LA AMENAZA ULTRA
ANTONIO ANTÓN
Sociólogo y politólogo
Mario Draghi, expresidente del Banco Central Europeo y
Ursula von der Leyen, Presidenta de la Comisión Europea, en Bruselas. Imagen de
archivo/Europa Press
Las ultraderechas están en ascenso en Europa. En los últimos años han aumentado su influencia político-mediática autoritaria y su base electoral. No es solo un fenómeno europeo. Particularmente, desde la victoria del primer mandato de Trump en Estados Unidos, en el año 2016, y otras réplicas en América Latina, como el Gobierno de Bolsonaro en Brasil o ahora el de Milei en Argentina, se ha producido un paso cualitativo. Su acceso a posiciones gubernamentales, con capacidad de impulsar una gestión regresiva y ultraconservadora frente a los derechos humanos, especialmente en campos como la inmigración, los derechos feministas y LGTBIQ+ y las libertades públicas.
En
Europa han ido incrementado su penetración en los aparatos estatales, como las
fuerzas de seguridad, la judicatura y la alta burocracia. Además, aprovechan
sus posiciones institucionales de poder -gubernamentales, autonómicas y
municipales- para aumentar su imbricación con el poder económico y el
mediático. Están presentes en más de media docena de gobiernos europeos, con
posiciones hegemónicas o subordinadas respecto de otras fuerzas de derecha.
Especialmente significativo, por su peso político-económico e institucional, es
el caso de Italia, cuyo gobierno neofascista normalizado ha colocado a un
vicepresidente en la propia Comisión europea.
En
las recientes elecciones europeas las distintas derechas extremas han
conseguido el 28% de votos, llegando a sumar sus tres grupos parlamentarios,
junto con algunos no inscritos, unos doscientos escaños. Una cifra similar a la del primer grupo del Parlamento
europeo, el Popular, con conservadores y democratacristianos, que representa la
Presidenta de la Comisión europea, la alemana Ursula von der Leyen.
Particular
impacto inmediato y a medio plazo tienen los casos de Alemania y Francia. En
este eje francoalemán, donde se basa el núcleo fundamental de la Unión Europea,
se ventilan auténticos retos estratégicos con la posibilidad de un mayor giro
derechista de ambas formaciones de centroderecha, con la colaboración de las
derechas extremas. Ahora, con el acuerdo de Macron con Le Pen para dar
estabilidad al gobierno derechista del conservador Bernier y, por tanto,
sometido a su condicionamiento, con sus perspectivas para las elecciones
presidenciales de 2027.
Para
dentro de un año, con las elecciones federales en Alemania, la probable derrota
de la coalición de socialdemócratas, liberales y verdes y la victoria relativa
de una Democracia Cristiana que, similar al caso francés, puede romper el
tradicional cordón sanitario con la ultraderecha y, necesitada de sus votos,
como apuntan ya algunos de sus dirigentes, pacte con ella un gobierno
derechista, normalizando su cooperación gubernativa y frente al tradicional
pacto con una socialdemocracia en declive.
En
los próximos meses podemos asistir, en ese marco central europeo, a un proceso
de normalización y colaboración, no exento de tensiones políticas y mediáticas,
entre las derechas tradicionales y las ultraderechas para mantener su hegemonía
política frente a las izquierdas y, sobre todo, para hacer frente a los
desafíos estratégicos de las élites dominantes y grupos de poder europeos en un
sentido regresivo y autoritario. No es novedoso. Ya en España hemos
experimentado estos meses de atrás una fuerte derechización del Partido
Popular con su colaboración autonómica y municipal con VOX, llena de
altibajos y derivada de los reequilibrios representativos, mediáticos y de
poder de ambas tendencias. En todo caso, en este país, todavía se mantiene la
capacidad institucional del Gobierno de coalición progresista, encabezado por
Pedro Sánchez, con el apoyo de los socios de investidura/legislatura.
La
incógnita, dado el relativo bloqueo reformador progresista, especialmente en
las políticas sociales y redistributivas, es cómo afrontar las izquierdas y
fuerzas progresistas el reto de frenar a las derechas e impedir su victoria en
el gran proceso electoral de 2027 -autonómico, municipal y general-, siempre
que no se adelanten las elecciones parlamentarias.
La
solución pasa por incrementar su credibilidad transformadora con una agenda
de progreso, socioeconómica, democrática y cultural-ideológica. Y ello
junto con el desafío para las izquierdas, sociales y políticas, sin resignarse
ante la difícil aritmética parlamentaria de fortalecer una activación cívica
que permita avanzar en el cambio social y democrático, ganar las próximas
elecciones generales -y autonómicas y municipales-, ampliar su poder
institucional y derrotar la involución regresiva y autoritaria que anuncian las
derechas.
El
proceso de derechización institucional
En
el marco europeo ya se han instalado dos dinámicas derechistas preocupantes.
Una, la política de inmigración. Otra, la militarización creciente. Me detengo
en el reciente plan Draghi como alternativa global dominante. Bajo el
diagnóstico del retraso competitivo y de peso geopolítico de la Unión Europea,
en el contexto de las grandes transformaciones productivas y tecnológicas y las
crisis ecológica, energética y demográfica, plantea un gran esfuerzo inversor
público. Implica, igualmente, una mayor liberalización económica,
favorable a las grandes multinacionales europeas y, especialmente, un mayor
desarrollo militar, aceptando el marco de los intereses geoestratégicos
compartidos con EEUU, bajo su supremacía y en el ámbito de la OTAN.
La
duda es la distribución del riesgo de la financiación pública, con el
sobreesfuerzo impositivo entre las distintas capas de la sociedad y los
Estados, de ahí las reticencias alemanas, así como el reparto de los beneficios
esperables con la idea de primero la acumulación de capital empresarial en aras
del crecimiento económico y la garantía de beneficios y el dominio del mercado,
y luego ya veremos. Se avecina un pulso nacional y de clase sobre la
orientación socioeconómica, distributiva y estratégica de Europa.
El
horizonte propuesto en el doble ámbito, económico y militar, es: mantener un
mayor peso europeo dentro del bloque occidental para reforzar su hegemonía
mundial, con un nuevo neocolonialismo, ante los desafíos de autonomización del
Sur global -los BRICS- y, específicamente, el avance del poder blando de China;
y hacer frente a sus campos territoriales y económicos de influencia directa.
Estos últimos son África, Oriente próximo -incluido el apoyo al Gobierno
israelí, genocida, colonial y autoritario- y el Este europeo -Ucrania- frente a
Rusia. Y, en perspectiva, consolidar el poder duro, el militar, como garantía
para mantener esa supremacía mundial y pensando en Asia-Pacífico y la
contención de China.
Pero
ello lleva aparejado un recorte del modelo social y democrático europeo,
aunque se mantengan de forma precaria componentes mínimos de los servicios
públicos y la protección social, así como unos procesos electorales y
parlamentarios muy condicionados, con un refuerzo de los poderes ejecutivos.
Ese proceso involutivo requiere una garantía de subordinación de las sociedades
europeas y, por tanto, una presión autoritaria por el control social.
En
ese contexto, en el que hay un fuerte desgaste de la legitimidad pública de las
élites gobernantes tradicionales, se genera el intento de su refuerzo y
recomposición, con la presión de poderes fácticos y tendencias extremas: antes
el control del poder y la garantía del orden social que la democracia. Así se
genera una dinámica reaccionaria y segregadora con una nueva justificación
iliberal, nacionalista y neocolonial, apoyada desde un gran aparato mediático.
Es la apuesta por una salida prepotente y regresiva, con un reajuste de la
clase política dominante, en la que confluyen las exigencias de las nuevas
derechas extremas y las derechas tradicionales, con cierta impotencia de las
izquierdas y la tensión entre sus tendencias adaptativas o la defensa de las
políticas públicas y los valores igualitarios, solidarios y democráticos.
La
recomposición de las élites dominantes
Asistimos
a un proceso complejo y multidimensional, pero persistente, de recomposición de
las élites dominantes y su articulación partidaria y representativa, junto con
la relegitimación y refuerzo de las estructuras de poder del Estado y una
reorientación estratégica y discursiva. Sus componentes básicos son:
a)
Nacionalismo autoritario a nivel externo (hegemonismo geopolítico,
imperialismo competitivo, neocolonialismo, militarismo) e interno (nacionalismo
excluyente, primacía nacional de los nativos, homogeneización étnico-cultural y
racismo).
b)
Autoritarismo postdemocrático o iliberal, manipulación mediática,
jurídica y de fuerzas de seguridad, debilitamiento de la propia
institucionalidad democrática... aun respetando a regañadientes los procesos
electorales, cierta libertad partidista y la mínima legitimidad parlamentaria;
no estamos -todavía- en el nazi-fascismo de los años treinta.
c)
Recorte de la participación democrática y los derechos civiles,
políticos y sociales, con control social y marginación de las izquierdas y
movimientos sociales progresistas.
d)
Segregación popular, con apoyo de capas acomodadas, reconvirtiendo el
retroceso de ventajas relativas de sectores en declive o el miedo al avance en
derechos universalistas -feministas- en resentimiento y culpabilización hacia
capas vulnerables -inmigrantes-.
Los
poderosos y las élites gobernantes intentan hacer frente a su deslegitimación,
aunque en esta etapa no ha habido grandes procesos de desestabilización
política e institucional por parte de las izquierdas y los movimientos
populares progresistas, a diferencia de los años treinta, ni existe la
alternativa del socialismo soviético.
No
obstante, ahora hay esa desafección política de fondo hacia la gestión
institucional dominante, así como unas relaciones y una cultura social y
democrática, que es percibida por esas élites como un obstáculo para afrontar
esos nuevos retos geoestratégicos y de consolidación de su dominio. Su temor
fundamental deriva de las respuestas cívicas ante la salida austeritaria
impuesta durante la crisis social y económica desde 2008, en este contexto
sociohistórico neoliberal, y a pesar de la economía expansiva frente a la
pandemia. Así, persiste una ciudadanía con valores cívicos, democráticos e
igualitarios, que forman parte de la experiencia y la cultura europea
mayoritaria, y que se resiste, como en Francia, a sucumbir.
El
declive de las derechas tradicionales es lento pero duradero, especialmente en
el decisivo eje francoalemán, como núcleo dirigente europeo y tras la
involución italiana. Son conscientes de la necesidad de darle la vuelta a lo que
consideran disfuncionalidad sociopolítica y cultural para afrontar su descenso
representativo que puede agudizarse a medio plazo. El poder establecido apuesta
por menos democracia y menos política social y redistributiva, con un mínimo de
legitimidad pública. Y, paralelamente, mayor control social y disciplinamiento
popular; de ahí su componente autoritario con la presión ultra.
La
confluencia derechista, con la aportación negociada de la extrema derecha,
trata de conseguir el apoyo suficiente en capas acomodadas y con ventaja
relativa de la sociedad, así como garantizar sus estrategias políticas,
socioeconómicas y culturales dominadoras. Y como culmen, la rearticulación de
las nuevas élites políticas y los sistemas partidarios y de representación
institucional. Suponen nuevos reequilibrios del poder institucional, el
reajuste de las grandes instituciones estatales y europeas, y el refuerzo de la
autonomía de los grandes grupos de poder económico y estatal respecto de los
parlamentos democráticos.
Y
todo ello bajo el influjo de la resolución del conflicto en las elecciones
presidenciales estadounidenses entre el proyecto ultraconservador y autoritario
del Donald Trump y el del centro derecha neoliberal y democrático de Kamala
Harris.
La
derechización institucional y la amenaza ultra son un desafío para las
izquierdas, para la justicia social y la democracia.
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