Cuento
José Rivero Vivas
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(Publicado en
Antología de
relatos uruguayo-canaria
Entre
orientales y atlantes
ISBN:
978-84-18019-29-9
Ediciones de
Baile del Sol, 2010)
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–¿Se acuerda, don Julio, de aquel muchacho que vino a pedirle
consejo acerca de cómo hacer un cuento?
Sí, hombre; Ángel Lindo se llamaba. Presumía de padre bibliófilo
porque su puesto, fuera del Mercado Central, en su ciudad natal –aposta olvido
su nombre–, estaba surtido de golosinas y tabaco, así como de periódicos y
revistas; pero, encima del tenderete, exponía algún libro, que se negaba a
vender, alegando, en su descargo, que su gran amor le impedía deshacerse de
ellos, aun cuando menguara su ingreso. Vivía conmigo en el entorno de Fulham,
en una casa pequeña, frente a los edificios altos en el ensanche de Lillie
Road. Seguro de la amistad que nos une, por haber trabajado juntos en hoteles y
hospitales de Londres, además de algún restaurante, como aquel de Chelsea, de
tarea endemoniada y ambiente infernal, en el que usted afirmaba haber entendido
el significado de una frase gruesa, del idioma inglés, que excuso citar. Pues,
el muchacho, tratando de aprovechar este vínculo, franco y leal, me pidió que
concertara una entrevista y lo acompañara a su casa.
–Benito –me ordenó–, llévame a Kensington.
–¿A qué?
–A ver a don Julio Arroyo. Quiero pedirle parecer sobre este
cuaderno.
No aprecié inquina en la idea y consentí traerlo. Se sentó en
ese sofá, frente al televisor –menos mal que casi siempre lo tiene apagado–, y
no dejó de hablar. Era él quien explicaba la técnica de cómo realizar una
narración amena y enjundiosa. Alentado por su procedencia del verso, el joven
autor arreció en su teoría de que nada es comparable al sentido lírico del
escrito, haciendo hincapié en que es necesario incidir en los sentimientos, de
suerte que resalten por sobre cualquier aspecto considerado imprescindible para
el sublime acabado de un relato magistral.
Nosotros nos mirábamos asombrados, mientras él continuaba
imparable la exposición de su concepto, nombrando cientos de escritores, con
quienes, a su juicio, compartía esquemas y afinidades, pues, su más cara
expresión va aunada al decir de los mejores, lo que lo exime de justificación a
su grandeza. Aunque se mostró prolijo en su relación, estimo, por delicadeza,
que no debo mencionar ninguno, con lo cual evito, por omisión involuntaria,
caer en error imperdonable.
Ángel Lindo no tuvo interrupción aquella tarde, ni hubo forma de
que concediera intervención a ninguno de sus interlocutores; más bien, fuimos
pasivos oyentes de su prolongado monólogo. Yo observaba callado su performance,
y él, sin atención ni cuidado para con usted, que se mantenía en silencio,
perseveró en su enojosa disertación sobre abnegación y feliz hallazgo.
No obstante su alarde de sabiduría, respecto de su quehacer en
el campo de la escritura, faltó poco para que, insensible y obtuso, lo acosara
hasta lo indecible rogándole mostrase su receta de cocina, junto con las claves
utilizadas en su laboratorio, de forma que él mismo tuviese acceso a la
maestría que usted desborda en sus continuos lances literarios.
Sin duda, Ángel Lindo entendió mal sus charlas, plagadas de
anécdotas de acre sabor; aunque, llenas de optimismo y grato humor, las más. Lo
cierto es que, las historias que usted contaba, envueltas en la sencillez de su
expresión, hicieron que este muchacho se indigestara y se creyera él mismo con
capacidad de llegar a ser escritor de éxito portentoso.
–Benito Espejo, mi dilecto amigo; el tiempo nos muestra que, si
la siembra es provechosa, la previa dedicación a su cultivo resulta con creces
retribuida.
–Es verdad, don Julio. Usted sí sabe.
Bien parecido y todo, Ángel Lindo no fue nunca gran
conquistador; no obstante, gustaba a las mujeres, lo que hacía que ellas mismas
fueran en solicitud de su favor. Fue lo sucedido con Violette, que vino a él
con los brazos extendidos, y algo más que denotaba su abierta oferta. Ello lo
engrandeció enormemente, de modo que iba, en plan estrafalario y extravagante
vestimenta, por sitios de Earl’s Court y Queensway, hablando a gritos, en el
idioma de Cervantes, consciente de que eran áreas donde entonces pululaba el
elemento español. Cansada de su actitud poco edificante, Violette le sugirió
marchar a Francia, a París concretamente, donde se encontraría mejor situado y
con más amplias garantías de encajar en el mundo intelectual.
Transcurrido el tiempo, Ángel Lindo se pasó a la novela, y, al
cabo de los años, que han pasado algunos, ha sido galardonado con un importante
premio en España, por una obra que, según la crítica, le salió redonda; aunque
a mí no me parece de brillantez extraordinaria.
Gira su trama en torno a un cuento suyo, que él se apropia,
aunque de modo zafio e incongruente. Narraba usted, con elegante ironía y humor
paliado, que en la noche del sábado había de dormir en el propio hotel donde
trabajaba, en zona de Victoria, si mal no recuerdo. Por esos errores de
incomprensión, típicos en la lengua inglesa, cuando extraños a ella la
ejercitan, trabucó el número de habitación y se metió en la cama que no
procedía. Pasada la medianoche, advirtió el equívoco; se levantó, arregló la
colcha y la almohada, salió de la habitación sigilosamente, y se encaminó al
piso alto, donde le correspondía dormir, junto con los demás compañeros, en una
habitación común. Durante la mañana del domingo, la dirección del hotel tenía
al personal alarmado tratando de averiguar quién se hubo acostado la pasada noche
en la suite de huésped de honor. Lo que en usted sonaba a simpático
chascarrillo, Ángel Lindo lo transforma en tema policíaco, de horrendo crimen,
impregnado de sexo y traición.
Mire por dónde, don Julio, el tiempo que lleva usted dándole al
asunto, y llega este advenedizo y, de primera vez, se queda entre los
bendecidos por la diosa fortuna. Pues sí, señor, y parece broma. Conste que,
aparte alguna guirnalda, desmentida por el hado, ninguna hay que se acerque
tanto a la gloria como ser triunfador en frescos años.
Claro es que, también usted obtuvo el Premio de las Letras
Afortunadas. Una medida gubernamental para hacerlo callar, que su tono suele
ser cáustico y acre, incisivo y mordaz; no es de extrañar que se le
comprometiera como escritor oficial, simpatizante colaborador con el programa
cultural, puesto en órbita por el Gobierno de la Comunidad.
– Benito, amigo; mi silencio es congénito, ajeno, por tanto, a
cuanta discreción sugiera el Ejecutivo.
–Por fortuna, don Julio, se mantiene fiel a su ser.
Con todo, no ignora que, Ángel Lindo, a lo largo de cuantas
conversaciones tuvo con usted, pudo absorber enorme cantidad de imágenes y
conceptos, como para incluirlos luego en sus propios escritos; así, en este
último ensayo, reproducido en la prensa, hay pasajes que suenan a cuanto usted
indicaba relativo a qué exponer, entre otras cosas, si la leña purifica en la
hoguera la paz resonada y bullente, llena de azúcar y premura, afilada y sin
oropel, la indumentaria mundana. Más tarde, cuando la luz se haga sobre la
mansedumbre terrena y el opúsculo inventariado, abandonará de nuevo ese
resguardo épico para adecuadamente referir su impronta, porque nada hay más
valioso que cantar a los cuatro vientos: Oigan, soy yo el que está sufriendo,
no los demás seres del planeta. Observen, si no, la armoniosa facundia: En el
lugar de la Mancha, donde vivía aquel hombre, flaco y desgarbado de cuerpo, de
espíritu fuerte y elevado, no se escuchan las voces de quienes lo supusieron
loco y, al final, limitaron su dimensión con su memez de volverlo cuerdo.
–No me diga, don Julio, que esto no son variantes suyas.
–Cada individuo, Benito, recibe una educación, que marca su
personalidad y su carácter. No obstante, la experiencia nos confirma que, en
general, se aprende lo mismo en cualquier parte; esto es, siendo miembro
singular de un medio distinguido, o tipo errante de un colectivo anónimo, ya
que toda enseñanza se basa en creencia y tradición: la diferencia estriba en la
actitud del profesor, asumida de pleno en la manera de impartir las variadas
disciplinas a su discípulo. Quiere decir que, cuanto una persona piensa y
siente acerca de un tema preciso, así lo vierte en quien lo adquiere de su
palabra; a este tenor, hay alumnos que con acierto secundan la lección del
maestro, los anime o no el fin de destacar entre sus compañeros de clase.
De padres beatos, prosigue Ángel Lindo en su memento, lo
consecuente es que sus hijos sean asiduos feligreses de la iglesia.
Falso, grité al leerlo. Hay veces que los descendientes, pese al
desvivirse de sus progenitores, salen verdaderos demonios dando coces.
–Eso, Benito, es premisa de años febriles; después, pasado el
furor juvenil, se vuelve quedo al redil.
Entiendo, don Julio, que uno es la suma de lo aprendido en el
correr de la vida; mediante sapiencia ajena, primero; por sí propio, después.
Por consiguiente, de rígida nación es casi imposible que sus habitantes se
muestren flexibles en el trato con sus semejantes. En fin, lo cierto es que
Ángel Lindo generaliza en su aserto, y no siempre se produce la gente con
idéntica semblanza; las excepciones están ahí, y puede que él mismo, como lo es
usted, sea un caso particular. Lo que no está bien por su parte es que se
pretenda arquetipo de hombre sobresaliente de esta sociedad, rica en modelos
romos y llanos, en la que son escasos los faros.
Al final, don Julio, observé que repetía su enfoque y sus
aproximaciones, aunque las sacaba de contexto, de ambiente y ubicación. Leí la
historia, de fondo insustancial, aunque bien perfilado, cual suele atribuirse a
los autores de prestigio y fama; pero, el centro de su desarrollo lo apoya en
su pensamiento, derramado a través de múltiples sentencias pronunciadas en el
curso de cuantas charlas ha tenido la amabilidad de proporcionarnos, en las
cuales ha expuesto, con harta frecuencia, la diversidad de vibración
experimentada durante la redacción, según se hiciera con pluma, a máquina o
directamente en el ordenador. Ángel Lindo, sin recato ni pudor, se arroga la
tesis, y, a su estilo, escancia su contenido en el discurso de recepción de su
flamante premio, consistente en un talón por una cuantía de un millón de euros.
Encima, como muestra fehaciente de idónea distinción, le fue entregada en mano
una pluma de oro, de punto fino, con la que estampó su firma en el libro de la
historia que recién comenzaba.
–El esfuerzo desarrollado para lograr una novela bien
estructurada, de eficaz urdimbre, no anodina, ornada de lenguaje florido,
merece, amigo, sólida recompensa.
–Qué duda cabe, don Julio. Es usted oráculo y conciencia.
Oigamos, sin ir más lejos, la palabra de Ángel Lindo, durante el
acto de presentación de, hasta hoy, su magna obra, novela que se alzó con el
máximo galardón concedido a las bellas letras:
Llega el momento de escribir a mano. Existe algo en este
procedimiento que es incomparable con todo lo demás que se siente en este
empeño. De acuerdo que, máquina y ordenador, son complejas herramientas que el
escritor usa para mayor ventaja en su proceso de creación. Mucho adelanta la
máquina, y, ahora, con el ordenador, la prontitud del poeta corre parejas con
su fluida improvisación. Este último instrumento es, de suyo, práctico,
eficiente y veloz. Pero, el hecho de coger lápiz, pluma, bolígrafo, y
emborronar tranquilo, pausado, o nervioso y precipitado: rasgo aquí, borrón
allí, raya, marca, número, repetición; vocablo que salta, palabra que se
oculta, frase que se esparce, idea que se esfuma, o brota espontánea tras un
afán irreprimible... Es acción indescriptible, que llena el alma de suspenso,
de emoción hincha el corazón y regala la primacía de una situación que en
gratificación nada le iguala. Aun costándome supremo esfuerzo, siempre he
tenido tendencia a escribir a mano. Me encantan mis tachaduras y mi ilegible
caligrafía, llena de volutas que dan testimonio de mi fantasía; mi imaginación,
desbordada, se capta fácilmente al contemplar el caligrama, cual Sartre
anunciara, inmerso en la página, más o menos buena, regular o mala. Qué más da.
Importa haberla escrito; mejorarla es cuestión de tiempo, reflexión, revisión y
tacto. Ello, si apetece; si no, es mejor apartarla y enfrentarse a la nueva
cara que presenta el papel en blanco, el cual espera paciente y acomodado a
que, en cuanto escritor, embista de nuevo, con el lápiz empuñado, para dar paso
a la fe de mi cerebro en calentura, hirviendo, mientras yo, triste y desolado,
o alegre y convencido, prosigo sereno avanzando hacia el bien que confío
culminar.
La máquina, en cambio, es para un trabajo más rápido y
específico; inclusive limitado en su impronta. Es un artilugio de larga vida y
excelente servicio, por medio del cual aparece clara la escritura, de modo que
puede ser leída, hoy o mañana, por quien lo desee, sin necesidad de ir
estudiando sus rasgos, como si se tratara de descifrar antiguos manuscritos de
la Mesopotamia. Para quien escribe, no obstante, la máquina tiene un
inconveniente: su molde resulta pétreo, inamovible, y, al tachar, buscando
corrección, se tiene la sensación de que se comete grave dislate contra la
invulnerabilidad atribuida a la letra impresa.
El ordenador es voluble e inconstante; los textos resultan
fácilmente modificables, cual si la escritura en sí se produjera de forma
superficial, volátil, azarosa y baladí. Encima, interrumpe, soberbio, el ritmo
creativo con su sonido de alarma, avisando que el cursor interpreta mal nuestra
orden, se equivoca y produce la columna llena de erratas, y, aun el mismo
contenido del tema elaborado, difiere de cuanto en primicia intentamos
expresar; es preciso, por tanto, enmendar y rehacer, para lo cual hay que
borrar. Ah, pero esto no equivale a tachar; es decir, no deja opción a volver
atrás y elegir lo dicho anteriormente. Para determinados trabajos, como
licenciaturas, doctorados, periodismo e investigación, es medio de una eficacia
indiscutible. Ahora bien, cuando se trata de escritura dubitativa, sensible y
cálida, el ordenador se convierte en pieza rígida, matemática y fría.
Lo siento. Pese a comprender que es un ingenio de enorme
utilidad y alta resolución, deserto del ordenador, como en su día abandonara la
máquina, declinando mi función de oficinista para mejor ocasión en que me
hallase en disposición de ánimo para mecanografiar el cuento, la novela e
inclusive el poema que de más joven componía.
Todavía hoy, en los albores del tercer milenio, prefiero continuar
con mi escritura a mano, aunque algunos afirmen que sigo anclado en la Edad
Media. Quién sabe. Puedo asegurarles que es para mí un placer incalculable
escribir en silencio, con mi propio ritmo, en perfecta sincronía con cerebro y
corazón; supone, ciertamente, un gozo inefable. Además, escribo de pie,
sentado, andando, acostado; en la calle, en el Metro, en tren y en autobús.
Inclusive en el avión, hago que leo y, en la hoja de papel que a propósito
introduzco en el libro, me pongo a emborronar con fruición. Y voy en el aire.
Comprendo que, cualquier experto en informática, rebatiría mi
argumento apoyado en explicaciones que me abrumarían de certeras, lo que
posiblemente me haría cambiar de opinión. No importa. No niego el precioso
rendimiento de este aparato, su técnica, la nueva ciencia tras la cual corre la
inmensa mayoría de los ciudadanos del mundo, atraídos por su auténtico valor y
su aplicación. Sin embargo, nos sigue deleitando la comida, el vino, la música,
el arte, la mujer hermosa, y la noble relación humana. Esto, defectible a
veces, pese a ser cotidiano, no es sustituible por nada.
Introduzco aquí estas objeciones, como mera divagación, carente
de sentido práctico, extrañas a cordura y validez, que no estimo consecuentes
para conformar el drama que cada uno en sí conduce; he de reconocer, no
obstante, que es conveniente plantearse la sucesiva reanudación de la empresa,
evitando distraernos en nuestra encrucijada, de modo que podamos andar de
continuo hasta alcanzar el poniente, diluido en su perfil indiviso.
Así, pues, termino esta alocución, pergeñada en numerosos
folios, por temor a no conseguir luego disponer en consecuente ilación, con lo
cual se me escapará la oportunidad de levantar un edificio, de estructura
metálica, con armazón literaria, sobre el que habré de ver engarzadas las
distintas frases que haya de compaginar en esta obra, pequeña o corta, pero
densa e intensa en su contenido y forma.
Ángel Lindo pone fin a la lectura del prólogo a su novela,
realizado por él mismo, sin cierre ni conclusión, apertura ni continuidad; con
ello, deja su cese a voluntad suelto, como en acorde de jazz, casi colgado del
aire, exento de fundamento y sustentación.
Recoge parsimonioso su material, disperso sobre la mesa, toma
agua del vaso que previamente le han servido, y se apresta a poner dedicatoria
en cada ejemplar que los asistentes, en número compacto, acercan a donde él
despacha.
–Sospecho, don Julio, que algún elemento constructivo, como dato
de invención, se dejó usted reservado; de suerte que él, ingenuo en su
pretensión y falto de recurso expositivo, no fue capaz de fabular auténtica
leyenda basada en lógico argumento.
–Cuando el préstamo está perfectamente asimilado y con talento
ejercido, el autor, Benito, por propio mérito, pertenece sin más al ámbito de
lo catalogado genial.
–Por supuesto, don Julio. Su magnanimidad lo enaltece.
Sin embargo, mi plante iba dirigido a diferente extremo,
inspirado acaso en íntimo fuero, de índole viva y pasional. Tanto así que, en
comunicación sincera, confieso tremulecer ante el hecho de que, mi recóndito
agravio, pueda tener su origen en cierto escorzo adumbrado de un sentir nada
honroso, desmerecedor de lauro, en absoluto encomiable.
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DESTEMPLE
DESTEMPLE
José Rivero Vivas
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Publicado en
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ISBN: 978-84-18019-29-9
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