VIOLENCIA DE GÉNERO: UNA VIOLENCIA CON APELLIDO
LUISA POSADA KUBISSA
La violencia
contra las mujeres, cuando se expresa en sus formas más luctuosas, provoca
afortunadamente un rechazo generalizado y una creciente alarma social. Sin
embargo, las causas de esa violencia parecen antojarse como invisibles o
misteriosas, permanecen como un interrogante indescifrable en el imaginario
colectivo o, como mucho, asimilado a la violencia sin más. El rechazo del hecho
violento no va así de la mano de la conciencia crítica. Y tampoco hay una
pedagogía orientada a hacer inteligible que esta violencia, antes que bastarda,
tiene un apellido muy definido: es violencia de género.
La violencia de
género no se puede entender como expresión de la violencia en general. Si se entiende
así, se olvida que, como lo decía la norteamericana Carol Sheffield en 1992 al
hablar de "Sexual Terrorism", estamos ante una forma de agresión que
está tan enraizada en nuestra cultura que es percibida como el orden natural de
las cosas o que, incluso, a veces ni siquiera es percibida. Esta forma de
agresión se ejerce como maltrato, como incesto, como pornografía, como acoso,
como violación, como ablación, como prostitución, como trata, como asesinato…
Se ejerce, en fin, en las múltiples caras del terror.
Este ejercicio
de atemorizar a las mujeres tiene un objetivo claro: controlarlas y dominarlas.
En su manifestación más extrema del asesinato no se trata, como ya lo señalaba
en 1995 Ana María Pérez del Campo en Una cuestión incomprendida: el maltrato a
la mujer, de una violencia que pueda achacarse al perfil o a las
características psicológicas del maltratador. Se trata de una violencia que se
ampara en la estructura misma de la desigualdad entre los sexos que vertebra
nuestras relaciones sociales. Esto es tanto como decir que la misma estructura
social que, a través de diversos vehículos de expresión, condena las
manifestaciones luctuosas de la violencia de género, perpetúa a la vez las
condiciones de dominio de un sexo sobre otro como estructura central de
relación y, con ello, sigue haciendo posible esa violencia.
Cuando escribo
esto en nuestro estado ya son 59 mujeres y 2 niñas las víctimas mortales por
violencia de género en el 2016, según contabiliza el movimiento feminista; 44
víctimas mortales y una menor según cifra de la Delegación del Gobierno para la
Violencia de Género. En todo caso, se trata, sin duda, de cifras alarmantes,
sobre todo porque constituyen sólo la punta del iceberg de una violencia
omnipresente y soterrada que, con sus múltiples caras, permea toda nuestra
cotidianeidad. Una cotidianeidad en la que la opresión contra las mujeres se
recubre habitualmente como amor y que justifica así las conductas violentas de
los hombres sobre las mujeres por motivos amorosos o pasionales. Es un
espejismo pretender acabar con esta violencia mientras no se acabe con sus
causas estructurales, unas causas que son bien precisas y que están enraizadas
en la forma de opresión más paradigmática: la opresión de las mujeres que,
incluso en sociedades formalmente libres e igualitarias, perpetúan sus
condiciones materiales de desigualdad.
Leer la
violencia de género fuera de este contexto es no comprender nada o no querer
comprenderlo. Porque, como lo dice la jurista norteamericana Catherine
MacKinnon, preguntar “Por qué una persona «permite» la fuerza en lo privado (la
pregunta de por qué no se marcha que se hace a las mujeres maltratadas) es una
pregunta que se convierte en un insulto por el significado social de lo privado
como esfera de opción. Para las mujeres la medida de la intimidad ha sido la
medida de la opresión”. Y MacKinnonn hace esta reflexión ya en 1995 en Hacia
una teoría feminista del Estado. Sacar de lo privado esta violencia y
dimensionarlo al ámbito político fue la voluntad de la Ley Orgánica 1/2004, de
28 de diciembre de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de
Género. Y sin duda, aun con las revisiones que fueran hoy pertinentes, esa ley
tuvo una enorme función pedagógica y supuso un tremendo avance en la lucha
contra la violencia que sufren las mujeres.
Esa ley pecaba,
sin embargo, de cierto optimismo al declarar en su Exposición de Motivos que
hablaba de algo que "Ya no es un 'delito invisible', sino que produce un
rechazo colectivo y una evidente alarma social". Ese rechazo y esa alarma
no parecen haber redundado ni en una aplicación estricta de esta ley, ni en la
amplificación de los recursos destinados a aplicarla, ni en la concienciación
colectiva de las causas estructurales de ese delito. Con todo, esta ley ha constituido
un avance importante en la lucha contra la violencia de género que,
afortunadamente, marca un punto de no retorno.
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