CASADO: MAL DÍA PARA DEJAR DE SONREÍR
En
política se da un fenómeno único al que podríamos llamar el coche que se
columpia en el barranco. Si te mueves, te despeñas. Si te quedas quieto,
prepárate para vivir ahí eternamente. En esas está el líder del PP
GERARDO TECÉ
Día grande en el Congreso de los diputados. O eso decía el cartel: quinta moción de censura de la democracia. Un acto tan extraordinario como una moción no suele ser un bolo cualquiera, pero con la ultraderecha en las instituciones todo ha perdido cierto valor. También esto. El mismo lugar que unos meses atrás era testigo de los gritos de Vox pidiendo un golpe de Estado contra el Gobierno recién elegido ha sido testigo hoy de la capitulación de la ultraderecha española, tan poco acostumbrada a esa cosa de la democracia, que se ha castigado ella solita con una estrepitosa derrota a cambio de un poquito de atención.
Era cuestión de
tiempo que los menores no acompañados, los manteros y los okupas dejasen de
servir para fabricar portadas. A cambio de un par de fotos de Abascal en los
diarios, la brava ultraderecha de golpes de Estado aparecía hoy vestida de
ultraderechita de mociones perdidas. Aparecía para ponerle a Sánchez una
alfombra roja con la que defender su gestión en estos meses de mandato marcados
por la pandemia. La moción de censura, urgentísima según Abascal, que el pasado
julio la anunciaba para después del verano –ya si eso a la vuelta de las
vacaciones salvamos España-, ha resultado ser poco más que una foto que parece
ideada por los asesores del presidente socialista. Por un lado, la demostración
en Cortes de que no hay alternativa posible al Gobierno actual. Por otro, la
escena de derecha y ultraderecha votando por separado por mucho que canten la
misma sintonía. Definitivamente a Pedro Sánchez le ha tocado un sueldo Nescafé
para toda la vida y se llama Vox.
Desde primera hora
de la mañana hasta la una del mediodía, hora a la que subió el presidente
Sánchez a hacer su réplica, la única voz que se escuchó en el Parlamento fue la
del partido ultra. Primero con el diputado Garriga de telonero y luego con el
protagonista del evento: Santiago Abascal. Tanto protagonismo ininterrumpido de
ultraderecha en la tribuna del Congreso es algo que no veíamos desde Tejero.
Hoy, los disparos de Abascal no eran contra el techo, sino contra sí mismo.
Tras provocar entre los asistentes unos primeros momentos de estupor e
incertidumbre al verlo llegar a la tribuna a pie y no a caballo, Abascal sacó
el papel y empezó a leer un discurso de dos horas que llegó a ser soporífero a
pesar de tener todos los componentes de acción de una superproducción
norteamericana: complots mundiales, virus chinos, soviets acechando por la Gran
Vía, héroes patrios y villanos extranjeros. En dos horas –con 10 minutos
hubiera bastado– Abascal dejó claro que esto no es lo suyo. Que si lo sacas de
ondear banderas el suflé baja que es una barbaridad. El líder de la
ultraderecha española preparó un discurso con pretensiones estadistas que se
quedó en pastiche fascistoide. Ni entre los suyos, que aplaudían sus
intervenciones con el entusiasmo con que se aplaude por decimoquinta vez al
abuelo hablando de la guerra, triunfó el discurso.
Tras Abascal, Pedro
Sánchez. El presidente del Gobierno llegó a la tribuna con cierto aire de
suficiencia. Excesivo quizá, pero entendible teniendo en cuenta que lo último
que habían visto los espectadores desde casa era a Santiago Abascal hablando.
Un discurso de Estado el de Sánchez que comenzó con el balance de su gestión de
Gobierno y que acabó centrado –gustándose casi– en el candidato a presidente
por un día, el líder de Vox. Pedro Sánchez se cebaba y no era para menos porque
lo que tenía delante era un caramelo demasiado jugoso para un político: el
foco, la atención y el rótulo que dice presidente del Gobierno para desmontar
un discurso, el del candidato Abascal, que hubiera sido desmontado con éxito
asegurado por cualquier niño de doce años. La mirada baja del ultraderechista y
protagonista de la jornada, evitando constantemente el tiro de cámara mientras
Pedro Sánchez analizaba su intervención, es un buen resumen de la jornada.
Manolete, si no sabes torear, pa qué te metes, sería otro resumen alternativo.
Si lo de hoy hubiese sido –no lo era– un duelo entre Pedro Sánchez y el líder
de Vox, no podría decirse que el vencedor del debate ha sido el actual
presidente del Gobierno, porque enfrente estaba Abascal y eso no computa como
competición.
El protagonista del
día no era Pedro Sánchez, lejos del susto que una moción de censura debería
traer consigo, ni tampoco Abascal, cuyo mérito consiste hoy en haber ido en
julio al registro del Congreso y alquilar a su nombre el local para el bolo de
hoy. El protagonista de hoy era, sin duda, un Pablo Casado que se ha visto
inmerso en la peor fiesta de la democracia a la que le han invitado. Y mira que
las ha tenido malas. Sobre él estaban hoy los focos. Unos focos que ha
intentado desviar sin mucho éxito –desde el PP han llegado a llamar tomadura de
pelo o espectáculo circense a la moción presentada por Vox– porque la chicha de
la jornada era saber cómo tenía hoy la barba el líder popular. Si de centro, de
derechas simple o de derecha extrema. La chicha era ver con qué escorzo se
libraba de apoyar una moción de censura contra –recordemos– el peor presidente,
el golpista, el felón, el peligro público. Cualquiera que haya sido invitado a
un cumpleaños o una boda a la que no quería ir sabe lo que hoy ha sufrido este
hombre. Cualquiera que viera su cara durante las intervenciones de Abascal y
Sánchez, ambos citándolo continuamente, también.
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