DE LA AMNISTÍA AL MODELO TERRITORIAL
JOAQUÍN
URÍAS
Cuando, ya muerto Franco, el pueblo español empezó a exigir democracia y derechos, lo hizo a menudo echándose masivamente a la calle al grito de “Libertad, amnistía y estatuto de autonomía”. Pocos lemas han sido capaces de definir de manera tan sucinta el complejo desafío al que se enfrenta periódicamente nuestro país. De hecho, pasados más de cuarenta años, ese grito vuelve a definir nuestros dilemas esenciales. La libertad como aspiración a determinar la propia vida está más sometida que nunca a las constricciones que imponen quien mantienen el poder a base de explotar a los demás. La amnistía vuelve a verse como una opción para cerrar heridas o reparar injusticias aunque, como en la transición, no todo el mundo coincida en entenderlo así. A finales de los setenta, mucha gente veía de forma inocente el acceso a la autonomía como el camino hacia el autogobierno y a que las distintas tierras de España pudieran determinar colectivamente su futuro. Esa aspiración insatisfecha es aún la mayor causa de inestabilidad en nuestro sistema democrático.
Hoy, la
Constitución, que en 1978 representaba a la fuerza transformadora de la
democracia frente al fascismo, se ha vuelto un arma en manos conservadoras para
preservar sus privilegios de cualquier crítica o reforma. Tiene más de prisión
colectiva que de instrumento de cambio. Ante cualquier intento de avanzar como
sociedad hacia un mundo mejor, o siquiera diferente, las fuerzas vivas de
siempre recurren ahora al “es inconstitucional” para cercenar de raíz incluso
el debate. Así, no necesitan argumentar que las ideas nuevas son un error, sino
que se limitan a afirmar que están prohibidas. Si los dejamos, impiden incluso
que se hable de ellas.
Eso es precisamente
lo que está sucediendo con la amnistía.
Nada en nuestro
texto constitucional permite entender que exista una prohibición general de la
amnistía
Nada en nuestro
texto constitucional permite entender que exista una prohibición general de la
amnistía. Mientras se aprobaba la Constitución de 1978, las propias Cortes
Constituyentes que discutían el que sería el texto definitivo de nuestra Carta
Magna elaboraron también una ley de amnistía. Nunca les pareció nada
contradictorio. De hecho, cuando los “padres de la Constitución” abordaron la
cuestión en la ponencia, en noviembre de 1977, decidieron por unanimidad “no
constitucionalizar el tema”. Es decir, dejarlo en manos de la ley, sin
establecer cauces y límites constitucionales, ni prohibirlo.
Aun así, estos días
escuchamos a multitud de líderes conservadores como Felipe González afirmar que
la amnistía está prohibida. En su ayuda ha salido un puñado de desacomplejados
profesores de derecho constitucional dispuestos a hacer decir a la Constitución
lo que manden sus intereses. O sus jefes. Los más liberticidas afirman que todo
lo no permitido está prohibido, con el miedo que eso da. Los más fogosos
afirman, supongo que aguantando la risa, que como están prohibidos los indultos
generales, pues también lo está la amnistía. En verdad, los indultos generales
son indultos no motivados y se prohíben por eso. Así que su argumento, a lo
sumo (obviando la radical diferencia entre ambas figuras), debería ser que se
prohíben las amnistías no motivadas. Son disparates, pero no importa porque
incluso para esos juristas serviles esto no va de argumentos jurídicos.
Para los teóricos
al servicio del Estado profundo, la diferencia entre las amnistías buenas y
malas no es jurídica
Hace dos años
escasos, los mismos profesores decían –y está impreso– que derogar la amnistía
de 1977 sería inconstitucional. Un día sostienen que la Constitución no permite
amnistías y al otro que la Constitución obliga a las amnistías. No hablan del
derecho, sino que presentan como tal lo que es voluntario. La diferencia entre
las amnistías buenas y malas, para estos teóricos al servicio del Estado
profundo, no es jurídica. Simplemente en un caso se trataba de proteger a los
jerarcas franquistas, y eso les parece bien. En otro de no perseguir a
independentistas, y eso les parece fatal. Eso es todo.
De hecho, durante
la vigencia de la Constitución de 1978 ha habido tres amnistías fiscales, una
amnistía a los militares antifranquistas y algún que otro perdón general
encubierto. La idea misma de la amnistía no está, por tanto, prohibida, y eso
lo sabe hasta un estudiante de primero de carrera. No hace falta más discusión.
Pero, cuidado, que al mismo tiempo eso tampoco significa que toda amnistía
aprobada mediante la correspondiente ley orgánica sea siempre conforme a la
Constitución. Se trata de una norma para olvidar algunas conductas sancionables
o sancionadas y eso sólo podrá hacerse de manera que no vulnere, entre otros,
el principio de igualdad.
Así, por ejemplo,
no sería constitucionalmente aceptable dictar una amnistía solo para que unas
personas legítimamente condenadas voten a favor de determinado candidato en el
Parlamento. Sólo si se aprueba por razones de justicia, reparación o
conciliación puede justificarse de manera razonable una diferencia de trato
sancionador entre unos y otros ciudadanos. Si aceptamos que el Tribunal Supremo
ha estado retorciendo las leyes para castigar a líderes independentistas por
acciones que no estaban previstas como delitos, eso puede repararse como una
amnistía, aunque pueda deslegitimar a un poder del Estado, por muy irresponsable
que esté siendo su actitud. También, sería posible la amnistía como camino para
superar un conflicto social e iniciar un diálogo en busca de un modelo
territorial más justo sin necesidad de unilateralidades y desafíos a la ley.
Sin una ley que diga
qué delitos se perdonan, a quiénes y con
qué fundamento es imposible hablar de constitucionalidad
En fin, no toda ley
de amnistía es constitucional. Pero eso es algo que no se puede saber hasta que
se conozcan los términos de la norma de la que hablamos. Sin una ley que diga
qué delitos se perdonan, desde cuándo, a quiénes y con qué fundamento es
imposible hablar de constitucionalidad o inconstitucionalidad. En este momento
cualquier opinión jurídica es, en el mejor de los casos, palabrería. Cuando no,
manipulación.
Eso no quiere decir
que desde el derecho constitucional y la ciencia política no haya nada que
decir sobre la situación actual. Aunque para algunos el debate sobre la
amnistía sea solo una cuestión referente a quién consigue la investidura como
próximo presidente del Gobierno, en realidad
también es la mejor ocasión en la última década para abordar de una vez
por todas el debate sobre el modelo territorial.
Con independencia
de lo que cada uno opine sobre el modo en que se desarrolló el procés en
Cataluña, la respuesta del Estado se
basó en que el modelo territorial quedó cerrado tras la sentencia del estatuto
de 2010 y, más allá de algunos ajustes, ya no hay nada que debatir. Es
discutible si además fue una respuesta penal desproporcionada y si tenía base
jurídica sólida. Pero en espera de lo que diga al respecto la justicia europea
de Derechos Humanos, lo cierto es que se presentó como un cierre total a
cualquier puesta en cuestión del sistema. Ahora, el debate sobre la amnistía,
al volver a llevar al ámbito político la cuestión del encaje de Cataluña y
otros territorios, reabre la puerta a que repensemos colectivamente la
articulación territorial del Estado.
La meseta quiere un
Estado unitario, el noreste no se conforma con menos de un Estado federal y el
sur pretende no quedarse atrás
La España de 2023
es un país muy dispar en cuanto a sentimiento identitario y ansia de
autogobierno. En los territorios centrales como Castilla, Madrid, Extremadura,
Aragón o La Rioja, la reivindicación de un gobierno propio carece de apoyo y
las comunidades autónomas se perciben a menudo como una duplicidad inútil.
Mientras, en parte de la periferia sigue siendo la única esperanza –cada vez
más débil– de articular unas demandas identitarias históricas perfectamente legítimas.
Es lo que sucede esencialmente en Galicia, Navarra, País Vasco, Cataluña y
Canarias. Finalmente, grandes comunidades que en la transición desarrollaron
una fuerte pulsión nacionalista, como Valencia o Andalucía, la han perdido con
el paso de los años. Miran de reojo a las comunidades identitarias con el
argumento de no ser menos que nadie, pero les preocupan más los recursos
económicos que una necesidad de autogobierno. Ante esta división radical de
perspectivas es difícil encontrar un modelo que contente a todos. La meseta
quiere un Estado unitario, el noreste no se conforma con menos de un Estado
federal y el sur pretende no quedarse atrás de lo que tengan los otros.
La incapacidad para
reformar una Constitución que apunta maneras federalistas, pero deja abierto el
sistema final, ha ahondado en estas diferencias. Y sin embargo, el futuro de
España como país pasa necesariamente por encontrar una manera de encajar estas
pulsiones de tal modo que todos puedan sentirse cómodos. Eso exigirá,
seguramente, una mayor flexibilidad de
todas las partes: a nadie se le puede obligar a permanecer a la fuerza en el
espacio común, ni se le puede hacer tan difícil como para que se sienta
permanentemente forzado. Tampoco puede olvidarse la solidaridad entre
territorios y la deuda derivada de la explotación histórica de las regiones
subalternas.
Es imprescindible
encontrar un modelo equilibrado, en el que todos cedamos sin que nadie se
sienta humillado. Y eso solo se puede hacer en un marco de discusión abierta,
sin la amenaza permanente del ala más centralista del poder del Estado y sus
tribunales. El momento es bueno. Seguramente sería exigible una legitimidad
democrática adicional, como la que se habría derivado de abordar el modelo y
las propuestas de los diversos partidos durante la campaña electoral. Sin
embargo, lo ideal a veces es enemigo de lo bueno.
Si la negociación
de la investidura sirve para abrir el debate que un país serio debería haber
enfrentado hace tiempo, bienvenido sea. Hay sitio para todos menos para los
agoreros que creen que el progreso y la evolución son inconstitucionales o
deberían estar prohibidos.
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