LOS SIETE PECADOS CAPITALES DE LA POESÍA
IBAN ZALDUA
Ya sé que no está
de moda hablar de los pecados capitales, y menos aún en estos tiempos, en los
que, sin duda alguna, son mucho más populares los cuatro jinetes del
Apocalipsis. De hecho, ni siquiera soy cristiano, a Dios gracias. Pero a la
Iglesia hay que reconocerle que dos mil y pico años de historia le han aportado
cosas: si hay una institución experta en cuestiones de pecado, esa es la
Iglesia, y por eso pienso que toda esa doctrina, desarrollada a lo largo de
tantos siglo, puede ser un buen punto de partida para este panfleto. Veamos
pues, cuáles son los Siete Pecados Capitales, Mortales y Principales de la
Poesía.
El primero, la
Soberbia o el Orgullo. Este es, sin duda, el pecado más grave que cometen los
poetas, de la misma manera que la teología ha considerado, al menos desde la
Edad Media, que de todos los pecados capitales este es el más grave. Digo esto
porque los poetas tienden a poner el género de la poesía por encima de los
demás. Y a veces, incluso, fuera del alcance de los otros, pues hay quien niega
que la Poesía sea Literatura, porque no sería ficción, sino algo mucho más
grande y elevado. La poesía, para estos que digo, sería la conciencia de la
vida, es decir, la Conciencia de la Vida o, puestos a simplificar, la Vida
misma. La poesía, por lo tanto, no tendría nada que ver con los artificios que
construyen novelistas o cuentistas, esos falsarios. Según Antonio Gamoneda, “la
literatura está en la ficción, que puede ser maravillosa, pero la poesía es una
realidad en sí misma. La poesía no es literatura. Contiene nuestros goces y
nuestros sufrimientos, y esa relación con la existencia le da un carácter que
va más allá de los géneros”. Y fíjate en lo que dice Jorge Riechmann: “La
diferencia que hay entre literatura y poesía es la que hay entre hablar y
hacer. Escribir poesía no tiene que ver con la literatura. Tiene que ver con el
alimento y tiene que ver con la libertad”. Ya puestos, también pasa eso con la
cocina de Andoni Luis Aduriz, y la de mi abuela. Pero, digo yo: un poeta, al
escribir sobre el amor, acordándose de un momento más o menos romántico, ¿no
está acaso haciendo un ejercicio de
memoria, es decir, un ejercicio de ficción, como todos los escritores de todos
los demás géneros literarios? Lo peor es que la mayoría de los poetas visten de
humildad dicha Soberbia (los poetas
suelen reivindicarse como las personas más humildes de mundo), afirmando, por
ejemplo, que todos llevamos la poesía en nuestro interior, que todos somos
poetas (en potenci)–. Pero –sugieren enseguida, prudentemente– solo a unos
pocos privilegiados les ha sido dada la capacidad de desarrollar esa semilla
que todos llevamos dentro: a ellos, claro está. No son humildes ni nada…
El segundo pecado
es el de la Avaricia o la Usura. ¿Acaso conocéis un género literario que le
imponga una tasa de interés más alta a las palabras? En el verso cada sintagma,
cada palabra, incluso cada sílaba y cada fonema son imprescindibles y
decisivos, o al menos los poetas actúan como si así fuera. “En una poesía no
debe sobrar nada”, afirman. (Vale, ya sé que tendría que haber puesto “poema”,
pero esto es un panfleto, y tengo que procurar que sea como poco algo doloroso
a los ojos de los poetas que pudieran llegar a leerlo.) Y, por tanto, cada
palabra que usan ha de valer su peso en oro de veinticuatro quilates (aunque
quizá sea la única manera de justificar que pongan tan pocas palabras por línea
y por página: véase más abajo el apartado dedicado a la Gula). De hecho, son
pocos los poetas que logran escapar a la fascinación enfermiza por la lengua,
de manera que, en muchas ocasiones, los poemas son pistas de entrenamiento para
su habilidad lingüística, y se convierten en estructuras vacías, en cáscaras
sin nuez dentro (pido disculpas por la metáfora: se me ha escapado). El
cantante norteamericano Tim Buckley solía decir que el problema de las palabras
es que tienen un significado: que pueden ser muy hermosas, es decir, que pueden
producir sonidos muy hermosos, pero que, por desgracia, hay que tener en cuenta
que suelen encerrar un significado. Y eso es lo que, en muchas ocasiones,
olvidan los poetas: que las palabras tienen significado, no un precio. Y me
parece que ya es hora de que la Poesía empiece a reducir los intereses de la
hipoteca que nos ha impuesto.
El tercer pecado
capital, evidentemente, es el de la Lujuria o la Concupiscencia. En principio,
este no me parece de los peores. Y hay que reconocer que uno de los principales
temas de la poesía, desde el principio de la Historia e incluso de la
Prehistoria (sí, escribiendo de esto a uno se le pega el sentido de la
inmanencia de los poetas…) es el del amor, o, para ser más precisos, el de las
ganas de practicar el sexo: cuántos poemas no se habrán escrito con esa
intención… Incluso, aunque pueda parecer increíble, también entre los vascos.
Imagínate, hay hasta quien ha encontrado rastros de erotismo en los poemas del
pobre Lizardi, poeta guipuzcoano del primer tercio del siglo XX, con lo
formalico que era… Pero lo que yo querría denunciar en este punto, sobre todo,
es la publicidad engañosa. Por lo menos en lo que a nuestra poesía vasca se
refiere. ¿Habéis intentado alguna vez ligar o conseguir sexo –compartido– con
un poema vasco? ¿Eh? Pues eso… Tal y como Ángel Erro denunció en uno de sus
epigramas:
Hermoso Clais, a
decirte no alcanzo
cuánto te amo, y
estos versos están de más,
porque no mejoran
el amor, ni lo allanan,
no obstante, los
escribo a tu puerta,
para que sepas, mi
esquivo Clais,
cada vez que pases
junto a ellos,
cuánto te ama Cayo
y, en general, qué
poco puede la poesía.
El cuarto, la Ira.
¿La ira, pecado de la poesía, se preguntará el lector? De acuerdo, reconozco
que los poetas, en general, suelen parecer seres mansos, sensibles, incapaces
de actuar con violencia; no hay más que acordarse de Joan Mari Irigoien y sus
fulares, o de Pere Gimferrer y sus bufandas. Bueno, también hay ejemplos en
sentido contrario: Rimbaud, por lo visto, era aficionado a golpear a la gente
con un hierro, y Verlaine tuvo que pasar una temporada en la cárcel por –entre
otras cosas– disparar en la muñeca a Rimbaud, precisamente. El mismo emperador
Nerón, no lo olvidemos, fue poeta, y también lo fue Radovan Karadžić, antes de
dedicarse a la política, que en su caso quizá se convirtiera en la continuación
de la poesía por otros medios. Pero supongamos que, por norma y en general, los
poetas son personas pacíficas y pacifistas. Aun así, la poesía sigue teniendo
que ver con el pecado de la Ira: a causa del enfado que causa en mí y en muchos
lectores el hecho de leer un poema y, pese a haber superado todos los niveles
educativos de los que nos proveen los restos del Estado del bienestar, no
entender absolutamente nada, ni a la primera, ni a la segunda, ni a la tercera.
Como decía Witold Gombrowicz –ya sé que se han usado mucho estas palabras, pero
nunca es suficiente–: “Cuando un hombre se expresa en forma natural, es decir
en prosa, su habla abarca una gama infinita de elementos que reflejan su
naturaleza entera; pero he aquí que vienen los poetas y proceden a eliminar
gradualmente del habla humana todo elemento apoético, en vez de hablar empiezan
a cantar y de hombres se convierten en bardos y vates, consagrándose única y
exclusivamente al canto. Cuando un trabajo semejante de depuración y
eliminación se mantiene durante siglos, llégase a una síntesis tan perfecta que
no quedan más que unas pocas notas y la monotonía tiene que invadir
forzosamente el campo del mejor poeta. El estilo se deshumaniza; el poeta no
toma como punto de partida la sensibilidad del hombre común sino la de otro
poeta, una sensibilidad ‘profesional’. Entre los profesionales, se crea un
lenguaje tan inaccesible como los otros dialectos técnicos; y, subiendo unos
sobre los hombros de otros, forman una pirámide cuya punta ya se pierde en el
cielo, mientras nosotros nos quedamos abajo algo confundidos. Pero lo más
importante es que todos ellos se vuelven esclavos de su instrumento porque esa
forma es ya tan rígida y precisa, sagrada y consagrada que deja de ser un medio
de expresión: y podemos definir al poeta profesional como un ser que no se puede
expresar a sí mismo porque tiene que expresar los versos”. Dicho de otra
manera, los poetas, de generación en generación, han creado un lenguaje cada
vez más hermético que solo ellos pueden entender y sentir. Uno de cuyos
objetivos no puede ser otro que cabrear al pobre lector y hacerle sentir poco
menos que una prosaica escoria…
El quinto, la Gula
o la Ebriedad. La poesía es sin duda, el enemigo literario número uno del
desarrollo sostenible. Cuántos bosques no habrá devastado la poesía, cuánto
papel no se habrá gastado en vano en los libros de versos, con la funesta manía
que tienen los poetas de dejar los márgenes tan anchos, de imprimir las letras
con tipos tan grandes y, en ocasiones, de incluir imágenes junto al texto; los
demás géneros literarios, quizá con la excepción del aforismo y la literatura
infantil, han tratado con mucha más consideración a la vegetación de Nuestro
Planeta. Alguien me responderá que el libro electrónico y la posibilidad de
publicar poesía en internet han reducido el consumo de pasta de papel y de
madera, pero quien así piense está muy equivocado. Porque, por una parte, los
poetas siguen empeñados, casi siempre, en publicar libros en papel, como si no
hubieran ya fomentado lo suficiente la deforestación. Y, por otro lado, aparte
de que publicar un poema en internet sigue siendo uno de los ejercicios más
fatigosos que existen –editar un poema en un blog es desesperante, con todas
esas líneas que saltan, con todos esos códigos HTML que se desconfiguran sin
cesar…–, una página web que contenga un solo poema supone el mismo gasto
energético que un buen y apretado texto
en prosa… tanto a la hora de mecanografiarlo, como en lo que al consumo
eléctrico y consecuente huella ecológica se refiere. Y, amigas y amigos, el
mundo no está preparado para todo ese despilfarro energético. Ya saben: Cero
Poesía, Cero Residuos (no piensen, de todas maneras, que con esto pretendo
reivindicar la construcción de nuevas incineradoras, como la del PNV en
Gipuzkoa, o hacerle la campaña a Ecoembes, esos paladines del capitalismo
verde, es decir, no estoy proponiendo la destrucción o la quema masiva de
libros de poesía y de plaquettes, porque quedaría muy feo y ya sabemos que los
ejemplos históricos previos no acompañan: con no crear nueva (poesía) sería
suficiente. El mejor residuo, como es de sobra conocido, es la que no se
produce nunca).
El sexto pecado que
suele cometer la poesía es, desde luego, el de la Envidia. No hay gremio más
envidioso que el de los poetas. Los poetas,
desde luego, le tienen envidia al resto de los géneros literarios: sobre
todo a la novela, que destronó a la poesía como género mayor allá por el siglo
XIX; pero también se la tienen al cuento, al teatro y –pobre– al ensayo. Porque
se venden muy pocos libros de poesía comparados con el resto (¿y todavía se
extrañan, después de todo lo que hemos contado?). De todas formas, hay que
reconocer que, de todos sus pecados, este es seguramente el más perdonable: no
importa en qué idioma o en qué sistema literario se publiquen, el caso es que
la venta de libros de poesía es en general irrisoria, al menos en los países
sobredesarrollados, en los que se ha reducido drásticamente, al menos en
términos relativos. Es normal y comprensible, por lo tanto, que sientan envidia
(algo que refuerza, por otra parte, la evidencia de que los poetas son también
literatos, un subconjunto de ese círculo de envidiosos que formamos, en
general, los escritores).
No importa en qué
idioma o en qué sistema literario se publiquen, el caso es que la venta de
libros de poesía es en general irrisoria
Lo malo es que este
pequeño pecado suele conducir a los poetas a cometer uno mayor, el ya señalado
de la Soberbia, y a intentar elevar a la poesía por encima de los demás
géneros, para intentar salvar los muebles. Y eso sí que es intolerable, amigos
y amigas. Recuerdo, por ejemplo, aquella entrevista que le hizo el novelista
Javier Cercas al poeta australiano Les Murray, y cómo le preguntó,
ingenuamente, a ver si, además de poesía, escribía prosa, a lo que Murray
contestó: “No, eso no dura”. Nadie me negará que bajo las categóricas palabras
de Murray no late la envidia… Que la prosa no dura… Anda ya. Espera, Murray,
espera unas pocas eras geológicas y ya me dirás cuánto dura también tu poesía…
El séptimo y último
pecado, cómo no, es el de la Pereza o la Desidia. Los poetas son vagos. Ya
hemos comentado, en el apartado sobre la Gula, su desafortunada tendencia a
llenar las páginas a medias e incluso a cuartos: un libro de poemas, medido en
caracteres, puede resultar más breve que la introducción en euskera de
cualquiera de los discursos del ex lehendakari Patxi López, o que la lista
completa de vocabulario que el rey Felipe VI domina en cualquiera de las
lenguas peninsulares a excepción del español (¿o español incluido?); de hecho,
cuanto más delgado, más poético resulta el libro…
Pero la cosa no
queda en eso: recordemos que hay gente que intenta equiparar poesía y filosofía
–en el campo de la poesía vasca hay un grupo que, año tras año, insiste en
publicar un manifiesto, supuestamente distinto cada vez, en ese sentido–: ¡como
si un librito de poemas pudiera sustituir a una obra de pensamiento bien
pertrechada de notas a pie de página y de bibliografía! De hecho, el poeta, si
es de verdad, no tiene que preocuparse ni de hacer bien su trabajo: como afirma
Felipe Juaristi, “un poema no es mejor que otro poema; porque un poema es poema
o no lo es”; cómodo, ¿verdad que sí? Además, la poesía conllevaba, al menos en
los viejos tiempos, dificultades técnicas y límites estilísticos: por ejemplo,
la necesidad de que rimara de una manera precisa, una contabilidad exacta de sílabas
y versos, una cadencia más o menos complicada, un ritmo singular, etc. Como
ejercicio de habilidad, cuando menos, no estaba mal. Pero, ¿qué ocurre hoy en
día? Desde que el verso blanco y sobre todo el verso libre empezaron a
extenderse, solo con que los márgenes sean un poco anchos por ambos lados –y
con que las líneas estén sin justificar, al menos por la derecha– cualquier
cosa puede ser poesía. Incluso un discurso hiper-emocional de esos que escribe
el lehendakari Íñigo Urkullu o, ya puestos, uno de José María Aznar, siempre
que se divida en líneas cortas de distinto tamaño. Hagan la prueba, incluso con
el Boletín Oficial del Estado, si se sienten un poco vanguardistas: los
resultados les sorprenderán.
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