poe hiciera una nueva
versión con su nombre, rearmando el material para una edición más pequeña y
barata, pues el original valía $8 dólares, mientras que la de Poe $1,5. La
primera edición se vendió en dos meses.
Por otro lado: ¿Qué
hubiera dicho cuando en el 2009 se vendió una primera edición de sus poemas
(sólo imprimió 50 copias), en $662,500 dólares?
Edgar Allan Poe (Jorge Luis Borges):
Pompas del mármol, negra
anatomía
que ultrajan los
gusanos sepulcrales,
del triunfo de la
muerte los glaciales
símbolos congregó.
No los temía.
Temía la otra
sombra, la amorosa,
las comunes
venturas de la gente;
no lo cegó el metal
resplandeciente
ni el mármol
sepulcral sino la rosa.
Como del otro lado
del espejo
se entregó
solitario a su complejo
destino de inventor
de pesadillas.
Quizá, del otro
lado de la muerte,
siga erigiendo
solitario y fuerte
espléndidas y
atroces maravillas.
La mejor antología
de sus cuentos es la traducida por Julio Cortázar, que Alianza Editorial
reimprimió en el 2012. Con humilde opinión, su mejor biografía es la de George
Walter, Allan Poe, poeta americano, Editorial Anaya, Madrid, 1995.
Moraleja: Todo lo
que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño (Edgar Allan
Poe).
www.elsemanario.com
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