HUMANOS EN JAULAS
DANIEL BERNABÉ
En el año
2006 se estrenó Hijos de los hombres, una película de Alfonso Cuarón basada en
la novela de la escritora P.D. James. Del desarrollo del argumento tiraba una
hipótesis distópica: la especie humana era incapaz de reproducirse. Apenas se
nos daban pistas sobre el desencadenante de nuestra extinción, sí de las
consecuencias de la catástrofe. Sin horizonte, la sociedad se había desmoronado
y solo quedaba la orgullosa Gran Bretaña como faro de la civilización, eso sí,
en su peor forma.
La
acción, situada a mitad de la década de los años veinte del presente siglo, nos
mostraba un país fascista a través de los ojos de un funcionario cualquiera,
interpretado por Clive Owen, que acaba envuelto en una trama subversiva por su
pasado activista. Quizá lo peor del derrumbe que aparece en pantalla no son las
realistas escenas bélicas del final de la historia –con un plano secuencia
magistral–, sino la sociedad mostrada al principio de la trama donde se
adivinan dos clases de personas, las que aún conservan la ciudadanía británica
y las que no.
Mientras
que una parte del país parece seguir con su devenir cotidiano, agachando la
cabeza como topos con complejo de desmemoria, se suceden escenas en las que
riadas humanas son confinadas en jaulas, conducidas industrialmente hacia una
especie de campo de refugiados en la costa sur inglesa. Unos compran su
desayuno en un Londres hipercontaminado, otros aguardan un destino incierto
intentando comunicarse con un guardia impertérrito clavado al suelo junto a su
rifle de asalto. Agitar unos papeles, un salvoconducto sin validez a través de
unas rejas, como símbolo de esas formas inútiles que tratan de hacernos
respetables.
Cuando vi
la película, hace doce años, me tocó de manera especial. Seguramente porque el
protagonista tenía una edad parecida a la que yo tendré en el horizonte
temporal propuesto. Era extraño, en aquella época, ver como pasado remoto las
protestas contra la guerra de Iraq, el ajetreado comienzo de siglo. Más extraño
imaginarse que a la próspera sociedad del fin de la historia le podía aguardar
un devenir tan funesto. Aun así, durante todo este tiempo, he recomendado la
película con un antetítulo inquietante: si quieres saber cómo va a ser nuestro
futuro, échale un vistazo.
Lo que no
pensaba, lo que no pensábamos, es que nuestro presente alcanzaría tan rápido
ese umbral. Es estremecedor que la realidad confirme las peores ficciones.
Cuando
Hijos de los hombres fue rodada, su motor de conflicto fue la presidencia de
George Bush Jr., el artífice en dinamitar un derecho internacional que, incluso
con sus límites, había servido para evitar algunas escaladas bélicas. Aquella
mentira de las armas de destrucción masiva, presentada ante la ONU por Colin
Powell en tres tristes power points, no fue solo la excusa para la intervención
armada en Iraq, sino el punto de quiebra para dinamitar los consensos
diplomáticos de posguerra e introducir un cierto elemento privatizador en las
invasiones. La idea no era nueva, sino el regreso de la Compañía Británica de
las Indias Orientales.
Hoy me
encuentro con un vídeo en redes sociales de esos que hay que reproducir dos
veces para asimilar lo visto. Un pabellón, poco más que un polideportivo de
provincias, alberga a seres humanos en jaulas. Un hombre armado conduce a un
grupo de periodistas con la intención de demostrar la tolerancia cero –una
expresión de arquitectura ridícula– que su gobierno depara a la inmigración
ilegal. Las imágenes han sido grabadas en Texas, Estados Unidos. Y si han tenido
un eco especial ha sido por un detalle administrativo: la separación forzosa de
menores de sus familias. La burocracia como asepsia ante lo más humano.
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