SEXO, PODER Y UNA BATUTA
Es un
simbolismo demasiado obvio para que un cineasta se resista a plasmar su visión,
aunque su visión derive en una plasta de una zafiedad y una imbecilidad
apabullantes.
DAVID TORRES - COSECHA
ROJA - CANAL RED
Si algún día hacen
una película sobre el caso Rubiales en Hollywood, la única duda estará en si le
ofrecen el papel de Luis Rubiales a una actriz calva o si le afeitarán la
cabeza. Hay una augusta tradición en la Meca del cine que consiste en que los
abusos sexuales en el entorno laboral sean protagonizados en la ficción
cinematográfica básicamente por mujeres, ya que los hombres copan casi
exclusivamente el plano de la realidad.
La película más famosa al respecto, Acoso (1994), de Barry Levinson, propone la alucinante fantasía de que una antigua novia –Demi Moore— le haga la vida imposible a un pobre hombre –Michael Douglas— en la empresa donde ambos trabajan, aprovechando que ella se encuentra por encima en el escalafón. Es una historia que hemos visto mil y dos mil veces, sí, en la empresa, en la política, en cualquier parte, sólo que con los géneros ligeramente cambiados: el hombre arriba y la mujer abajo. El colmo de la ironía es que Michael Douglas se resistía heroicamente a los avances eróticos de Demi Moore, un tipo que en la vida real tuvo que asistir durante años a una terapia para tratar su adicción al sexo.
Casi treinta años
después, con el terremoto del MeToo y varias revoluciones feministas de por
medio, es evidente que la óptica cinematográfica debería haber avanzado un
poco. Sin embargo, el año pasado, el director Todd Field volvió a repetir la
misma historia sólo que con una directora de orquesta en lugar de una ejecutiva
agresiva, una señora que viste como un hombre y se comporta como un hombre,
pero que por exigencias del guión, también es mujer, y lesbiana para más señas.
Cate Blanchett hace lo que puede para sacar adelante el papel, y tiene talento
de sobra para hacerlo, pero es que el personaje de Lydia Tár, igual que el
resto de la película, no hay por dónde cogerlo.
En el prestigioso
ámbito de la música clásica surgieron, a raíz del proceso contra el productor
Harvey Weinstein, multitud de denuncias por abuso sexual que implicaron, entre
otros, a varios célebres directores de orquesta. James Levine, Charles Dutoit y
Danielle Gatti fueron cesados de modo fulminante de sus respectivos podios,
aunque el caso más célebre, con diferencia, es el del tenor español Plácido
Domingo, quien mancilló una trayectoria artística incomparable con la
exhibición de su conducta depravada y asquerosa. No se sabe muy bien por qué
razón Todd Field, director y guionista de Tár (2002), le pareció mejor colocar
de protagonista a una mujer, probablemente para dar la nota.
La dirección de
orquesta pervive, desde sus orígenes, como un reducto ferozmente masculino
donde Marin Aslop, Alondra de la Parra, Anu Tali y unas pocas pioneras más
están rompiendo una tradición de siglos. Maria C. Peters filmó en 2018 una
película bastante desconocida sobre la tragedia de su compatriota Antonia Brico,
la gran directora de orquesta neerlandesa que llegó a dirigir a la Filarmónica
de Berlín y que tenía que conformarse con cinco representaciones al año. No
menos feroz fue la persecución contra el gran director griego Dimitri
Mitropoulos, quien, al contrario que otros colegas, nunca ocultó su
homosexualidad.
«Pero a Todd Field
habría que decirle, parafraseando a Manuel Vincent: haz el favor y no pongas
tus sucias manos sobre Mahler. »
Si pretendía dar a
su película un mínimo sesgo de verosimilitud, Field podía haber escogido algún
oficio donde las mujeres estuvieran en paridad con los hombres: el negocio
editorial, por ejemplo, o las agencias literarias. Pero la dirección de
orquesta apunta, como señaló Elías Canetti, a la metáfora del poder absoluto:
un hombre –o una mujer— armado de una batuta que manipula el tiempo y controla
a una tropa de músicos mientras una multitud permanece fascinada a su espalda.
Es un simbolismo demasiado obvio para que un cineasta se resista a plasmar su
visión, aunque su visión derive en una plasta de una zafiedad y una imbecilidad
apabullantes. La horripilante peluca que lleva un actor de la talla de Mark
Strong basta para comprobar el espantoso mal gusto que reviste toda la
producción, por no hablar de la ridícula secuencia en que su personaje, un
mecenas diletante, se pone a dirigir a Mahler. Al frente de la Filarmónica de
Berlín, nada menos.
No se sabe qué es
peor, si la repugnante carga lesbofóbica de la película o su esteticismo vacuo
y pretencioso. Cate Blanchett marca los tutti orquestales como si estuviese
practicando una kata de karate y en casi tres horas de una película dedicada a
la música clásica apenas si se oye un minuto seguido de la Quinta Sinfonía de
Mahler o del bellísimo Concierto para violonchelo de Elgar. Por cierto, que
alguien debería dirigir algún día una película sobre Mahler y el modo en que
apartó a su joven esposa, Alma Maria, de la composición, del mismo modo que en
aquella deliciosa Sinfonía de primavera (1983), de Peter Schamoni, con Nastassja
Kinski en el papel de la abnegada Clara Schumann, que tuvo que dejar las
partituras y consagrarse exclusivamente al piano para dejarle el terreno libre
a su marido Robert. Pero a Todd Field habría que decirle, parafraseando a
Manuel Vincent: haz el favor y no pongas tus sucias manos sobre Mahler
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