UNA CUESTIÓN DE DIGNIDAD
JUAN CARLOS ESCUDIER
El taoísmo sostiene que lo difícil debe abordarse cuando aún es fácil y está visto que en lo de hacer que las grandes tecnológicas paguen impuestos y no limosnas se ha perdido demasiado tiempo y ahora no hay quien les eche un galgo. El último fracaso ha tenido lugar en la OCDE, donde se discutía la aplicación mundial de la llamada tasa Google y que ha pospuesto hasta mediados de 2021 el acuerdo para que estas multinacionales pasen por caja en los países en los que operan y no en los paraísos fiscales donde tienen empadronadas sus oficinas centrales. En el envite, según los cálculos de la propia organización, hay en juego unos 85.000 millones de euros que ahora mismo se distraen a las distintas haciendas públicas.
Existe, según
parece, un consenso general en que algo han de pagar pero no hay manera de
pactar cuánto y sobré conceptos, porque hay países a los que el 12% con el que
trabaja la propia OCDE debe de parecerles confiscatorio. Así las cosas, no
sería descabellado pensar que la burra dará vueltas y vueltas al trigo y solo
los más optimistas o ingenuos creen que se cumplirá el nuevo plazo para hacer
efectiva la tasa. Desde la Organización se advierte de que imponer tributos de
manera unilateral, como pensaba hacer la UE y cuya creación está en fase
avanzada en España, Francia o Italia,
sería un error porque desencadenaría guerras comerciales muy dañinas para el
crecimiento económico. ¿Qué hacer entonces? Se aconseja rezar, esperar a que
Trump pierda las elecciones y a ver si con Biden cambia el panorama.
Se dirá que es muy
injusto –y lo es- que los damnificados de que en España se apruebe esta tasa
que ya tiene el visto bueno del Senado sean los productores de vino y aceite, a
los que el emperador del flequillo ya ha impuesto aranceles en represalia. Más
descabellado aún es que dentro de la UE sea imposible conseguir una
armonización impositiva que impida que Irlanda u Holanda se pongan las botas
con la elusión fiscal que sufren sus vecinos. Nada ayuda tampoco algunas
sentencias de la Justicia europea, como la del pasado mes de julio en relación
con Apple. ¿Es posible argumentar que una empresa que gana 16.000 millones al
año y declara una base imponible de 50 millones no ha recibido una ayuda de
Estado en detrimento de su competencia? Pues, al parecer, lo es.
Como se explicaba
aquí entonces las tecnológicas se mueven por Europa con total impunidad
mientras sus asesores han puesto en práctica toda suerte de artilugios
contables –desde el ‘doble irlandés’ al ‘puro malta’ pasando por el ‘sándwich
holandés’- que hacen que esto sea un pub con barra libre. Lamentarse de que en
la OCDE no haya acuerdo cuando la UE es incapaz de atar en corto a sus austeros
campeones del fraude es un sinsentido. Como lo es denunciar la fiscalidad a la
carta de Europa que aquí mismo se práctica, un dumping fiscal que no es
monopolio de las llamadas haciendas forales sino que tiene a Madrid a la
vanguardia en detrimento del resto de comunidades autónomas.
Aunque solo sea por
eso tan desfasado que es la ética no es admisible consentir por más tiempo que
estas multinacionales, que ya no son poderes en la sombra sino los reyes del
mambo bajo los focos, sigan burlándose de los Estados y engordando sus cuentas
de beneficios. Es moralmente inaceptable que haya que detraer recursos que
podrían destinarse a servicios públicos o la reconstrucción económica para que
los Bezos, Cook o Zuckerberg de turno sigan competiendo en las listas de Forbes
para ver cuál de ellos es el más rico. Y no solo se trata de imponer algún tipo
de criterio fiscal homogéneo sino de establecer una regulación efectiva que
acabe con unos monopolios que han acabado con la competencia y ha convertido a
los consumidores en adictos de sus productos y servicios.
Sería ideal que la
OCDE lograra sacar adelante la tasa Google pero mientras esto llega la Unión
Europea debería imponer su propio impuesto. Y si tampoco esto se consigue a
corto plazo tiene que haber Estados que den el primer paso. Era urgente antes y
ahora mismo es inaplazable en medio de la crisis económica asociada a la
pandemia. Decía Sábato que la dignidad no estaba prevista en el plan de
globalización y habrá que meterla a la fuerza, aunque sea con calzador.
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