…Y VÍCTOR RAMÍREZ NOS DEJÓ EL MUERTO
ALFONSO OSHANAHANN
LA PROVINCIA 8-JULIO-1984
Meter hasta ciento
veinte personajes distintos (vivos, muertos, desaparecidos) en el espacio de
una novela corta, como quiera que se mire, ofrece una complejidad fuera de lo
común, y pudiera llegar a ser un recurso artificioso si no se tratara, como en
“Nos dejaron el muerto”, del español real de un universo vital del escritor, en
este caso del de V.R., magistralmente urdido y trenzado.
Ciento veinte personajes,
¡ciento veinte!, moviéndose en torno a
un portón de alguno de los riscos de esta ciudad, forman un formidable retablo
urbano y, por consiguiente, quien tenga miedo al vértigo que huya de es
ta novela, pero
quien no tema encontrarse con el trasunto real del mundo que vivimos hallará en
la lectura de “Nos dejaron el muerto” una precisa clave para entender mucho de
lo que nos ocurre: ello nos podrá ocasionar quizá un fuerte dolor de cabeza,
como cuando nos subimos a un tiovivo que gira muy aprisa, pero esa tontura
(similar a las que le dan al padre de la novela cuando desembarca después de
semanas de navegación) se pasa pronto, una vez que desfila el turbión de gente.
Toda la miseria
humana de esta tierra que vemos reflejada casi a diario en la crónica de
sucesos de cualquier periódico está en la novela interpretada y debidamente
procesada merced al esfuerzo de lenguaje; y así entenderemos, como subraya
Rafael Franquelo en el prólogo, por qué “el pobre puede sentir vergüenza de
acabar rico, las putas son decentes y el atildado intelectual despechado se
refugia en la poesía sufriendo la encarcelación por independentista…”.
Es decir, el mundo
de la marginalidad de hoy –o mejor dicho, una parte de él- tiene a-quí su
tratamiento; y yo añadiría a lo de Franquelo que aquí se explica por qué dice
aquel individuo que había matado a un gasolinero que “todo empezó por ser
pobre”, como acabamos de leer dicho por uno de los tres fugados de Salto del
Negro recién vuelto al “redil”…
Adoptando el
lenguaje de ese sector de la marginalidad isleña, V.R. nos introduce en ella
sin más dilaciones: “Desde que el día acababa, después de la rala de agua-nogal
con gofio y queso duro, mi prima Benigna Lucía se ocupaba de cuidar por aquel
entonces a Cenicita Cameja, una vieja cubana que vivía solita en una choza de
latas y hojas de palmera arriba en el Llanito de las tabaibas”.
Y así tenemos que
Cenicita muere cantando un corrido mexicano siendo cubana; Benigna llega a ser
un prostituta de lo más decente (¿¡cómo no iba a serlo si se niega a “hacer
sexo” con su hermanastro!?; Ignacio Perpetuo, el abuelo, que se dejó morir
cuando quiso pero que antes desahoga su cuerpo con alguna que otra cabra de las
de Cesarito Dávila; o Guadalupita Leonora, limpiadora del colegio de los
Jesuitas, beneficiada del padre Ródano Alción, que le buscó el marido adecuado
-Expedito Luz- y que después aco-gió a su hermano Metodio Alcántara el
Escondido para que no fuera víctima de “los” falanges.
Este Metodio, sin
ir más lejos, un tipo pusilánime y aterrorizado que cuando muere el muerto la
novela, el falange don Lucio Falcón, se caga sobre él, literalmente, con
alevosa nocturnidad y diarrea apestosa a perro podrido. Y así hasta una
larguísima centena de figuras que componen un entrañable mosaico. Lo dicho, un
vértigo.
¿Se trata de un
largo relato “Nos dejaron el muerto” o
de una novela corta? Probablemente sea ambas cosas a la vez. La cuestión es
importante dilucidarla para afirmar, sea cual sea el resultado, que V.R. es un
narrador por el que pasa una línea fundamental de la historicidad de nuestra
literatura actual. Importa más decir ahora que la trayectoria de V.R., después
de toda su obra publicada, se marca un hito evidente en “Nos dejaron el
muerto”.
En entregas
anteriores ese retablo urbano de Víctor aparecía más constreñido a la brevedad
del texto, pero ahora lo desarrolla extensamente, y vemos que tiene un caudal
inagotable de historia, un universo de personajes, o mucho nos equivocamos o no
es apresurado ni aventurado decir, que marcan el camino de su obra posterior:
tal es la frescura y vitalismo de ese cúmulo de gente.
Víctor se ha
emborrachado con ellos: están tan a flor de piel en su medio vital, que no
tiene sino que cogerlos al lazo, como el pescador de caña. Y es evidente que
quien no comprenda ni sepa de ese mundo de nuestros riscos de Las Palmas está
incapacitado para comprender la realidad que nos rodea; y, en el caso de los
riscos, nos circundan fí-sicamente.
La literatura pues
-en este caso este título de V.R.- se eleva a la categoría de documento cuya
ignorancia o desconocimiento nos alejará de la comprensión del mundo que nos
rodea.
Así de simple y
categórico hay que decirlo porque ese trasvase de la geografía risquera al
texto de “Nos dejaron el muerto” adquiere la dimensión novelística, más allá
del puro relato, por la identificación ideológica y sentimental del autor: el
autor forma parte de ese mundo y lo conoce tan bien porque es el suyo, razón
por la que debemos molestarnos mucho en buscarle a él encarnado en alguno en
particular que está en todos ellos.
Es decir: intención
ideológica y lenguaje propio, ambas cosas perfectamente notorias en V.R.,
constituyen la médula de la novela. Yo no he podido hacer otra cosa que una
lectura rápida y un recuento de personajes, pero no hace falta mucho más para
advertir esta evidencia.
No se trata de
escribir por escribir, sino de escribir para algo; y la intención de Víc-tor
parece clara, como se deduce de “Nos dejaron el muerto”: escribir para decir
que así es un parte fundamental de nuestro pueblo; y con esa cera es con la que
tenemos que encender nuestros pabilos: un pueblo cuya identidad rebulle bajo su
aparente servilismo y cuya afirmación se expresa en gestos tan elocuentes como
en el a-bandono de un muerto a su suerte y en proferirle toda clase de
diabluras, haciéndole protagonista de la vida cotidiana de una familia de las
muchas que viven en portón risquero.
La muerte en forma
de sojuzgamiento social, de marginación secular, de aceptar someterse a un
papel pasivo y servil es una forma de decir cómo somos y qué cosa se puede
y se debe hacer para salir de tal
situación de atraso. Y ello, dicho con ironía y hasta con un sentido jocoso
sitúa el problema en su planteamiento real, tal como las gentes que viven
inmersas en ello aceptan y viven esa situación.
No hay drama
objetivamente hablando, sino subjetivamente interpretado; es decir: depende del
talante intelectivo con que nos enfrentamos a esa realidad. Al menos satisface
saber que quien padece esa realidad encuentra siempre válvulas de escape: unos
bailan con el muerto, o-tros juegan en su presencia a las chapas, se hacen
caricias y lascivias de novios; y hasta uno expulsa su diarrea sobre la cara
del difunto, sin olvidar de aquellas que le ponen un hilo de San Blas para
prevenirle de ciertos males; sólo le faltó a don Lucio Falcón que Isabelita
Cirila, la madre, le sancochara unas papitas para que se fuera a la tumba con
algo en la barriga y no le diera un desmayo.
Frente a los que
puedan pensar que con todo ello V.R. hace un ejercicio de truculencia
literaria, hay que decir que no, que no es eso, en absoluto, que el muerto no
es sino un pretexto para que, ante él y en su presencia, ocurran las cosas más
naturales y normales que pasan en un portón; pero que, por pasar ante él
precisamente adquieren la categoría de literario, digamos que es el elemento
convergente, en técnica narrativa, para que el relato se convierta en novela,
con lo que el resultado final del texto se beneficia de las bondades de uno y
otro.
Porque el relato,
si está bien hecho, entretiene y prende al lector en la belleza de ese arte, y
porque la novela, si se logra esa trenza de personajes y se profundiza en
e-llos, eleva el texto a la categoría de docu-mento imprescindible para el
conocimiento de nuestra realidad inmediata.
Dicho esto hay que
señalar que “Nos dejaron el muerto” es efectivamente la primera novela de V.R.
que abre el camino y le compromete a una mayor entrega en el gé-nero, a
sabiendas de que tiene la facultad de decir lo que es para que cuantos le lean
sepan y entiendan lo que no debe ser.
Muchos esperábamos
esta primera novela de Víctor y se la hemos venido exigiendo de forma reiterada
desde hace mucho tiempo. Él se ha sentado a la máquina, una vez que sus
obligaciones comestibles se lo han permitido; y aquí la tenemos.
No era un capricho
esta exigencia. Ni se trataba de satisfacer a los que miden el valor del
talento en número de folios y en títulos publicados, sino de encontrar en la
novelística de V.R. la representatividad de lo que realmente somos y podemos, y
no lo que otros nos quieren atribuir, negándonos. Sin él la narrativa canaria
queda ayuna de uno de sus representantes más caracterizados, precisamente por
elevar nuestro lenguaje y clima popular a la máxima categoría de creación
literaria. Ahí es nada: para esos y para todos, V.R. les y nos ha dejado el
muerto.
8 de julio de 1984
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