DUNIA SÁNCHEZ
Meditaba.
Sí, se pasaba el día meditando a ras de unos ojos que observaban el ritmo del
oleaje. Un oleaje calmo en las primeras horas de la mañana, un oleaje fuerte
cuando subía la marea. Y qué piensa, me decía. Estática, hermética, estatua de lágrimas y pesadez miraba el fondo de su yo.
Un yo narrador constante de las virulentas guerras en el lado oscuro de esta
tierra. Ella, pisa firme ya cansada. Un
estado consternado y doliente donde las alas para brincar en el más allá de su
frontera se desvanecida. En su mente la nada, el sabor amargo girando en torno
a hogueras apagadas. Su contemplación sin embargo la orientaba en pacíficos
deseos aunque no lo expresaba. Silenciosa se deja ir. Así, meditando, con el
agarre de una jornada siempre igual. Así, meditando, desintegrándose a medida
que tiempo ¡ay el tiempo¡ la rodeaba con sus dudas e incertidumbres. Le daba lo mismo. De vuelta a casa, bajo su
techo. Ahora se moviliza sin hacer ruido pero con pasos cansados, extasiado de
su encuentro con la reconditez de sus entrañas se cierra. El nocturno le hacía
un hueco con sus ojos pendientes de una luna que tal vez le diera alguna
respuesta. Pero eso lo cuestionaba. No
había nada, no había nadie cuando en la madrugada en su cama de sábanas de
rayas rojas, azules, verdes y el gélido
aliento de sus sueños, ya apagados, ya reposando.
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