sábado, 18 de enero de 2020

LOS SIETE PECADOS CAPITALES DE LA POESÍA


LOS SIETE PECADOS CAPITALES DE LA POESÍA
IBAN ZALDUA
Ya sé que no está de moda hablar de los pecados capitales, y menos aún en estos tiempos, en los que, sin duda alguna, son mucho más populares los cuatro jinetes del Apocalipsis. De hecho, ni siquiera soy cristiano, a Dios gracias. Pero a la Iglesia hay que reconocerle que dos mil y pico años de historia le han aportado cosas: si hay una institución experta en cuestiones de pecado, esa es la Iglesia, y por eso pienso que toda esa doctrina, desarrollada a lo largo de tantos siglo, puede ser un buen punto de partida para este panfleto. Veamos pues, cuáles son los Siete Pecados Capitales, Mortales y Principales de la Poesía.



El primero, la Soberbia o el Orgullo. Este es, sin duda, el pecado más grave que cometen los poetas, de la misma manera que la teología ha considerado, al menos desde la Edad Media, que de todos los pecados capitales este es el más grave. Digo esto porque los poetas tienden a poner el género de la poesía por encima de los demás. Y a veces, incluso, fuera del alcance de los otros, pues hay quien niega que la Poesía sea Literatura, porque no sería ficción, sino algo mucho más grande y elevado. La poesía, para estos que digo, sería la conciencia de la vida, es decir, la Conciencia de la Vida o, puestos a simplificar, la Vida misma. La poesía, por lo tanto, no tendría nada que ver con los artificios que construyen novelistas o cuentistas, esos falsarios. Según Antonio Gamoneda, “la literatura está en la ficción, que puede ser maravillosa, pero la poesía es una realidad en sí misma. La poesía no es literatura. Contiene nuestros goces y nuestros sufrimientos, y esa relación con la existencia le da un carácter que va más allá de los géneros”. Y fíjate en lo que dice Jorge Riechmann: “La diferencia que hay entre literatura y poesía es la que hay entre hablar y hacer. Escribir poesía no tiene que ver con la literatura. Tiene que ver con el alimento y tiene que ver con la libertad”. Ya puestos, también pasa eso con la cocina de Andoni Luis Aduriz, y la de mi abuela. Pero, digo yo: un poeta, al escribir sobre el amor, acordándose de un momento más o menos romántico, ¿no está  acaso haciendo un ejercicio de memoria, es decir, un ejercicio de ficción, como todos los escritores de todos los demás géneros literarios? Lo peor es que la mayoría de los poetas visten de humildad dicha Soberbia (los  poetas suelen reivindicarse como las personas más humildes de mundo), afirmando, por ejemplo, que todos llevamos la poesía en nuestro interior, que todos somos poetas (en potenci)–. Pero –sugieren enseguida, prudentemente– solo a unos pocos privilegiados les ha sido dada la capacidad de desarrollar esa semilla que todos llevamos dentro: a ellos, claro está. No son humildes ni nada…

El segundo pecado es el de la Avaricia o la Usura. ¿Acaso conocéis un género literario que le imponga una tasa de interés más alta a las palabras? En el verso cada sintagma, cada palabra, incluso cada sílaba y cada fonema son imprescindibles y decisivos, o al menos los poetas actúan como si así fuera. “En una poesía no debe sobrar nada”, afirman. (Vale, ya sé que tendría que haber puesto “poema”, pero esto es un panfleto, y tengo que procurar que sea como poco algo doloroso a los ojos de los poetas que pudieran llegar a leerlo.) Y, por tanto, cada palabra que usan ha de valer su peso en oro de veinticuatro quilates (aunque quizá sea la única manera de justificar que pongan tan pocas palabras por línea y por página: véase más abajo el apartado dedicado a la Gula). De hecho, son pocos los poetas que logran escapar a la fascinación enfermiza por la lengua, de manera que, en muchas ocasiones, los poemas son pistas de entrenamiento para su habilidad lingüística, y se convierten en estructuras vacías, en cáscaras sin nuez dentro (pido disculpas por la metáfora: se me ha escapado). El cantante norteamericano Tim Buckley solía decir que el problema de las palabras es que tienen un significado: que pueden ser muy hermosas, es decir, que pueden producir sonidos muy hermosos, pero que, por desgracia, hay que tener en cuenta que suelen encerrar un significado. Y eso es lo que, en muchas ocasiones, olvidan los poetas: que las palabras tienen significado, no un precio. Y me parece que ya es hora de que la Poesía empiece a reducir los intereses de la hipoteca que nos ha impuesto.


El tercer pecado capital, evidentemente, es el de la Lujuria o la Concupiscencia. En principio, este no me parece de los peores. Y hay que reconocer que uno de los principales temas de la poesía, desde el principio de la Historia e incluso de la Prehistoria (sí, escribiendo de esto a uno se le pega el sentido de la inmanencia de los poetas…) es el del amor, o, para ser más precisos, el de las ganas de practicar el sexo: cuántos poemas no se habrán escrito con esa intención… Incluso, aunque pueda parecer increíble, también entre los vascos. Imagínate, hay hasta quien ha encontrado rastros de erotismo en los poemas del pobre Lizardi, poeta guipuzcoano del primer tercio del siglo XX, con lo formalico que era… Pero lo que yo querría denunciar en este punto, sobre todo, es la publicidad engañosa. Por lo menos en lo que a nuestra poesía vasca se refiere. ¿Habéis intentado alguna vez ligar o conseguir sexo –compartido– con un poema vasco? ¿Eh? Pues eso… Tal y como Ángel Erro denunció en uno de sus epigramas:

Hermoso Clais, a decirte no alcanzo
cuánto te amo, y estos versos están de más,
porque no mejoran el amor, ni lo allanan,
no obstante, los escribo a tu puerta,
para que sepas, mi esquivo Clais,
cada vez que pases junto a ellos,
cuánto te ama Cayo
y, en general, qué poco puede la poesía.

El cuarto, la Ira. ¿La ira, pecado de la poesía, se preguntará el lector? De acuerdo, reconozco que los poetas, en general, suelen parecer seres mansos, sensibles, incapaces de actuar con violencia; no hay más que acordarse de Joan Mari Irigoien y sus fulares, o de Pere Gimferrer y sus bufandas. Bueno, también hay ejemplos en sentido contrario: Rimbaud, por lo visto, era aficionado a golpear a la gente con un hierro, y Verlaine tuvo que pasar una temporada en la cárcel por –entre otras cosas– disparar en la muñeca a Rimbaud, precisamente. El mismo emperador Nerón, no lo olvidemos, fue poeta, y también lo fue Radovan Karadžić, antes de dedicarse a la política, que en su caso quizá se convirtiera en la continuación de la poesía por otros medios. Pero supongamos que, por norma y en general, los poetas son personas pacíficas y pacifistas. Aun así, la poesía sigue teniendo que ver con el pecado de la Ira: a causa del enfado que causa en mí y en muchos lectores el hecho de leer un poema y, pese a haber superado todos los niveles educativos de los que nos proveen los restos del Estado del bienestar, no entender absolutamente nada, ni a la primera, ni a la segunda, ni a la tercera. Como decía Witold Gombrowicz –ya sé que se han usado mucho estas palabras, pero nunca es suficiente–: “Cuando un hombre se expresa en forma natural, es decir en prosa, su habla abarca una gama infinita de elementos que reflejan su naturaleza entera; pero he aquí que vienen los poetas y proceden a eliminar gradualmente del habla humana todo elemento apoético, en vez de hablar empiezan a cantar y de hombres se convierten en bardos y vates, consagrándose única y exclusivamente al canto. Cuando un trabajo semejante de depuración y eliminación se mantiene durante siglos, llégase a una síntesis tan perfecta que no quedan más que unas pocas notas y la monotonía tiene que invadir forzosamente el campo del mejor poeta. El estilo se deshumaniza; el poeta no toma como punto de partida la sensibilidad del hombre común sino la de otro poeta, una sensibilidad ‘profesional’. Entre los profesionales, se crea un lenguaje tan inaccesible como los otros dialectos técnicos; y, subiendo unos sobre los hombros de otros, forman una pirámide cuya punta ya se pierde en el cielo, mientras nosotros nos quedamos abajo algo confundidos. Pero lo más importante es que todos ellos se vuelven esclavos de su instrumento porque esa forma es ya tan rígida y precisa, sagrada y consagrada que deja de ser un medio de expresión: y podemos definir al poeta profesional como un ser que no se puede expresar a sí mismo porque tiene que expresar los versos”. Dicho de otra manera, los poetas, de generación en generación, han creado un lenguaje cada vez más hermético que solo ellos pueden entender y sentir. Uno de cuyos objetivos no puede ser otro que cabrear al pobre lector y hacerle sentir poco menos que una prosaica escoria…

El quinto, la Gula o la Ebriedad. La poesía es sin duda, el enemigo literario número uno del desarrollo sostenible. Cuántos bosques no habrá devastado la poesía, cuánto papel no se habrá gastado en vano en los libros de versos, con la funesta manía que tienen los poetas de dejar los márgenes tan anchos, de imprimir las letras con tipos tan grandes y, en ocasiones, de incluir imágenes junto al texto; los demás géneros literarios, quizá con la excepción del aforismo y la literatura infantil, han tratado con mucha más consideración a la vegetación de Nuestro Planeta. Alguien me responderá que el libro electrónico y la posibilidad de publicar poesía en internet han reducido el consumo de pasta de papel y de madera, pero quien así piense está muy equivocado. Porque, por una parte, los poetas siguen empeñados, casi siempre, en publicar libros en papel, como si no hubieran ya fomentado lo suficiente la deforestación. Y, por otro lado, aparte de que publicar un poema en internet sigue siendo uno de los ejercicios más fatigosos que existen –editar un poema en un blog es desesperante, con todas esas líneas que saltan, con todos esos códigos HTML que se desconfiguran sin cesar…–, una página web que contenga un solo poema supone el mismo gasto energético que un buen  y apretado texto en prosa… tanto a la hora de mecanografiarlo, como en lo que al consumo eléctrico y consecuente huella ecológica se refiere. Y, amigas y amigos, el mundo no está preparado para todo ese despilfarro energético. Ya saben: Cero Poesía, Cero Residuos (no piensen, de todas maneras, que con esto pretendo reivindicar la construcción de nuevas incineradoras, como la del PNV en Gipuzkoa, o hacerle la campaña a Ecoembes, esos paladines del capitalismo verde, es decir, no estoy proponiendo la destrucción o la quema masiva de libros de poesía y de plaquettes, porque quedaría muy feo y ya sabemos que los ejemplos históricos previos no acompañan: con no crear nueva (poesía) sería suficiente. El mejor residuo, como es de sobra conocido, es la que no se produce nunca).

El sexto pecado que suele cometer la poesía es, desde luego, el de la Envidia. No hay gremio más envidioso que el de los poetas. Los poetas,  desde luego, le tienen envidia al resto de los géneros literarios: sobre todo a la novela, que destronó a la poesía como género mayor allá por el siglo XIX; pero también se la tienen al cuento, al teatro y –pobre– al ensayo. Porque se venden muy pocos libros de poesía comparados con el resto (¿y todavía se extrañan, después de todo lo que hemos contado?). De todas formas, hay que reconocer que, de todos sus pecados, este es seguramente el más perdonable: no importa en qué idioma o en qué sistema literario se publiquen, el caso es que la venta de libros de poesía es en general irrisoria, al menos en los países sobredesarrollados, en los que se ha reducido drásticamente, al menos en términos relativos. Es normal y comprensible, por lo tanto, que sientan envidia (algo que refuerza, por otra parte, la evidencia de que los poetas son también literatos, un subconjunto de ese círculo de envidiosos que formamos, en general, los escritores).

No importa en qué idioma o en qué sistema literario se publiquen, el caso es que la venta de libros de poesía es en general irrisoria

Lo malo es que este pequeño pecado suele conducir a los poetas a cometer uno mayor, el ya señalado de la Soberbia, y a intentar elevar a la poesía por encima de los demás géneros, para intentar salvar los muebles. Y eso sí que es intolerable, amigos y amigas. Recuerdo, por ejemplo, aquella entrevista que le hizo el novelista Javier Cercas al poeta australiano Les Murray, y cómo le preguntó, ingenuamente, a ver si, además de poesía, escribía prosa, a lo que Murray contestó: “No, eso no dura”. Nadie me negará que bajo las categóricas palabras de Murray no late la envidia… Que la prosa no dura… Anda ya. Espera, Murray, espera unas pocas eras geológicas y ya me dirás cuánto dura también tu poesía…

El séptimo y último pecado, cómo no, es el de la Pereza o la Desidia. Los poetas son vagos. Ya hemos comentado, en el apartado sobre la Gula, su desafortunada tendencia a llenar las páginas a medias e incluso a cuartos: un libro de poemas, medido en caracteres, puede resultar más breve que la introducción en euskera de cualquiera de los discursos del ex lehendakari Patxi López, o que la lista completa de vocabulario que el rey Felipe VI domina en cualquiera de las lenguas peninsulares a excepción del español (¿o español incluido?); de hecho, cuanto más delgado, más poético resulta el libro…

Pero la cosa no queda en eso: recordemos que hay gente que intenta equiparar poesía y filosofía –en el campo de la poesía vasca hay un grupo que, año tras año, insiste en publicar un manifiesto, supuestamente distinto cada vez, en ese sentido–: ¡como si un librito de poemas pudiera sustituir a una obra de pensamiento bien pertrechada de notas a pie de página y de bibliografía! De hecho, el poeta, si es de verdad, no tiene que preocuparse ni de hacer bien su trabajo: como afirma Felipe Juaristi, “un poema no es mejor que otro poema; porque un poema es poema o no lo es”; cómodo, ¿verdad que sí? Además, la poesía conllevaba, al menos en los viejos tiempos, dificultades técnicas y límites estilísticos: por ejemplo, la necesidad de que rimara de una manera precisa, una contabilidad exacta de sílabas y versos, una cadencia más o menos complicada, un ritmo singular, etc. Como ejercicio de habilidad, cuando menos, no estaba mal. Pero, ¿qué ocurre hoy en día? Desde que el verso blanco y sobre todo el verso libre empezaron a extenderse, solo con que los márgenes sean un poco anchos por ambos lados –y con que las líneas estén sin justificar, al menos por la derecha– cualquier cosa puede ser poesía. Incluso un discurso hiper-emocional de esos que escribe el lehendakari Íñigo Urkullu o, ya puestos, uno de José María Aznar, siempre que se divida en líneas cortas de distinto tamaño. Hagan la prueba, incluso con el Boletín Oficial del Estado, si se sienten un poco vanguardistas: los resultados les sorprenderán.

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