SER RADICAL
Concentración para que se cumpla la
Ley de Vivienda en Valencia.
Imagen de archivo. Kai
Försterling/EFE
Los extremos son malos, el extremismo nunca trae nada bueno, hay que apostar por la centralidad, en el equilibrio está el acierto. He aquí algunas de las perversas máximas que, desde la Transición hasta nuestros días, nos han ido haciendo desembocar en el momento que vivimos en nuestro país. Por lo general, quienes denuestan y demonizan a quienes defienden postulados de izquierdas, quienes los llaman radicales, no suelen ser los ultraderechistas sino más bien los amantes de lo políticamente correcto ¿Y qué es lo políticamente correcto? ¿Apostar porque parezca que las cosas cambien para que todo siga igual, quizás?
Le doy vueltas
a este tipo de reflexiones porque de un tiempo a esta parte percibo, entre
algunas gentes que me rodean, cierta sensación de alivio, por ejemplo, porque
la izquierda que ganó las elecciones en Francia no presida el consejo de
ministros, porque el revulsivo que supuso Podemos en nuestro país hayan
conseguido desactivarlo, porque la izquierda que ha ganado en Reino Unido sea
desesperadamente moderada o porque Trump pierda algún que otro punto en
las encuestas frente a Kamala Harris. Todo parece merced a la coartada
de frenar el avance del fascismo y claro, eso acaba derivando en un
conformismo social y político donde no importa que la lucha por los
derechos sociales y laborales en el mundo permanezca estancada e incluso, en
algunos casos, retroceda de manera alarmante.
Ni el racismo,
ni la homofobia o la violencia machista van a desaparecer con las políticas que
llevan a cabo quienes gobiernan solo gracias al miedo al fascismo. No avanzarán
tampoco en la lucha contra la desigualdad ni contra las injusticias. Partidos
políticos como el PSOE o el PP llaman radicales de izquierdas a las formaciones
que pelean por sacudirse la tutela de entidades financieras, jueces, militares
y curas, a quienes pugnan por avanzar en conquistas sociales que llevan mucho
tiempo esperando. Ellos sabrán lo que hacen.
Llamar
radicales a los partidos de izquierdas que exigen el respeto a los derechos
humanos es una insidia. Equipararlos a los
ultraderechistas (aquello tan manido de radicales de izquierdas y radicales de
derechas), una calumnia. Pero la técnica es persistir en la demonización,
buscar que el ciudadano medio tienda a inquietarse cuando alguien reivindica
derechos que no están dentro de los esquemas tradicionales. Esta manipulación
suele desembocar en la confrontación con el vecino, en la crispación y el mal
rollo permanentes.
La obligación
de quienes gobiernan es representar a todos, ¿no? ¿o solo a quienes les votan?
Su deber es mejorar el clima social y favorecer la avenencia y la concordia,
por eso es tan grave que personajes como los socialistas Page o Lambán
se dediquen a insultar a los catalanes que no piensan como ellos solo para
preservar su caladero de votos. Apostar por los votos en lugar de por mejorar
la coexistencia entre las distintas sensibilidades que conforman el Estado
español es una siembra tan peligrosa como estéril, sobre todo porque no
representa a la mayoría. Aquí conviven desde siempre múltiples maneras de
entender la vida, idiomas diferentes, raíces históricas muy distintas, así que
no queda más remedio que ponerse de acuerdo ¿Algún día lo entenderán?
Emplear el
término radical con carácter peyorativo para definir a aquellos conciudadanos
que defienden ideas que tienen poco que ver con las de los dos partidos
mayoritarios no ayuda a mejorar las cosas. Ahora se ha puesto de moda hablar de
normalización en Catalunya. ¿De qué normalización habla esta gente?, se
preguntaba el pasado 11 de septiembre Lluís Llach durante la celebración
de la Diada. Y es cierto, no puede ser normal solo lo que una parte considere
normal. No te puedes dedicar a despreciar e insultar a quienes no piensan como
tú. No puedes bombardear a diario la atmósfera social con mentiras, bulos y
fakes cada vez más descarados. No puedes ni debes hacerlo desde los tribunales
ni desde los medios de comunicación. Mucho menos desde el poder político.
En el
diccionario de la Lengua, radical se define como algo que resulta fundamental,
sustancial, básico, primordial. Usar el término con carácter peyorativo es,
además de inexacto, inútil. No ha habido ninguna otra manera de avanzar a lo
largo de la historia. ¿Fueron radicales quienes consiguieron la jornada laboral
de ocho horas? ¿Lo fueron quienes lucharon hasta ganar el derecho de las
mujeres a votar o la eliminación de la segregación racial? Los derechos se
conquistan y, con muy pocas excepciones, siempre se conquistan en la calle. Así
fue y así continuará siendo. Si eso es ser radical, bienvenida sea la
radicalidad.
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