DE GAZA A EL CAIRO: EL VIAJE BAJO
FUEGO DE UN PALESTINO
Mahmoud
Mushtaha relata su odisea para escapar de Gaza hacia Egipto mientras Israel
bombardea de forma masiva el enclave costero, en el que ya fueron asesinadas
más de cuarenta mil personas
SANTIAGO MONTAG
(LA TINTA)
Barrio de Rimal, situado al oeste de Ciudad de Gaza,
en un imagen
tomada el pasado 1 de abril de 2024. / Mohammed al-Hajjar
Mahmoud
Mushtaha es un palestino gazatí de 23 años que escapó del genocidio en la
Franja de Gaza hacia Egipto. Su historia, como la de dos millones de gazatíes,
no comenzó el 7 de octubre de 2023, sino que es parte de un relato colectivo
emanado desde las entrañas de la cárcel más grande del mundo.
Mahmoud nació en el barrio de Shuja’iyya, al este de la ciudad de Gaza, y más tarde se mudó junto a su familia a Tel al-Hawa, en el oeste de la Franja. De pequeño, lo primero que vio, olió y oyó fue el bloqueo israelí que se volvió muy duro desde la primera ofensiva contra Gaza en 2007.
“La
vida bajo el asedio en Gaza siempre fue una lucha profunda”, cuenta
Mahmoud, porque estuvo marcada por la escasez constante de productos básicos
como el agua, la comida o los medicamentos. Además, la libertad de transitar
era limitada y el miedo, algo omnipresente. La infraestructura estaba en
ruinas, la electricidad era un lujo y conseguir agua potable se convirtió en un
desafío diario. A esto, hay que sumar que la economía se encontraba paralizada
y las tasas de desempleo se disparaban todo el tiempo, sobre todo, entre los
jóvenes. Desde hace muchos años, el pueblo en Gaza vive con un respirador
artificial. “No había ningún control sobre nuestro futuro, sobre nuestra vida,
nadie tenía la posibilidad de hacer planes para la próxima semana o quizás
mañana”, reflexiona Mahmoud. “Aunque, a pesar de esas penurias, había una
apariencia de rutina y resistencia entre la gente, que intentaba llevar una
vida lo más normal posible en medio de la adversidad”, agrega.
Pero
Mahmoud no perdió las esperanzas de cumplir sus sueños. Siempre quiso ser
periodista para los medios de habla inglesa y, así, amplificar la voz de los y
las palestinas. Por ello, estudió Literatura Inglesa en la Universidad Islámica
de Gaza, la única carrera que le permitió un acercamiento a la lengua sajona.
Esto le proporcionó una buena base para sus aspiraciones profesionales, que
están en sintonía con visibilizar la situación de su pueblo. Pero sus objetivos
se vieron truncados por lo que estaba por venir. La vida de millones de
palestinos cambió drásticamente aquel 7 de octubre.
Para
empezar, desde hacía mucho tiempo, el asedio israelí se había convertido en un
bloqueo total. Los pasos fronterizos, que ya eran muy restringidos, quedaron
prácticamente sellados. “La ayuda humanitaria tuvo muchas más dificultades para
entrar en Gaza, lo que agravó aún más nuestras ya terribles condiciones de
existencia. Los alimentos y los suministros médicos disminuyeron a niveles
críticos en pocos días, y el sistema sanitario, que ya era frágil, colapsó bajo
la presión de atender a miles de civiles heridos. La sensación de aislamiento y
abandono creció a medida que la atención internacional se desvanecía”, recuerda
con angustia Mahmoud.
“Debido
al bloqueo, en Gaza ya no hay alimentos ni agua potable. Cuando estaba allí,
teníamos que comer alimento para animales porque la zona norte estaba privada
de acceso a la ayuda humanitaria”, cuenta. De esta manera, Mahmoud se
refiere al momento en que Israel concentró todas sus fuerzas militares para
atacar esa región donde se encuentran los campos de refugiados como Jabalia o
Al Shati, que fueron reducidos a escombros en pocos meses. Las Fuerzas de
Defensa Israelí (FDI) partieron en dos la Franja de Gaza para aislar aún más a
los palestinos del norte y sur, levantando una “zona de amortiguamiento” (buffer
zone, en inglés). Mahmoud experimentó, junto a su familia, el aislamiento
extremo. “La escasez de recursos no se parecía a nada de lo que hubiera
experimentado jamás”, dice.
La
situación era de total fragilidad humanitaria. “La seguridad había perdido todo
significado —reflexiona el gazatí—. Podías morir en cualquier momento en medio
del desplazamiento forzado que nos impusieron”. El barrio donde vivía estaba
rodeado por los tanques. Para Mahmoud y su familia, “sobrevivir era
enfrentar más sufrimiento: o morías o eras capturado”. El joven palestino
fue testigo de cómo familias enteras recogían desesperadamente sus pertenencias
sin tener la certeza de llegar a algún lugar seguro. Para los y las palestinas,
“el sonido de los tanques y los disparos se convirtieron en la siniestra banda
sonora de nuestras vidas”, describe.
Sin
electricidad ni combustible, la ciudad de Gaza estaba sumida en las tinieblas.
Por las noches, los gritos de los vecinos bajo los escombros eran un tormento
más estridente que el sonido de las bombas. Ahora, los hospitales funcionan con
generadores y muchas instalaciones cerraron debido a la falta de energía e
insumos, si es que no eran atacados antes por las fuerzas israelíes. “Ver los
hospitales repletos de pacientes más allá de su capacidad, con los médicos
realizando cirugías con linternas, era un paisaje vivo que nos hablaba de las
condiciones en que estábamos”, rememora Mahmoud. Su testimonio retoma el
pensamiento colectivo de todos los gazatíes: “Oramos para que la muerte por los
bombardeos fuera más rápida, porque muchos de los heridos morían lentamente por
no tener la adecuada atención médica: desangrados, sin hospitalización ni
personal médico. Vi a muchas personas sucumbir a sus heridas simplemente porque
no había medicamentos ni tratamiento adecuado disponibles”.
Parte
de la estrategia israelí fue el aislamiento de las comunicaciones, que se
vieron gravemente interrumpidas para dificultar que las familias palestinas se
mantuvieran en contacto y, así, evitar que las noticias llegaran al exterior.
“El aislamiento era asfixiante —describe—. No teníamos forma de saber si
nuestros seres queridos estaban a salvo o si la ayuda estaba en camino”.
Psicológicamente, para cualquier ser humano, el abandono ante el avance de un
ejército de ocupación es de las peores sensaciones que existen. Mahmoud lo
sintetiza en una frase: “El silencio al otro lado del teléfono era a menudo más
aterrador que el sonido de las explosiones”.
Todos
esos meses en el norte de la Franja no se comparan con situaciones anteriores.
Mahmoud enfrentó todo tipo de momentos fatales: bombardeos, miedo, terror,
hambre, sed, propagación de enfermedades y epidemias debido a la falta de
higiene. El ambiente era insoportable. Mahmoud cuenta que el olor de la
descomposición de los cuerpos en las calles era nauseabundo y no había forma de
quitarlo del aire: ambas eran una misma cosa. La vista de la basura desbordada
y saber que el agua potable era un lujo hicieron de cada día una lucha extrema
por sobrevivir. “La muerte era más sencilla que soportar la vida en Gaza”,
advierte.
El
costo psicológico fue inmenso. “El miedo y la incertidumbre eran constantes, el
dolor de perder amigos y vecinos, el puro cansancio de intentar sobrevivir en
condiciones tan extremas afectó gravemente mi salud mental”, reconoce Mahmoud.
Cada noche, mientras permanecía despierto observando desde las ventanas rotas
de su humilde departamento las ruinas de la ciudad, el humo que se elevaba
hacia los cielos, escuchando los sonidos de los disparos y los aviones, se
preguntaba si “volvería a ver a la mañana siguiente”.
La
partida
Eran
las ocho de la mañana del 9 de marzo. Habían transcurrido varios meses de
masacres. Las explosiones, las bombas, los gritos y la muerte se habían
convertido en rutina. Ese día, Mahmoud tomó la desgarradora decisión de
abandonar su hogar. Como tantos otros palestinos, se negaba a dejar su barrio,
su familia y amigos. Miles de desamparados aún esperaban que finalizaran los
ataques. La esperanza se había agotado para el joven palestino. Así que tomó
una pequeña mochila con dos remeras y dos pantalones. El plan era escapar del
genocidio, lo que implicaba viajar desde el norte de la Franja de Gaza hacia
Rafah, ubicada al sur, donde se encuentra el paso fronterizo con Egipto.
El
viaje era tan peligroso como quedarse a esperar el fin de los bombardeos
incesantes. Sin dudarlo, Mahmoud comenzó la odisea a pie. El paisaje era
infernal. Las rutas ya no existían, eran terraplenes. Los edificios eran pilas
de escombros. Los autos que no estaban destrozados eran inservibles debido a la
falta de combustible. De fondo, sonaba el concierto de disparos por los
enfrentamientos entre la resistencia palestina y las FDI.
Su
familia iba quedando atrás, Mahmoud ya estaba solo. Fueron seis kilómetros de
caminata entre cuerpos en descomposición, humo y cráteres de bombas. La primera
parada fue un puesto de control israelí tras dos horas de travesía. La zona
estaba repleta de banderas israelíes marcando el territorio. Los soldados se
paseaban con aires de victoria. A Mahmoud, cruzar los checkpoints militares lo
llenaban de pavor. “A medida que se acercaba al puesto de control, me
atormentaban los recuerdos de las atrocidades cometidas por los soldados
israelíes. Sin embargo, una sombría determinación me impulsó a seguir
adelante”, recuerda con angustia.
La
soledad se había vuelto su compañera, hasta que llegó al checkpoint israelí
donde había decenas de familias en su misma situación. “Me quedé estupefacto al
ver cómo todo se había puesto patas para arriba. Sentí mucho miedo al acercarme
al puesto de control, pero, una vez que llegué, el miedo pareció desaparecer,
fue sustituido por una sensación de adormecimiento. En un abrir y cerrar de
ojos, se había convertido en un escenario de destrucción y escombros”,
describe.
Mahmoud
tenía su carnet de identidad en una mano y una bandera blanca en la otra. “Recé
para que me dejaran pasar”, rememora. La situación era más tensa que en
cualquier checkpoint de toda Palestina. Los soldados sólo dejaban pasar a cinco
personas a la vez. “Cuando llegó mi turno, el soldado que me interrogó ejerció
todo su poder sobre la vida y la muerte en mí. Tras verificar mi nombre y mis
pertenencias, me permitió pasar. Aquel momento me pareció un triunfo: había
sobrevivido”, agrega.
Esta
fue la primera prueba. Al cruzar, el joven se sentía abrumado por una sensación
de conmoción y extrañeza. La zona de seguridad se extendía a lo largo de la
calle Rashid, paralela al mar, desde la rotonda de Nabulsieh hasta el valle de
Gaza. Como la zona de amortiguamiento estaba relativamente cerca de su casa,
Mahmoud estaba acostumbrado a caminar por esas calles casi a diario. Para los y
las palestinas de Gaza, el mar es su única fuente de ocio. Todo lo recreativo
se encuentra junto al mar. Además, es un lugar de rezo y meditación donde se
ubican muchas mezquitas. “Pero la ocupación israelí lo ha destruido todo. Hasta
los hoteles quedaron destrozados, no se salvó nada. Incluso el pavimento de las
calles, bellamente decorado, fue convertido en polvo por los tanques
israelíes”, describe.
El
viaje continuó a pie durante un kilómetro y medio más entre soldados que hacían
gala de su dominio y poder en las calles destruidas. La siguiente parada fue la
zona de amortiguamiento.
Mientras
Mahmoud recorría la calle Rashid, recordaba todo aquello que solía hacer en
ella. Era muy importante para las familias y los jóvenes porque allí solían
juntarse a disfrutar del aire fresco del mar. Pero ahora, el aire es polvo,
escombros y el hedor de los cuerpos desparramados en el suelo. Las imágenes se
superponían ante sus ojos.
“Me
preguntaba cómo la calle Rashid había quedado reducida a ruinas y llena de
vehículos militares israelíes. Miré a mi alrededor y vi banderas israelíes,
tanques y calles convertidas en polvo. Antes, era un vivo paseo marítimo y con
bellos cafés junto al mar que ahora estaban completamente destruidos”, señala.
A
su alrededor, los soldados reían, comían papas fritas y tomaban Coca-Cola junto
a sus tanques y bulldozers. Mientras caminaba despacio, un carro tirado por un
caballo pasaba a su lado. El hombre que lo guiaba le ofreció llevarlo junto a
sus hijos para que descansara sus piernas. En ese trayecto, “dos jeeps
militares pasaron por delante de nosotros. Había un soldado grabando un vídeo
nuestro, burlándose de nosotros en TikTok”, cuenta.
Aquella
escena le recordó a un amigo suyo que “iba del norte al sur y, en el camino,
después del puesto de control, unos soldados lo pararon para burlarse de él, lo
filmaron mientras le preguntaban ‘¿Quién es tu dios?’ y él debía responder
forzadamente ‘Tú’”.
En
el sur
Después
de la zona de amortiguamiento, Mahmoud se encontró con un grupo de jóvenes que
le ofrecieron llevarlo en auto hasta Rafah. Tras cuatro horas, llegó a la
ciudad del sur de Gaza. “La realidad era muy distinta de lo que había
imaginado”, reconoce. Esperaba llegar a un lugar seguro donde las garantías
alimentarias y de salud estuvieran cubiertas. Los organismos de ayuda
humanitaria trabajaban sin parar y los muertos se apilaban en los hospitales.
La gente se convertía en avalanchas humanas en busca de la comida que caía del
cielo.
Rafah
es la ciudad más grande al sur de Gaza, donde habitaban trescientas mil
personas, pero, en esos días, había un millón y medio. Era un hormiguero,
estaba superpoblada y sus capacidades no aguantaban. Decenas de miles de
desplazados vivían en tiendas de campaña, generando el recuerdo vivo de la
Nakba del año 1948, cuando fue creado el Estado de Israel y el pueblo palestino
fue expulsado de su tierra.
Como
describe el joven gazatí, “las condiciones de vida eran duras. Acampé cerca de
la frontera egipcia, sintiéndome como en una inmensa prisión. Las noches frías,
la lluvia y el calor abrasador del día hacían la vida insoportable”. Pero, al
menos, se encontró con el rostro de su amigo Anas, con quien compartió una
tienda diminuta.
Anas
le contó sobre una siniestra compañía que facilitaba el cruce hacia el otro
lado. Ya funcionaba antes de la guerra, pero los precios se habían disparado
porque “la oferta aumentó”. Mahmoud fue a hablar a las oscuras oficinas de Ya
Hala. Con una bronca visceral en el abdomen, tuvo que hablar con los piratas
que hacen negocios con el bloqueo a Gaza. Por cada niño, se deben pagar 2.500
dólares y, por un adulto, entre 5.000 y 12.000 dólares para obtener los
permisos. Mahmoud había guardado con la vida los ahorros que le dio su familia.
El peso era muy grande, debía entregar ese dinero sin la certeza de que iba a
cruzar a Egipto. Le cobraron la cifra más baja, pero todavía aguardaba una
larga espera.
La
vida en Rafah era un suplicio, el ajetreo diario y el bullicio constante de una
ciudad densamente poblada donde todos debían lidiar con duras historias. Es
decir, era un pueblo sufriendo en carne el mismo calvario. “Todas las almas
participaban en una competición silenciosa por la supervivencia en los
estrechos confines de los refugios improvisados, donde disponer de tres metros
de espacio alrededor de la tienda era un lujo que muy pocos se permitían”,
describe el gazatí.
Desde
su tienda, veía la tierra egipcia a través del alambre de púas que rodea la
zona. En su cabeza, estaba todo lo que había dejado atrás. Para Mahmoud, “era
como despertarse en una gran prisión”. Cuenta que “las noches eran terriblemente
frías y la lluvia no hacía más que agravar las terribles condiciones. Luchaba
para evitar las filtraciones de agua de lluvia por la endeble carpa, mientras
que el ardiente sol hacía que el día fuera insoportable”.
Mientras
tanto, Israel continuaba atacando la ciudad. Las noticias eran desgarradoras y,
para quienes esperaban conseguir un escape, los días se convertían en semanas.
“Cada momento estaba cargado de miedo e incomodidad. Durante treinta y tres
angustiosos días, ni siquiera pude ducharme para refrescar mi agotado cuerpo. A
medida que pasaban los días, aumentaba mi ansiedad, agravada por la amenaza de
una invasión terrestre israelí en Rafah”, recuerda.
El
día se acercaba, podía llegar en cualquier momento. Hasta que, finalmente, tras
17 horas de controles y seguridad, a Mahmoud le permitieron cruzar a
Egipto. La sensación no fue sólo de escapar del infierno del genocidio en
curso, sino de la prisión en la que vivió toda su vida. Y aunque haya dejado
físicamente la Franja de Gaza, espiritualmente, sigue atrapado por la guerra.
Ahora está en Egipto, pero los recuerdos de todo lo que vivió y la culpa de
haber dejado atrás a su familia lo persiguen. Cada día piensa en sus seres
queridos y teme por ellos cada vez que sabe de algún bombardeo. Él nunca quiso
exponerlos a los peligros que tuvo que atravesar. “El viaje desde el norte
hasta el sur de Gaza es arduo y requiere horas de marcha frente a las fuerzas
israelíes, algo que mi familia no podría soportar”, reflexiona el joven.
“Mi
mente sigue atrapada allí. El sentimiento de culpa de haber sobrevivido me
consume. Estoy a salvo, mientras que mi familia en Gaza no lo está. Soy libre,
mientras mi gente en Gaza no lo es. Puedo comer y beber, mientras los gazatíes
se enfrentan a la muerte y al hambre”, afirma. Mientras concluye con estas
crudas palabras, Mahmoud se encuentra en El Cairo, ejerciendo una labor
profesional como periodista en medios internacionales para amplificar la voz de
su pueblo y denunciar las masacres que se cometen contra él.
----------------
Este
artículo fue publicado originalmente en La Tinta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario