SÁNCHEZ CONTRA JOSÉ
LUIS MORENO
JUAN CARLOS ESCUDIER
Existe cierto
consenso en que el cambio de Gobierno ha permitido comprobar que el movimiento
es posible y que, a la manera aristotélica, se puede pasar de la capacidad al
acto. Aunque siempre hay excepciones, el movimiento distingue lo vivo de lo
inerte, algo que en política es muy necesario para confirmar que hay alguien al
otro lado y que no hacemos el idiota llamando a la puerta.
Se están, en
efecto, moviendo cosas y hasta es posible que la momia de Franco también lo
haga si es que en julio se levanta, por fin, su lápida de granito. De la imagen
congelada en plasma se ha pasado a una de acción: se tramitan en el Congreso
proyectos sobre la eutanasia y los permisos igualitarios de paternidad; se intenta
relajar la tensión catalana con encuentros formales y el pretendido traslado de
los presos; se planea el acercamiento de
etarras a cárceles vascas; se da un golpe de timón en ese reino de la
manipulación que es RTVE; se humaniza a los inmigrantes. Hasta el PP se ha
acelerado hasta el espasmo. Puede que todo sean gestos, pero siempre será más
entretenido un mimo que un cadáver.
El poder le está
sentando bien a Sánchez, que en pocos días ya parece un estadista. El nuevo
presidente se muestra capaz de hacer cosas impensables para sus predecesores,
como hablar con sus colegas y entender lo que le dicen, algo que facilita mucho
las relaciones, especialmente las internacionales. Todo ello ha encontrado
inmediato reflejo en las encuestas para desesperación de Albert Rivera, que
pensaba que la fruta madura del Gobierno le caería a los pies emulando a Rajoy,
sin hacer nada, ahora que corren tiempos durísimos para las estatuas.
De todo lo que
puede hacer Sánchez existe algo que debería evitar: el ridículo. Y esto, que
parece sencillo, no lo es tanto cuando se tiene al lado a un director de
gabinete especializado en convertir a sus patrocinados en mamarrachos. De la
habilidad de Iván Redondo para hacer transitar al galope hasta la resbaladiza
vereda de lo grotesco podría dar fe su anterior víctima, el extremeño Monago,
cuando el síndrome de Estocolmo ceda y se lo permita.
Con Monago hizo
Redondo perrerías. Le puso a correr con un maillot verde pistacho, le hizo
hacer de Contador subido a una bicicleta de carreras y hasta le vistió de
bombero para demostrar que permanecía fiel a sus orígenes. Para el extremeño,
no obstante, lo peor fueron los eslóganes que puso en su boca, algunos tan
originales como “nadie dijo que iba a ser fácil” o “la tierra para el que la trabaja”,
éste último recién llegado de México y sin posibilidad de que Emiliano Zapata
reclamara derechos de autor.
El moderno asesor
Iván Redondo parece vivir obsesionado con convertir a sus marionetas en
Kennedy, algo que con Monago lo tenía complicado y que con Sánchez parece, a
priori, más sencillo aunque sea sólo por la planta. No ha perdido el tiempo. Si
en un primer momento le puso a trotar por Moncloa y a acariciar amorosamente a
su perro, no tardó en hacerle posar con gafas de sol en el avión presidencial.
La última genialidad de Redondo ha sido difundir varios planos de las manos del
presidente como inequívoca señal de determinación, y aún nos estamos riendo.
Estas patochadas
que salen inequívocamente del war room de Redondo no dejan de ser una pantomima,
un intento caricaturesco de hacer de Moncloa la Casa Blanca, donde ya hace
décadas que se institucionalizó la figura del fotógrafo del presidente, cuya
misión es la de documentar el mandato para las generaciones futuras. Presenta
dos grandes inconvenientes: el primero es que esto no es Washington; el
segundo, no menor, es que Redondo no es Pete Souza, el genial fotoperiodista
que supo captar la intimidad de los Obama y engrandecer su imagen, ni lo será
en trescientas vidas.
Haría bien Sánchez
en contener a su José Luis Moreno, ante el evidente riesgo de que los gestos se
transformen en gestitos y lo estrambótico se derrame por la alfombra. No lo
necesitan ni él ni la alfombra.
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