TIEMPOS SOMBRÍOS
EDUARDO
LUIS JUNQUERA CUBILES
Las democracias liberales que forman parte de lo que Harvey llama “los países del capitalismo avanzado”, Estados Unidos, Europa Occidental, Australia, Nueva Zelanda, Corea del Sur, Japón, Noruega y Suiza, son países que gozan de una vida política aburrida, una de las señas de identidad de las sociedades más prósperas, que buscan el avance mediante el pacto y no por medio de la revolución. En estas naciones no importa demasiado si gobierna la derecha o la izquierda, porque el marco jurídico establecido, al que hay que sumar los consensos políticos necesarios para garantizar la estabilidad económica, es la base de la prosperidad. Soy una persona de izquierdas, pero perfectamente podría votar a un partido de derechas siempre que este garantice inversiones mínimas en el sector público con el fin de proteger la educación, la ciencia, la cultura, la sanidad y, en el caso de España, abordar de manera inexcusable el gravísimo problema de la falta de vivienda pública.
Pero el caso español es distinto
porque el PP, de todas las formaciones conservadoras del continente, es
claramente la que menos apuesta por llevar a cabo políticas de protección
social. Los populares asumen sin pestañear que millones de personas puedan quedarse
atrás en una economía de mercado, con el drama que eso supone, y existe además
en algunos sectores del partido, no solo en el “ayusista”, un parentesco
ideológico con esa derecha estadounidense (republicanos y demócratas) que ha
impregnado parte del pensamiento occidental con las perniciosas ideas de la
teología de la prosperidad y las creencias de algunos grupos protestantes que
dicen que la riqueza material procede de Dios. Incluso entre una parte no menor
de las élites intelectuales estadounidenses, este pensamiento se ha visto
reforzado a lo largo de un siglo con las teorías que Weber plasmó en La ética
protestante y el espíritu del capitalismo.
Existe un segundo
factor ajeno al carácter neoliberal del Partido Popular. En el caso de España,
las perspectivas, incluso con un PP con escasa sensibilidad social, serían
diferentes si en nuestro país existiera un marco jurídico como el que establece
el ordoliberalismo (Eucken, Escuela de Friburgo) en Alemania, un sistema que
garantiza una regulación con el fin de evitar lacras propias del neoliberalismo
como, por ejemplo, la precariedad laboral o la ausencia de competencia y la
fijación de precios por parte de las grandes empresas, pero sin la
participación del Estado en la economía. Alemania defiende el ordoliberalismo
desde los tiempos de la República Federal como si fuera las tablas de la ley.
Este sistema adquiere hoy pleno sentido, puesto que los mercados bursátiles del
siglo XXI poseen una dimensión no solo absolutamente desmesurada, sino desconocida
en la historia humana, y tienen la capacidad de crear estados de pánico en la
economía, alimentándose de un exceso de deuda y crédito, factores que a su vez
promueven la tan temida inflación.
El PP, de todas las
formaciones conservadoras del continente, es claramente la que menos apuesta
por llevar a cabo políticas de protección social
La actividad de los
gigantescos actores económicos que operan en las bolsas, que se desenvuelven en
marcos no regulados, dificulta un progreso armónico de la economía, con
desastrosas consecuencias sociales que impiden a su vez el adecuado desarrollo
democrático. La solución a todo esto solo puede venir de una mayor regulación
de esos mercados. Todas estas características (deuda, exceso de crédito,
desregulación e inflación) son, en verdad, muy propias del capitalismo
anglosajón y contrarias a las especificidades del capitalismo alemán y del
francés, aunque este último lleve en sus genes un intervencionismo que habría
horrorizado a Walter Eucken. El miedo a la inflación quedó grabado a fuego en
el alma de los políticos alemanes desde el desastre de Weimar, y Yanis
Varoufakis, ministro de Finanzas de Grecia en 2015, se quejaba amargamente en
Bruselas, durante las interminables reuniones que se produjeron en el primer
semestre de ese año con el fin de lograr una quita de la deuda griega de que,
para el ministro de Finanzas alemán Wolfgang Schäuble, las tesis ordoliberales
“tenían un carácter divino”. Como antes apuntaba, ese marco jurídico que
garantice la protección de los derechos de los ciudadanos por encima de los
intereses de las grandes empresas no existe en España, por eso una gestión del
PP es mucho más lesiva para la sociedad.
La actividad de los
gigantescos actores económicos que operan en las bolsas, dificulta un progreso
armónico de la economía, con desastrosas consecuencias sociales
Nos encontramos en
una época sombría. Creo que hay que contener la respiración hasta ver que
ocurre definitivamente en Estados Unidos, porque un eventual triunfo de Trump
en 2024 puede entrañar el principio del fin de la democracia estadounidense, y
eso supondrá también un retroceso de derechos civiles en todos los países, no
solo en aquellos que, como Polonia y Hungría, llevan años estancados en una
fiebre conservadora. Hay indicios claros para pensar que una segunda
presidencia de Trump implicaría una arremetida descomunal contra el Estado de
derecho con el fin de modificar el sistema democrático estadounidense hasta sus
cimientos. Son tiempos oscuros, insisto. También ahora estamos sabiendo por las
investigaciones de la Policía Federal y del Supremo Tribunal Federal que en
Brasil a punto estuvimos de ver un intento de golpe de Estado hace unos meses.
Fue durante los doce días posteriores a la victoria de Lula. Eso hubiera
supuesto una guerra civil que la ultraderecha brasileña habría aprovechado para
“limpiar” el país de elementos indeseables en una fiesta de sangre. Siempre hay
algún político dispuesto a levantar la bandera del odio y la maldad y siempre
habrá ciudadanos decididos a acompañarle. Si este plan no llegó a
materializarse, y esto es una opinión personal, es por el miedo de los líderes
de los grupos supremacistas blancos a la gran capacidad de movilización (y
sacrificio) de la izquierda brasileña. Me explico: al fin de la Guerra Civil
española nadie conocía físicamente a Franco, lo que evitaba que se convirtiera
en objetivo de un atentado. Es verdad que en una guerra en Brasil los primeros
que perderían la vida serían muy probablemente los líderes de la izquierda:
Lula, Guilherme Boulos, Fernando Haddad, Manuela d'Ávila, Dilma Rousseff y
tantos otros rostros conocidos y, por tanto, identificables. Pero ese sería
también, antes o después, el destino de la familia Bolsonaro al completo, y lo
mismo ocurriría con Hamilton Mourao, Sergio Moro, Damares Alves, Ricardo Salles
o Paulo Guedes. No se sintieron espantados ante la posibilidad de desencadenar
una guerra, sino ante la perspectiva segura de morir en ella.
Estamos en un
tiempo oscuro, sí, pero también en un mundo en el que, como en todas las
épocas, la esperanza se abre paso. Durante décadas, líderes de la derecha
española como Felipe González, Aznar, Esperanza Aguirre, Rodrigo Rato, Montoro
y Rajoy, a coro con la derecha internacional de Thatcher, Reagan, Alan
Greenspan, Clinton y Blair, nos convencieron (esa fue su gran victoria
cultural) de que no era posible gobernar un país si no era dentro de sus
rígidos y salvajes parámetros neoliberales encaminados a destruir los sectores
públicos y a reducir los derechos de la clase trabajadora a costa de lo que
fuera. Pero muchas formaciones socialdemócratas cuestionan ya estas prácticas
neoliberales incorporadas a sus programas desde los años setenta y desde el
infausto momento en que derechistas como Felipe González, Carlos Andrés Pérez,
Bettino Craxi, Blair o Gerhard Schröeder se hicieron con sus riendas. El simple
principio de realidad revela las falacias de los neoliberales: pese a todos los
palos en las ruedas que Nadia Calviño puso en la pasada legislatura (a
excepción de las dos primeras subidas del SMI y de la creación del Ingreso
Mínimo Vital, que eran líneas estratégicas marcadas por un Sánchez obligado por
Pablo Iglesias), resistiéndose a todas las medidas sociales propuestas por
Unidas Podemos, los datos demuestran que los impuestos a la banca, las subidas
del salario mínimo o la reforma laboral no han supuesto ni la más mínima merma
en el crecimiento de la economía, la productividad y las exportaciones.
Las democracias
liberales que forman parte de lo que Harvey llama “los países del capitalismo
avanzado”, Estados Unidos, Europa Occidental, Australia, Nueva Zelanda, Corea
del Sur, Japón, Noruega y Suiza, son países que gozan de una vida política
aburrida, una de las señas de identidad de las sociedades más...
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