A contracorriente
EL RADICALISMO COMO FORMA DE HACER
POLÍTICA
Enrique
Arias Vega
Un yerno mío británico se asombraba,
no hace mucho, de que los españoles gritásemos tanto en la calle, sin dejarnos
hablar unos a otros ni en las reuniones familiares y, en cambio, nuestros
parlamentarios fuesen tan corteses, turnándose en el uso de la palabra y no
interrumpiéndose: “Justo lo contrario de
lo que sucede en el Reino Unido, donde la gente es educada en la calle pero se
producen unos guirigayes de locos en el Parlamento”.
Ya no podrá decir lo mismo tras la
investidura de Pedro Sánchez esta
semana.
Lo que acabamos de hacer en España es
asemejarnos a otras cámaras legislativas —y no para bien—, en las que la bronca
y el insulto están a la orden del día cuando no el llegar a las manos entre sus
señorías.
Comienza a ser ya moneda común en
todas partes, desde Hong Kong a Venezuela —en la que empiezan a multiplicarse
los presidentes—, o los Estados Unidos, donde el posible impeachment a Donald Trump
ha levantado un muro de odio cerval entre demócratas y republicanos.
Y es que no se ha producido el ocaso
de las ideologías, como profetizaba erróneamente Francis Fukuyama en su libro El
fin de la Historia y el último hombre, sino todo lo contrario: la
exacerbación ideológica. ¿Por qué, si no, la violencia de las manifestaciones
de los chalecos amarillos en Francia,
un país que vive por encima de sus posibilidades, o la auténtica guerrilla
urbana en Chile, el país más próspero de aquel continente?
Pues porque el bienestar económico producido
por la globalización, con una generación que vive diez veces mejor que sus
padres y cien veces mejor que sus abuelos no le basta a ésta ante la presencia
de nuevos retos y nuevos valores de los que hasta ahora se sentía excluida:
ecología, feminismo, medio ambiente, protección social… Por eso, el social
comunismo, o progresismo, o llámese como se quiera, no ha desaparecido, sino
que sus postulados se han radicalizado bajo nuevas denominaciones, con el común
denominador de una mayor intervención del Estado en la vida pública.
Por otra parte, si la izquierda se ha
endurecido, lo mismo ha pasado con el pensamiento liberal. Unos y otros se han enquistado
en el fundamentalismo, digámoslo así. Ya no hay, pues, comunistas clásicos ni
fascistas como los de antaño —salvo China, quizás, que participa de ambas
ideologías—, sino que unos y otros ahora son simplemente ultras, radicales o
extremistas, en defensa de los valores sociales, aquéllos, y de las libertades
individuales, éstos; concepciones antagónicas, por supuesto, que ofrecen un
panorama de confrontación mundial que no acaba más que comenzar.
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