ERNESTO CARDENAL EN SOLENTINAME
DAVID TORRES
Ha muerto Ernesto
Cardenal y la noticia golpea como un eco del pasado, una de esas defunciones
repetidas anualmente en las redes sociales que algunos despistados cuelgan
porque al fin y al cabo una fecha no es más que una triste servidumbre del
calendario: lo que cuenta es la ausencia, la orfandad, la desaparición, no una
cifra concreta. Muere Cardenal y suena una campana en pretérito perfecto, quizá
porque algunos pensábamos que había muerto muchos años atrás, quizá porque
hacía tiempo que habitaba la eternidad, ese espacio donde los poetas
verdaderamente grandes viven fuera del tiempo y del espacio, resucitando
únicamente cada vez que un profesor lee en voz alta uno de sus poemas o una
muchacha susurra ensimismada la Oración por Marilyn Monroe.
Cardenal está en lo
más alto de la poesía en español del pasado siglo, a la altura de Darío,
Huidobro, Lorca, Pizarnik, Salinas, Vallejo o Aleixandre; aunque la comparación
más obvia, por ambición temática, pulso musical y filiación política, sea con
Neruda, con quien comparte el compromiso social y el anhelo revolucionario.
Creo que fue Bolaño quien dijo que su Homenaje a los indios es un libro
superior incluso al Canto general, lo cual sin duda suena exagerado, pero basta
la comparación para hacerse una idea de que estamos hablando de los Andes en
verso. Él mismo confesó que la lectura de Neruda arrojó una especie de sombra
sobre su poesía de la que le costó años librarse, pero fue una influencia
fructífera, como la de Whitman sobre ambos.
Religioso hasta en
el apellido, Cardenal era una contradicción viva que luchó contra la dictadura
de Somoza al tiempo que predicaba la vuelta a un cristianismo primitivo, fuera
de los fastos vaticanos. Su honestidad le valió una doble condena: primero la
del Papa Juan Pablo II, que le afeó de malos modos su pertenencia a la Teología
de la Liberación y su cargo de ministro de Cultura en el gobierno nicaragüense;
después, la del presidente Daniel Ortega, a quien consideraba un traidor que
había abjurado de los principios sandinistas y el responsable directo de la
muerte de miles de compatriotas. En 1984, un año después de su vergonzosa
reprimenda pública en el aeropuerto de Managua, Juan Pablo II le suspendió del
ejercicio del sacerdocio, sentencia que no fue levantada hasta febrero del año
pasado, cuando el Papa Francisco I decidió revocarla.
Sin embargo, su
gran maestro no fue Neruda ni Whitman ni San Juan de la Cruz, sino Thomas
Merton, monje trapense y místico estadounidense con quien estudió en el
monasterio de Getsemaní, en Kentucky. Con sus enseñanzas cristianas de fondo,
Cardenal fundó la comunidad de Solentiname, un refugio espiritual a orillas de
un lago en el que predicaba la utopía en medio del sanguinario régimen de Somoza
y donde serán arrojadas sus cenizas. Fue su gran amigo, Julio Cortázar, quien
escribió un cuento no muy conocido, Apocalipsis en Solentiname, una pesadilla
en la que el escritor argentino regresaba de una estancia paradisíaca junto a
Cardenal y, al revelar las fotografías de niños y pescadores que había tomado,
descubría con horror imágenes del futuro: la comunidad masacrada a manos de
unos soldados. De algún modo Cortázar intentó un conjuro para evitar la
catástrofe y acabó escribiendo una profecía.
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